La gente dice que son puros cuentos, que eso no es posible. Y yo les contesto que sí, que yo lo escuché. Y que no estaba dormido ni delirando por la fiebre; nada de eso. Todo lo contrario. Y mi madre y mi padre también dicen que lo escucharon clarito, y que sintieron una cosa fea, como un frío. Y que por eso tuvieron que entrarse a la casa, cerrar todas las ventanas y poner la tranca de la puerta. Yo lo escuché, sólo lo escuché. Porque como estaba de noche, y en esa época en la vereda de La laguna no había luz eléctrica, lo que uno percibía con sus ojos eran sombras, siluetas oscuras de árboles y los objetos más cercanos. No era muy tarde, quizá las nueve. Mis padres y yo estábamos en una banca saboreando la frescura de la brisa, porque en esos días el calor era intenso. Por esta razón, y a sabiendas de que en el interior de la casa, el aire debía estar más caliente que afuera, lo acostumbrado consistía en refrescarse en aquella banca de madera, ubicada al lado de la pared oriental, al frente del patio de cemento. Mi memoria no recuerda bien de qué hablaban mis padres, pero sí sé que conversaban animadamente, hasta que de pronto, muy arriba de los aguacatales cercanos, por encima de la casa, escuché el chillido de un animal semejante al piar de los pollos. Pero el chillido no era seco y continuado, sino lento y ululante. Aunque parezca extraño, en ese instante, todos los otros sonidos se silenciaron: ni grillos, ni lechuzas, ni croar de ranas, ni ladrido de perros en lejanía. Nada. Sólo el sonido de esta ave nocturna que por momentos parecía el quejido de un niño o el lamento de un enfermo. El sonido se repitió tres veces y parecía que se fuera desplazando desde la empinada cuesta llamada “Zancas” hasta tomar rumbo hacia “El Desagüe”. Mis padres callaron. Pero, acto seguido, dejaron la banca y entraron a la casa, llevándome de la mano. No tuve necesidad de preguntar qué era aquel sonido, porque mi padre dijo que se trataba del Pollo de viento.

—Un espanto, mijo. Un espanto de esos que quedaron errantes por el mundo.

La luz de la linterna le ayudó a mi madre a prender una esperma. La pieza más grande que hacía las veces de sala parecía soportar las brasas de un fogón. Nos sentamos en una sillas y nos pusimos a escuchar con cuidado. Pero el piar de esa ave fugaz ave nocturna no se volvió a escuchar. Los ruidos comunes de la noche campesina retornaron a su murmullo habitual.

—Mejor recemos —dijo mi madre, poniendo sus manos en gesto de oración.

Mi padre bajó la cabeza en señal de respeto. Yo imité el gesto de mi madre. La voz de mi madre tenía una entonación entre rezo y canto:

—Salga el mal

entre el bien,

como entró Jesús

a Jerusalén…

En el nombre de Dios

y de la Santísima Virgen,

que todo espíritu malo

se ha de retirar de esta casa.

Amén.

El pequeño coro de mi padre y yo repetimos la última palabra. Los dos perros que dormían en costales en el corredor de la casa, empezaron a ladrar. Y a nuestros perros se sumaron los de los vecinos y a éstos otros más lejanos, como por el lado de El Cerro y Lomalarga. Mi madre me acompañó a mi cuarto y me ayudó a desvestirme. Apenas me tapó con una sábana, por el fuerte calor concentrado en aquella habitación, aumentado además porque a ella le pareció que lo más seguro era cerrar y asegurar con el puntillón la ventana de mi cuarto. Me dio la bendición al momento en que mi padre aparecía en la puerta para despedirse de mí.

—Duérmase rezando, mijo, que eso ayuda a conciliar el sueño.

Yo no contesté. Al comienzo les hice caso, repitiendo mentalmente las letras de una Avemaría, pero luego mi mente de niño se entretuvo imaginando cómo sería de grande el Pollo de Viento, si tendría las plumas como los pollos piropos, si poseía espuelas como el kiko blanco que se enfrentaba a otros gallos más corpulentos del gallinero y de qué se alimentaría… y mi mente le pintaba las plumas como las del gallinazo real, le ponía un pico enorme como el de las cotorras y me estremecía al pensar que de pronto ese espanto se ocultaba por el lado de la ceiba descomunal que quedaba en la horqueta de los caminos, por donde siempre yo pasaba cuando tenía que llevarle el fiambre del almuerzo a mi papá. En ese estado seguí durante largos minutos hasta que volví a escuchar el piar lastimero de esa ave por el lado de la ventana. La oscuridad del cuarto concentraba aún más aquel chillido. Quise gritar pero no me salían las palabras, intenté abrir los ojos pero tampoco me obedecían; traté de rezar mentalmente pero las frases de las oraciones salían de forma desordenada o inconexa. Me refugié debajo de la sábana, enconchándome como un gusano sobre mi vientre. El calor se hizo un bochorno y sentí correr por mi espalda gotas de sudor. Imaginé que el Pollo de viento, venía esa noche por mí, y que no lo detendría nada. La garganta estaba seca y mi lengua era tan pegajosa como la leche de los plátanos recién cortados. El silencio se prolongaba de manera amenazante. El miedo fue mayor. Lamenté no tener al lado a mis perros Talismán y Desquite o sal de cocina, porque mi madre decía que era buena para alejar los espantos, lo mismo que los dientes de ajo. En esos pensamientos andaba, cuando otra vez el sonido del ave sonó amenazante en mis oídos. Parecía como si el Pollo de viento hubiera traspasado la pared de la casa y se hubiera metido en mi cuarto; un escalofrío atravesó mi ser. Estático y tembloroso esperé a que las garras de esa ave me raptaran como los gavilanes a los pollos pequeños, o que me llevara a su nido escondido entre las tupidas bejuqueras de la Zanja del Peñón, para sacarme el alma con su pico y dejarme para siempre como un alma en pena… Así estuve no sé cuánto tiempo, hasta que el cacareo de un gallo, diáfano y potente, alejó con su canto al pollo de viento que estuvo a punto de llevarme aquella noche.