Ilustración de Christian Schloe.

“Todo niño es un artista. El problema es cómo seguir
siendo artista una vez que se crece.”
Pablo Picasso

 

Uno es artista cuando niño porque nada escapa a la fuerza de la imaginación, porque todo parece vincularse sin preguntar razones o motivos, porque el juego contagia las relaciones, los descubrimientos, las horas del día o de la noche. Uno es artista cuando niño porque hay una magia que impregna nuestros dedos y todo lo que tocan se llena de un encantamiento, de un aura tan poderosa como para traspasar los límites de lo real o lo creíble. Un pedazo de madera puede ser un avión, una pistola, una lanza con poderes asombrosos, un barco venido de muy lejos; y una piedra, de esas que están abandonadas en el camino, puede recuperar la forma de una joya con poderes tan espléndidos como los que poseía la lámpara de Aladino. Uno es artista cuando niño porque las mismas palabras o los sonidos o los olores se juntan en coros inesperados: combinaciones de rimas, mezclas de sílabas, trabalenguas, retahílas, todo ello hace que cotidianamente se inventen universos o se elaboren conjuros para entrar en otros mundos. Uno es artista cuando niño porque el puente entre la vigilia y el sueño no tiene talanqueras o puertas divisorias; es fácil ser habitante de ambas realidades y, sin mayores obstáculos, se vive a plenitud en esas dos fronteras gelatinosas. Uno es artista cuando niño porque es crédulo, porque el umbral de la duda es aún muy pequeño, porque no tiene metido en el corazón la necesidad de la comprobación, de las evidencias justificadoras, porque confía en que hay bondad en los otros seres humanos y se está en un estado de gozosa inmortalidad…

Y únicamente los que no claudican a estos rasgos o a tales particularidades, son los que al pasar los años pueden seguir siendo artistas. Algo de valentía deben tener, mucho de fe en sí mismos, demasiada confianza en los dones personales y en los regalos de la vida, abundante entrega a sus ocupaciones… Tendrán que luchar para no sepultar a ese niño que se detiene en el vuelo de las aves o en los caminos que van dejando las hormigas, o en el recorrido lento de las últimas gotas de lluvia en las hojas; pelear con la sociedad en la que viven o con las demandas de su tiempo que les dirán a cada rato que no se ajustan a lo esperado, que padecen de cierta marginalidad, que eso son locuras y que ojalá pronto se pongan a hacer algo que realmente valga la pena. Y deberán, también, tener una fidelidad enorme a sus intuiciones, al mapa mudable de sus aventuras, a sus historias personalísimas, a sus devotas colecciones, a su museo infinito que cabe en una pequeña caja de bombones.  Si eso hacen tales personas, si no dejan perder la felicidad de entretenerse con las cosas más sencillas, seguramente el vigor de la niñez, los ojos admirados y la certeza íntima de crear, seguirán recorriendo y orientando todas sus acciones. Porque si dejan morir o perder al niño que hacía preguntas inauditas, que atravesaba con valentía los charcos de barro, que llenaba de voz y movimiento a los trastos desvencijados o que perseguía sin cesar el zig-zag de las mariposas, con toda seguridad ya no serán artistas, sino hombres y mujeres resignados a la seriedad de sobrevivir mientras les llega la hora de la muerte.