—Puedes empezar por las mejillas —dijo el viejo, señalando con el índice de su mano izquierda el rostro sonrosado de la joven.
La vieja alargó los dedos de la mano derecha con el fin de tocar aquella piel tersa, inmaculada, perfecta.
La joven que permanecía expectante, se echó un poco hacia atrás para protegerse del contacto de la anciana.
—¡En la cara no, os lo ruego! —exclamó con tono suplicante.
El viejo le hizo un gesto a la anciana para que se detuviera. La mujer se apoyó en su bastón y esperó las órdenes del hombre encanecido.
—Ya es tiempo… —repuso el viejo—, mirando el reloj de arena que sostenía en su mano derecha. Las alas en la espalda hicieron que la joven se fijara en la tonalidad de las plumas. Eran del mismo color de su cabello. El anciano, aunque estaba sentado en una piedra, parecía en actitud de levantar el vuelo.
—Unos años más, es lo único que os pido —volvió a insistir la joven, resguardándose involuntariamente en un manto de seda rosada.
El viejo notó que la mujer no traía puesto ningún calzado. Levantó la mirada y se detuvo en los ojos sorprendidos de la joven. Miró el cabello dorado y se recreó observando con detalle aquel rostro. Pensó que esa frente seguía extrañamente inmaculada, notó la límpida forma del mentón, los pequeños labios que jugaban armónicamente con la fina nariz, se extasió en el largo cuello y en la altivez de unos senos magníficos.
—No es posible, y tú lo sabes —agregó, poniendo en aquella respuesta un tono de soterrada piedad.
—Al menos que no sea en mi cara, por favor —insistió la joven.
El viejo se acomodó el manto azul que le cubría la entrepierna y observó cómo la menuda arena seguía cayendo hacia el fondo de la pequeña clepsidra. Levantó la mirada y, con el mismo dedo índice, incitó a la anciana a hacer la tarea que antes había detenido.
La vieja, apoyándose en su bastón, fue lentamente acercando su mano hasta la cara de la joven, quien volteó el rostro como si esquivara una caricia de alguien indeseado.
—Espera —dijo con voz ahogada la vieja.
La joven sintió la piel áspera de los dedos sobre su mejilla izquierda. Y a pesar del ambiente cálido de la cueva, percibió que esos dedos estaban fríos, que su carne era dura como las ramas secas de los olivares.
No fue sino un pequeño toque, casi un roce. Después la vieja bajó el brazo, se arregló la pañoleta en la cabeza y miró al viejo para tener de él la verificación de su mandato. El anciano no dijo nada, apenas con su mirada aprobó aquel fugaz contacto.
—Es hora de partir —exclamó el viejo, batiendo sus alas con una fuerza inusitada.
El anciano tomó su manto azul, dio unos pasos hacia la salida de la cueva y levantó el vuelo. Varias plumas fueron cayendo poco a poco sobre el piso. La vieja se agachó para tomar una de ellas y meterla en su morral de cuero.
La joven estaba conmocionada e impresionada por la escena. Inconscientemente con la mano izquierda se tocó la mejilla donde minutos antes habían estado aquellos dedos fríos y arenosos. Se sorprendió al sentir que su piel estaba intacta, límpida, sin marca alguna.
—Gracias, señora, gracias —dijo apresuradamente.
La vieja hizo caso omiso del cumplido. Después, con una seña de la misma mano derecha, se despidió de la joven, impulsando sus pasos con lentitud, siempre apoyada en su bastón.
La joven observó a la vieja alejarse, entrando a una arboleda en busca del meandro de un camino lejano. Le pareció que iba muy lento para alcanzar la meta que le esperaba.
La joven, en medio del asombro y la conmoción, sintió en su interior alegría. Volvió a acariciarse las mejillas, repasó su frente, tocó sus labios y deslizó la palma de su mano varias veces por su cuello. Estaba intacta.
Quizás el viejo se había condolido con su súplica o acató la sugerencia de no afectar su cara. Sintió curiosidad. Miró sus pies y seguían como siempre, levantó ligeramente el vestido verde musgo para apreciar sus piernas y descubrió que permanecían inmaculadas. Palpó sus senos. Se sintió feliz.
Dejó la cueva y quiso cuanto antes ir a refrescarse en una fuente. Recordó las alas del anciano, la barba blanca y aquella mirada que parecía adivinar los más secretos pensamientos. Lamentó no haber recogido alguna de esas plumas.
Con agilidad de gacela pasó entre piedras y raíces de árboles, caminó entre prados florecidos, corrió hasta el río y allí, en un remanso, se arrodilló para mirarse.
El reflejo del agua la dejó estupefacta: era la misma, pero se veía diferente.
Héctor dijo:
Que alegría me produce leer esta exquisita interpretación de la pintura de Pompeo, en ella puedo identificar los pasos que en ejercicios anteriores, el Maestro nos ha sugerido tener en cuenta si la aspiración es ser un buen hermeneuta. Partir desde una visualización intensiva resulta esencial, solo así podremos identificar cada unos de los signos de la composición, para luego proceder a indagar sobre el significado y la relación entre estos, de esta manera, será más fácil comprender y formular una interpretación creíble.
“El reflejo del agua la dejo estupefacta:era la misma, pero se veía diferente”. El apego a la belleza, representa una senda inútil para huirle a la muerte, ya que de no llegar esta tempranamente, el tiempo y la vejez inevitablemente harán presencia.
Fernando Vásquez Rodríguez dijo:
Héctor, gracias por tu comentario. Fraternal saludo.
LUIS CARLOS VILLAMIL JIMÉNEZ dijo:
Apreciado Ensayista:
Un escrito genial, detallado, enganchador. Ella era la misma pero no era, pero no era lo mismo..
Fernando Vásquez Rodríguez dijo:
Luis Carlos, gracias por tu comentario. Fraternal abrazo.