Cuando estoy deprimido tengo por costumbre visitar un bar que queda en la zona rosa de la ciudad donde vivo, “Paris 30”, se llama. Allí, en ese sitio, tal vez porque ya me conocen, me ubican en un cuarto de paredes azul marino con una mesa y una silla de estilo art decó blanquísimas. Creo que hay un pacto entre los meseros para que nadie me interrumpa, mientras me sirven en una pequeña copa mi licor predilecto, un Cointreau, que tiene en mí el mismo efecto del ajenjo. Es en esa habitación en que logro mermar mis estados supremos de ansiedad.
Casi siempre asisto hacia el final de la tarde. Cuando salgo tengo por costumbre ponerme mi saco verde billar, el cual uso como amuleto para mantener a raya los malos recuerdos; pido un taxi, cierro la puerta del apartamento y bajo al primer piso a esperar el automóvil de servicio público. A pesar de los trancones, por lo general llego pronto al lugar. Una vez dentro, un mesero conocido me da la bienvenida, repitiendo los gestos y las palabras de un ritual profano:
—¿Al reservado? —me pregunta con discreción.
Asiento con mi cabeza.
El mesero sigue delante de mí, indicándome la ruta para llegar al pequeño cuarto del segundo piso.
—¿Lo de siempre? —me pregunta con un tono de complicidad.
—Sí, gracias, Yaky —respondo, mientras tomo asiento en aquella silla que parece una copa con medio borde recortado.
A los pocos minutos llega el mesero trayéndome el licor transparente.
—Buen provecho —agrega, con un gesto y una voz de cortesía. Después sale del cuarto, pronunciando unas palabras que son como un mantra de ese lugar:
—Qué bueno tenerlo de nuevo con nosotros.
Sentado allí me entretengo a disfrutar mi licor. Las paredes azules parecen un mar que me circunda, y el techo un cielo limpio de nubes. La pieza no tiene bombillos, ni lámparas en las paredes, y supongo que traerán candelabros en la noche para iluminarla. Me gusta mirar el piso brillante de madera de la habitación. Son 24 listones, sin una mancha, perfectos. Cuando voy por la mitad de mi bebida es que empiezo a sentir la presencia del ojo enorme. Es la sensación de una fuerza, de una presencia omnisciente, intimidadora. Volteo la cabeza hacia la pared del lado norte, y me encuentro con ese ojo gigante que, si bien es una pintura, parece tan real como si fuera el ojo de un Polifemo náufrago. Conozco ese dibujo, pero casi siempre su presencia me resulta inesperada, sobrecogedora. Es un ojo que dirige hacía mí la mirada, a mí quien me atisba con su iris café. Lo que siento no deja de resultar contradictorio, porque si bien percibo esa energía de luz fiscalizadora, que no deja de ser intimidante, también tengo la evidencia de una presencia a quien le intereso. Mi sensación depresiva baja un poco y vuelvo a mi posición inicial. Mis pensamientos encallan en lo mismo: en el rostro ensangrentado de Angélica, en sus lágrimas infinitas y en la soledad que llevo a cuestas durante estos largos meses después de que ella me dejó con toda la culpa por ese hecho innombrable. Me quedo como alelado en mis recuerdos. Es entonces cuando percibo, al lado y un poco atrás de mi hombro derecho, la enorme oreja desplegaba en la pared. El rabillo del ojo percibe la formación del lóbulo, del pabellón y la concha en forma de laberinto. Esta es otra de las piezas decorativas de este cuarto. Sin cambiar mi posición, apuro la parte final de la copa y empiezo a hablar como si alguien me escuchara: “Yo no quería hacerlo, y menos a ti, pero a veces hay pedazos de uno mismo que no cuadran con la figura del rompecabezas; yo no quería provocarte dolor, y menos a alguien que me ofreció durante cuatro años tantas cosas llenas de felicidad; pero no siempre lo que uno quiere es lo que termina haciendo, esas son las marcas que vienen en los genes, el destino al que me condenó mi padre…”
Giro el rostro hacia la izquierda y veo a Yaki, parado a la entrada del cuarto. Su presencia es discreta. Nuestras miradas coinciden por unos segundos. Muevo mi cabeza de arriba abajo.
El mesero entiende mi gesto. Al poco tiempo regresa trayéndome una nueva copa. Recoge el cristal vacío, dejándome otra vez solo con mis pensamientos.
Muevo mi cuerpo para apreciar mejor lo que sobresale de la pared occidental de la habitación: La gran oreja. Uno de los atractivos de aquella pieza. Me sigue pareciendo muy innovadora esa decoración. Intuyo que el dueño o el creador de este ambiente es alguien que debe padecer estados depresivos como el mío, o que ha escuchado demasiadas historias de personas ansiosas o deprimidas o abandonadas por la buena fortuna. Porque, a quién se le ocurriría esta ambientación, sino a alguien necesitado de miramiento y compañía. Lentamente giro sobre la silla y vuelvo a mi estado de siempre: piernas cruzadas, un brazo sobre la mesa, y mi mirada puesta en el azul marino de la pared sur del cuarto.
Apuro el primer trago de la nueva copa y comprendo que lo de Angélica había sido un error involuntario, una de esas acciones marcadas por la fatalidad.
Cuánto añoro la voz de mi madre, cuánto sus manos consoladoras, cuánto sus ojos benignos. Pero ella se fue tres años antes que Angélica… Yo sé que a ella no le hubiera gustado nada de lo que hice, pero al menos habría tenido el reproche justo para empezar a purgar mi pecado. No sé, pero intuyo que mi madre ahora mismo está en la habitación por un temor y un aire de comprensión que parecen invadir el recinto. Puede que sea el efecto del Cointreau, que con sus 40 grados de alcohol reduce al mínimo las resonancias de mis culpas. Pero solo este triple seco me produce esta sensación, porque el vino me lleva a la locura.
—Eso, eso que me hiciste es imperdonable —recuerdo que me dijo Angélica, al momento en que uno de mis hermanos me sacó a la fuerza del apartamento de ella.
Volteo la cabeza hacia la derecha para quedar cerca del pabellón de la gran oreja decorativa. Bebo el último trago y comienzo a hablar en voz alta, como si estuviera repitiendo la rutina de la confesión de los viernes, en el colegio de los Hermanos donde estudié toda la vida… “Si al menos me hubieras dado tiempo para explicarte los motivos de ese hecho, Angélica, si hubieras intentado comprender que era una acción producto de mi deseo por ti, de los largos meses de ausencia de tu cuerpo; si en tu alma, que sé que es buena, hubieras tenido más caridad que amor, seguramente no me habrías puesto esa denuncia… Si comprendieras que hay marcas en nuestra forma de proceder de las que no somos responsables del todo, cicatrices que nos impulsan a actuar de una manera errada…, huellas que se convierten en un doloroso destino…”
Tal vez por el tono alto de mi voz, Yaki aparece de nuevo a la puerta de la habitación. Esta vez lo miro de reojo y, frotando los dedos índice y pulgar de mi mano derecha, le indico que me traiga la cuenta.
Aprovecho el tiempo de espera para beber las últimas gotas entre suaves y amargas de mi Cointreau. A los pocos minutos reaparece el mesero.
—Aquí tiene —dice—, extendiendo una bandejita de plata, con un pedazo de papel en el centro.
Saco el dinero de mi bolsillo y pago en efectivo.
—Como siempre, es un placer servirlo —agrega Yaki, abandonando el cuarto.
Me estoy sentado unos minutos más en aquella habitación. Luego me pongo de pie. La penumbra ya invade las paredes del cuarto: el ojo apenas se ve y la oreja resplandece tan solo en las formas más exteriores. En mi interior siento el deseo de decirles gracias. Bajo las escaleras del “Paris-30” que a esa hora está bastante concurrido. Salgo a la calle y empiezo a caminar. Las lámparas de los postes de luz hacen las veces de faros para volver a mi apartamento.
marta elena cifuentes arango dijo:
Muy buena interpretación de la obra de Robert Giusti. La descripción suave, tierna. Toca el alma. Gracias profesor Fernando
Fernando Vásquez Rodríguez dijo:
Marta Elena, gracias por tu comentario.