Para evitar que alguna fiera la devorara, la gacela tomó una drástica decisión: iba a deshacerse de sus enemigos mortales. Para ello le pidió ayuda a una cebra, con la cual siempre hacía su larga caminata en las migraciones. Luego de aquella conversación, la gacela empezó por tenderle una celada a la leona mediante un espeso matorral de bejucos venenosos. Allí se escondió estratégicamente para que cuando llegara la fiera, ella pudiera de un salto eludirla y la leona quedara presa entre las lianas emponzoñadas. Así lo hizo y allí quedó presa su primera amenaza. La gacela volvió a hablar con la cebra compañera de camino. Entre las dos conversaron sobre cómo deshacerse del guepardo, el animal más rápido de la pradera. A la gacela se le ocurrió que podía usar una profunda grieta que había visto en uno de sus paseos por el valle cubierto de pasto. Y hacía allá encaminó su plan: haciendo como si no hubiera visto a la manchada fiera ir lentamente tras de ella, apenas sintió que el guepardo empezaba su veloz carrera, la gacela dio un largo salto, zigzagueó entre el pastizal y con un súbito cambio de dirección hizo que el guepardo terminara desnucándose en el abismo previsto. Con la cebra, a la que ya consideraba su amiga, urdieron otras tantas artimañas para deshacerse del leopardo y una pareja de hienas. Después de todas esas estrategias para acabar con sus enemigos, la gacela se sintió segura. Ya no tendría depredadores a la vista. Ahora sí podía disfrutar a sus anchas del verde pasto de la sabana. Lo que no previó la gacela fue el ataque de su propia compañera de estratagemas. Una tarde, mientras pastaban juntas, la cebra sintió que la gacela se apropiaba de un pedazo de pasto que sentía como propio, y sin pensarlo mucho le mordió una pata. La gacela se apartó de un salto, tratando de minimizar el incidente; al fin de cuentas, era su amiga, y cómo no perdonarle ese súbito cambio de humor. Sin embargo, unos días después la agresión se repitió: pero esta vez el mordisco fue tan fuerte que la dejó renca. La gacela, en consecuencia, poco a poco empezó a quedarse relegada de su manada. La herida terminó infectándose. Casi al cumplir un mes del último y repentino ataque de la cebra, los buitres esparcieron los huesos de la gacela por la caliente pradera.