“Es vasta la alegría,
y fresca, y ruidosa;
pero cuando el dolor
abre sus alas,
se agita más la vida…”
Francisco Brines
(“Plaza en Venecia”)
Confesaba Francisco Brines que “la poesía que más le interesaba era la que hablaba de la vida, la que le hablaba de ese entrañable y extraño mundo”. Y amparado en esa premisa agregaba que el poema comunica “una inédita comprensión de la vida” a partir de la cual “se completa y enriquece nuestra experiencia de hombres”. La poesía, en consecuencia, hace que tengamos una comprensión “más ancha de la humanidad”. Desde esa perspectiva he vuelto a releer algunos poemas de Brines, como un acto de homenaje a su obra y, al mismo tiempo, para invitar a otros lectores a que conozcan y disfruten de este poeta fallecido el 20 de mayo de este año.
Comenzaré mi selección retomando un poema de su primer libro Las brasas (1960):
El visitante me abrazó, de nuevo
era la juventud que regresaba,
y se sentó conmigo. Un cansancio
venía de su boca, sus cabellos
traían polvo del camino, débil
luz en los ojos. Se contaba a sí mismo
las tristes cosas de su vida, casi
se repetía en él mi pobre vida.
Arropado en las sombras lo miraba.
La tarde abandonó la sala quieta
cuando partió. Me dije que fue grato
vivir con él (la juventud ya lejos),
que era una fiesta de alegría. Solo
volví a quedar cuando dejó la casa.
Vela el sillón la luna, y en la sala
se ven brillar los astros. Es un hombre
cansado de esperar, que tiene viejo
su torpe corazón, y que a los ojos
no le suben las lágrimas que siente.
Este poema no solo resulta original por la manera como Brines crea un escenario para que un viejo reciba la visita de su propia juventud, sino por ese ambiente de soledad que impregna el texto. Porque a veces, cuando “ya no nos suben las lágrimas que sentimos”, cuando “ya estamos cansados de esperar”, lo que nos queda –así sea por un fugaz momento– es la visita de los años juveniles que vivimos, aquellos tiempos en que la vida “era una fiesta de alegría”. Pero, pasada esa corta visita, ese abrazo alegre de lo que fuimos, volvemos a quedarnos solos, “arropados en las sombras”. Añadiría, además, que esa “juventud que regresa” y que viene con la tarde, trae en sus cabellos “polvo del camino”, porque es evocada desde un hombre que “tiene viejo su torpe corazón”.
Sigo con un poema de su libro Palabras a la oscuridad (1966), “Alguien baja el amor”:
Alguien baja el amor sobre los hombres,
los cubre de su gracia, y al hacerlo
cantan las aves, vuelan, las espumas
dejan el mar en las orillas, crecen
con un temblor las ramas, se desplazan
los astros en el cielo…
Mas el hombre
recibe el don, y misterioso mira
con lágrimas el mundo, la belleza
sobrevenida de la altura, sabe
que ha de sufrir su pérdida tan pronto
que el corazón se secará de oscuro
desconsuelo. Sin él, no sabe el cuerpo
para qué seguir vivo, y él desea
que le aloje aquel reino piadoso
donde el tiempo se ausenta, porque quiere
deshacer en la sombra sus sentidos.
Para Brines el amor es un “don” que proviene de lo alto y al descender sobre los hombres hace que ellos adquieran un nivel superior en sus sentidos; el amor es una “gracia” que dota de otra sensibilidad al ser humano, mediante la cual cobran sentido o movimiento todas las formas de la naturaleza, la vastedad de los astros. Sin embargo, y esa es la lección de vida del poema, ese don del amor está condenado a la “pérdida”; tal “belleza sobrevenida de la altura” no es algo que obedezca a la voluntad de los hombres; es una “gracia” y, por eso mismo, puede aparecer o desaparecer a pesar suyo. El poeta nos advierte que sin el amor el cuerpo “no sabe para qué seguir vivo”; y aboga, así sea con lágrimas, para ser un espacio donde se aloje ese “reino piadoso donde el tiempo se ausenta”. Los hombres anhelan ser habitados por el don del amor para “deshacer en la sombra sus sentidos”.
Continúo con otro texto lírico, esta vez del libro que me llevó al conocimiento de la obra de este poeta valenciano: Insistencias en Luzbel (1977). Se trata del poema “Palabras desde una pausa”.
El tiempo es un anciano que descansa.
El hombre mira el mundo cada día
con el fervor de aquel que se despide
de todo y de sí mismo. Y apresura
unas palabras rotas, más ardientes
que el mismo amor, y escucha los latidos
sordos y solos de su ser oscuro.
El quisiera crear un Dios eterno
que le pudiera amar, y así salvarle
ojos, dicha, secretos, la memoria
y este conocimiento del dolor.
Mas ese torpe anciano se levanta
para andar otra vez, no saber adónde,
sin ver el mar, oler las rosas rojas.
oír cantar los mirlos. Con su tacto
de hielo va en busca de más frío.
Y el hombre abandonado entra en su noche
para perder la carne y la memoria.
Se ausenta de su luz; y luego ingresa
sin rencor ni sonrisa en el olvido.
El tono del poema es reflexivo, es como una meditación o una confesión ensimismada. Es un poema sobre uno de los temas vertebrales de Francisco Brines: el tiempo. La asociación de que se vale el poeta es con un anciano que descansa, un anciano “torpe”; un anciano que no sabe “adónde” dirige sus pasos, que no huele las rosas, ni oye el cantar de los mirlos; un anciano de tacto frío que va en “busca de más frío”. Eso es el tiempo. Y en el otro extremo está el hombre, enfrentado al encuentro con ese anciano invidente para el mar, con se viejo indiferente al fervor de los seres humanos. El poeta nos hace ver que, a pesar de que el hombre intente crear un Dios eterno que lo salve de la desmemoria y el conocimiento del dolor, lo cierto es que entrará “sin rencor ni sonrisa en el olvido”. Perderemos “la carne y la memoria”, nos recuerda Brines, entraremos en la noche del tiempo; y esto es así, porque en el mismo hecho de vivir o al “mirar el mundo cada día” nos vamos despidiendo “de todo y de nosotros mismos”. Esa es nuestra condición de “ser seres oscuros” a quienes nos está negada la luz de la eternidad.
Concluyo esta mínima selección con un poema suelto, “El vaso quebrado”, recuperado en la antología Para quemar la noche (2010).
Hay veces en que el alma
se quiebra como un vaso.
Y antes de que se rompa
y muera (porque las cosas mueren
también), llénalo de agua
y bebe,
quiero decir que dejes
las palabras gastadas, bien lavadas,
en el fondo quebrado
de tu alma,
y que, si pueden, canten.
Este breve poema, si bien puede ser leído como un consejo sutil para los que escriben poesía, en el fondo es un mensaje de cómo aprender a vivir la vida en plenitud. La clave está en ese símil entre el alma y el vaso, en esa fragilidad de estas dos entidades. De allí Brines extrae una conclusión maravillosa: cuando se quiebre nuestra alma, en lugar de evitar tal fisura, lo mejor es apurar ese quebranto, beberlo a plenitud, para lograr que aquello que nos rompe nuestra esencia, sea “lavado” y, de esta manera, logre convertirse en otra cosa, en un canto o en testimonio liberador. No hay que permitir que mueran esas experiencias dolorosas, esas fracturas del alma, sin antes haberlas dejado reposar en nuestra conciencia, sin degustar lo que tienen de refrescante y melodiosa sabiduría.
Penelope dijo:
Hermoso homenaje al poeta. La vejez, el amor, el tiempo, las penas… Profundas las reflexiones a las que nos invita su poesía. Profunda tu lectura de esos bellos poemas. Gracias por invitarnos a detener el agitado sinsentido del momento presente, y degustar esas palabras tan magistralmente decantadas por la sabiduría de quien parece reflexionar sin prisa.
Fernando Vásquez Rodríguez dijo:
Apreciada Penélope, gracias por tu comentario. Brines escribió que “la poesía puede dejarnos más cerca de lo humano desconocido; es decir, más cerca de aquello que desconocemos de nosotros mismos”.