A Luz Helena le encantaba salir con Ruben Darío porque él era poeta. Pero no era un lírico de libros, sino de la vida cotidiana. Bien sea caminando o compartiendo un transporte público, comprando algo en una tienda o haciendo cola para pagar algún servicio público, Rubén Darío la sorprendía con su metáforas.
En cierta ocasión que estaban caminando al lado de una iglesia, al pasar por el parque contiguo, varias palomas salieron volando y fueron a posarse cerca al campanario. Rubén Darío, sin pensarlo mucho le comentó a Luz Helena:
—No basta con volar, hay que ir más alto para repicar esa libertad.
Luz Helena le agasajó la ocurrencia, a pesar de no entender muy bien aquellas palabras. Siguieron caminando unas cuadras más hasta llegar a una esquina en donde vendían unas obleas cuadradas que a Rubén Darío le encantaban. Mientras esperaban que la vendedora les entregara aquella golosina rellena de arequipe, el hombre miró a su amiga de tantos años. A él le gustaba aquella mujer, pero sabía también que ese era un amor imposible porque ella, según le había confesado, seguía aferrada al recuerdo de su primer novio. A pesar de tal impedimento, Rubén Darío no perdía oportunidad para seducirla. Luz Helena no oponía resistencia a aquellos cumplidos y optaba por reírse o poner cara de asombro con tales ocurrencias.
—Lo más dulce de ti se esconde entre dos fragilidades.
Luz Helena no tuvo tiempo para responder a aquel mensaje porque en ese momento estaba ocupada en recibir las dos obleas, mientras su amigo las pagaba. Una vez Rubén Darío recibió el cambio, volvieron caminando hacia el pequeño parque a buscar una silla de hierro que estuviera vacía. Se sentaron juntos, intercalando los mordiscos a las obleas con fragmentos de diálogo sobre cosas habituales, con poca trascendencia.
—¿Y tú siempre has hablado de esa manera?
—¿Cuál manera?
—Así, como hablan los poetas…
—¿Y cómo hablan los poetas?
—Pues, diciendo cosas sorprendentes…
—¿Raras?
—Sí, en parte… pero cosas hermosas, al fin y al cabo…
—Bueno, al menos te entretengo… Sirvo de payaso de compañía…
—No… me pareces ingenioso… Muy inteligente.
—Alguna cosita debía tener a mi favor…
Luz Helena soltó una carcajada. Mordió de nuevo la oblea. Un pedazo de arequipe se quedó adherido al labio superior y ella, inconscientemente, lo lamió con su lengua. Ruben Darío, aprovechó aquel gesto para lanzarle una de sus líneas improvisadas. Con la mano izquierda le tocó suavemente la pierna a la mujer, diciéndole.
—Tan dulce eres que tú misma te saboreas.
La mujer alargó su risa, echándose hacia atrás y celebrando aquel piropo. Algunas palomas estaban cerca de ellos, tratando de conseguir las migajas de las obleas.
—Mi querido Rubén Darío, eres incorregible…
Terminado el pequeño banquete los dos amigos tomaron rumbo hacia una de las avenidas cercanas. Como esa tarde Luz Helena tenía una cita médica, le había pedido a Rubén Darío que la acompañara. El amigo había aceptado hacerlo, a sabiendas de tener que pedir un permiso urgente en la agencia de publicidad donde trabajaba.
—Tú tan lindo, por acompañarme.
La mujer agarró de gancho al hombre. Rubén Darío olió el perfume de Luz Helena, un capricho de ella que competía con la fascinación por los zapatos.
—Rico en las tardes es que a uno lo abracen las flores.
Luz Helena se detuvo por un momento. Rubén Darío lo hizo también, guiándose por el mandato de aquel brazo. La mujer miró al amigo, esbozó una sonrisa y, empinándose un poco, le dio un beso en la mejilla. Rubén Darío sintió que el olor del perfume era más intenso.
—¿Sabe la brisa que sus caricias son tormento para la candela?
—Lo que yo sé es que vamos a llegar tarde —respondió Luz Helena—, tomando del brazo de nuevo a Rubén Darío e invitándolo a aligerar el paso.
Ya en el transporte público, por ser como las cuatro de la tarde, lograron encontrar una silla vacía. La mujer seguía agarrada al brazo del hombre. Luz Helena llevaba una falda corta que le hacía resaltar sus bellas piernas. Rubén Darío haciendo el gesto con sus manos de una cámara fotográfica le tomaba fotos imaginarias a su amiga.
—¿Te gustan?
El hombre dejó de fotografiarle las piernas, cambiando el recuadro manual de la cámara para enfocarlo hacia el rostro de la mujer. Luz Helena no paraba de sonreír, alisándose el cabello con ambas manos. Rubén Darío se extasió viendo el movimiento del cabello negro. Una parada súbita del bus hizo que desacomodara las manos para sostenerse de la baranda del asiento delantero.
—Ay, te van a salir corridas las fotografías —dijo mofándose Luz Helena.
—Como yo ya las tengo reveladas en mi cabeza…
Entre bromas siguieron su recorrido hasta llegar al centro médico en el que la mujer tenía la cita. Rubén Darío bajó primero para, haciendo un ademán de cortesía, recibir a la mujer.
—Caballeros así ya no quedan en este mundo —dijo Luz Helena—, fingiendo una displicencia de reina de belleza.
—Cuando llega la noche hay que arrodillarse, si uno quiere ver las estrellas.
Entraron al edificio, sacaron el turno y se sentaron a esperar que llamaran a la mujer. Luz Helena se sintió cómoda para interrogar a su amigo sobre una cuestión que la venía intrigando desde hacía unos meses.
—A ver, mi poeta, ¿y quién es la dueña de tu corazón?
Rubén Darío se detuvo en los flecos de la cartera de la mujer. Con los dedos los iba tocando como si fueran las teclas de un piano de cuero.
—¿Por qué me preguntas lo que ya sabes?
Luz Helena hizo como si no lo hubiera escuchado, reiterando su pregunta:
—¿Quién es, a ver, confiésate conmigo?
—¿Cómo puede el espejo pedirle a la luz que no lo mire?
Justo en el momento en que la mujer iba a agarrarle una oreja a su amigo, en señal de picardía y complicidad, en ese instante por el parlante se escuchó el número de cita de Luz Helena. Ella se levantó presurosa. Rubén Darío la divisó caminar de espaldas hacia el mostrador y sintió que otra vez estaba enamorándose de un imposible. A los pocos minutos volvió la mujer. Se sentó al lado del hombre.
—¿Me extrañaste?
—Desde antes de conocerte —respondió Rubén Darío—, poniendo un tono en su voz que parecía una declaración de esas que los dramatizados en televisión consideran un momento definitivo para dos amantes.
Luz Helena comprendió que aquellas palabras ya no tenían la juguetona forma de un cumplido, sino la fuerza de una confesión. Miró a su amigo con ternura y bajó el tono de voz para amortiguar el peso de cada una de sus palabras.
—Rubencito, tú sabes que valoro mucho tu amistad como para convertirla en otra cosa…
El hombre sintió que esa frase ya la había escuchado antes. Porque pasados dos meses, después de conocer a Luz Helena en un seminario sobre las nuevas tendencias publicitarias del milenio, y de haberse puesto varias citas para almorzar o ir a cine, él, envalentonado por el sabor del vino, se había animado a declararle un amor que venía enredándose en su corazón. Y esa vez, como ahora, la mujer declinó aquella invitación, pero con un tacto que salvaguardaba los lazos de la amistad.
—Es mejor no ir más allá, porque de pronto alguno de los dos sale lastimado después.
Rubén Darío guardó silencio por unos segundos. Enseguida, sacando fuerzas de aquella nueva derrota, extendió su brazo como si fuera una flecha y, luego, trayendo la mano hacia su pecho, lo golpeó con fuerza en señal de una herida mortal.
—¡Para qué puñales si ya tengo adentro clavada una espina!
Luz Helena volvió a sonreír. Su nombre se escuchó en el parlante, claro, completo, indicando además el consultorio. Se puso de pie, pero antes de ir hasta las escaleras, con su mano derecha le desordenó un poco el cabello a su amigo. Ese era un hábito suyo, cuando Rubén Darío insistía en ir más allá de la amistad.
—Ahora no se ponga a llorar, que voy y no demoro…
El hombre la vio alejarse. Era hermosa Luz Helena. El movimiento de las caderas, la forma de las piernas, el bamboleo del cabello, la pequeña cartera de flecos siguiendo el ritmo acompasado de los brazos, toda ella era una figura preciosa. Rubén Darío percibió que esa mujer era un paisaje que se iba de sus manos hasta desaparecer tras la pared que comunicaba con las escaleras. No era esta la primera vez que sufría esa sensación de pérdida, de abandono. Tal vez era mejor seguir así, “de lejos”, al menos de esa manera podría tener para él las palabras, la sonrisa, el perfume de Luz Helena. Se echó hacía atrás en la silla. En su mente construyó una respuesta a las últimas palabras dichas por Luz Helena. Puso las dos manos atrás de su cabeza a manera de almohada y cerró los ojos. Un reloj de aluminio ubicado en la pared del ala sur de la sala de espera señalaba las cinco en punto.
Alexander Orobio Montaño dijo:
Buenos días mi estimado escritor: Fernando Vásquez Rodríguez, espero que estés muy bien a pesar de la nueva realidad.
Fernando Vásquez Rodríguez dijo:
Alexander, gracias por tu comentario. Un cordial abrazo.
Héctor dijo:
La sensibilidad poética como instrumento de liberación espiritual; nos permite transformar lo insuperable -amor imposible- en manantial de creación y regocijo. Gracias maestro.
Fernando Vásquez Rodríguez dijo:
Estimado Héctor, gracias por tu comentario.