Ilustración de Arnold Lobel.

La falta de popularidad del rey Adolfo iba en aumento. Los súbditos se mostraban inconformes y decepcionados del “Melenudo sordo”, como le decían en los corrillos populares.

—Debes escuchar más a la gente —sentenció Hortensia, la leona consorte.

—Para eso tengo a los ministros —respondió el rey, mirándose una de las garras de su mano derecha.

—No es lo mismo —replicó la leona, saliendo a jugar con los cachorros.

Adolfo se quedó un tiempo pensando en la situación. Después llamó a su asistente, un mandril, para convocar a un consejo extraordinario de ministros. En la reunión les dijo que buena parte del bajo nivel de popularidad de su mandato se debía a que ellos no hacían bien su tarea.

—Ustedes no han escuchado a la gente —les repitió, más de una vez, con gesto severo y amenazador.

—Su majestad —contestó una hiena— hemos estado pendiente de ello, pero la gente es caprichosa y ninguna medida que tomamos les gusta.

—Sí, vuestra alteza, lo que dice la señora ministra, es totalmente cierto —corroboró un jabalí de largos colmillos—. Es muy difícil complacer a todo el mundo.

Antes de que hablara el rinoceronte, el ministro de defensa, el león sentenció con voz áspera:

—Desde mañana empezaremos una nueva campaña: “Diga ya lo que tiene para decir”. Que todos en la selva, en las praderas, en cualquier lugar de mi reino, sepan que yo, Adolfo, les doy la oportunidad de hablar y decir lo que les parezca de mi gobierno.

—Perdón, su majestad—intervino un buitre de cabeza rapada, que se desempeñaba como ministro de comunicaciones—. Eso puede ser contraproducente para nuestro gobierno. La gente dice cosas que no son ciertas o aprovechan la ocasión para expresar su resentimiento sobre medidas que usted ha tomado en el pasado…

—No me importa —repuso Adolfo, echando hacia atrás su melena, en un gesto arrogante.

—¿Y si la gente no quiere hablar? —preguntó el rinoceronte.

—Pues, se le hace firmar un papel donde conste que no quiso participar.

Terminada la reunión, los ministros salieron conversando pasito sobre la nueva medida de Adolfo y, aunque no estaban de acuerdo, sabían que tenían que obedecer.

Como era de esperarse las cosas no salieron como el rey esperaba. Fueron muchos los habitantes de la selva o de la pradera que asistieron a las asambleas locales para manifestar su descontento; cientos también los que acabaron firmando el papel y otros tantos, los más precavidos con las represalias posteriores, que se escondieron para no cumplir con aquella campaña de “participación democrática”, como la habían bautizado los amigos y partidarios de Adolfo.

Finalizado el encargo del rey, los resultados de popularidad seguían en declive. Un nuevo consejo de ministros fue convocado para informarle a Adolfo que, palabras más, palabras menos, la gente no estaba conforme con su mandato.

—Ustedes no hicieron bien la tarea —rugió amenazante—. Ustedes no están comprometidos con este gobierno.

Dicho esto, concluyó la reunión y se dirigió a un lugar apartado de la cueva que le servía de trono. Allí lo encontró Hortensia. La leona sabía que cuando Adolfo se retiraba a ese lugar era porque tenía algún asunto que lo atormentaba.

—¿Problemas? —preguntó Hortensia.

—No entiendo qué les pasa a mis súbditos —respondió Adolfo, sin mirarla.

—¿Y eso?

—Les doy la oportunidad de decir lo que piensan y no valoran ese acto de participación. ¡Quién los entiende!

La leona se echó al lado del león. Cambió el tono de su voz y, como si fuera un murmullo, le empezó a dar sus opiniones sobre el asunto.

—Tal vez no se trata de que ellos hablen, sino de escucharlos…

—¿Acaso no es lo mismo? —increpó rápido el león.

—No, mi querido esposo, no es lo mismo.

—¿Cuál es, según tú, la diferencia?

Hortensia adivinó que su marido no estaba de ánimo o no quería entenderla. Así que, prefirió cambiar la dirección de la charla y hablarle de otras cosas. Adolfo dejó que su pareja continuara hablando, pero seguía molesto y ensimismado hasta que la leona le mencionó una posible solución.

—¿Por qué no le pides consejo al viejo Ezequiel, tu padre? A lo mejor él sabe cómo solucionar este problema.

Aunque Adolfo no respondió, en su interior aceptó aquella sugerencia. Abandonó el lugar donde estaba y caminó hasta otro conjunto de rocas lejano en el que acostumbraba tenderse a descansar su padre. Efectivamente allí lo encontró. El viejo león se sorprendió al ver a su hijo.

—¿Qué ha pasado para que el poderoso rey se digne visitar a este viejo?

Adolfo sintió vergüenza e intentó expresar una disculpa burocrática:

—Muchos asuntos que atender… muchos.

Ezequiel miró a su hijo. Se notaba que los pocos años de gobierno le habían dejado marcas en la frente y unas ojeras oscuras, producto seguramente de sus constantes desvelos.

—¿Y qué te trae por estos parajes? —preguntó Ezequiel.

—¿Por qué la gente está siempre en mi contra, si hago lo mejor que puedo…? ¿Por qué a ti sí te querían tus súbditos?

—Porque yo me tomaba el tiempo para escucharlos.

—Eso es lo que hago…

—¿Qué?

—Escucharlos.

—¿Y qué has hecho para lograrlo?

—Pues, me ideé una campaña para que dijeran lo que desearan decir.

—Eso no se logra con campañas.

—Entonces, ¿cómo?

Ezequiel se acomodó mejor en su lecho de tierra. Asumió un tono cariñoso. Su mente rememoraba.

—Querido Adolfo, a lo mejor tu juventud te hace impetuoso e impaciente. A gobernar se aprende escuchando a la gente.

—Eso me dijiste recién empecé mi mandato.

—Aunque, por lo que veo, oyes, pero no escuchas…

Adolfo sintió que le hervía la sangre. Ezequiel se dio cuenta de aquel cambio de temperamento de su hijo y, de inmediato, puso una sonrisa adornando sus palabras.

—No te enfades querido Adolfo, son cosas que decimos los viejos… Sin embargo, y ya que viniste hasta acá, voy a confesarte las claves que fui poco a poco aprendiendo de la gente que gobernaba.

—¿Cuáles son esas claves? —interrumpió Adolfo, ansioso.

—El secreto está en aprender a escuchar a los mismos súbditos que uno gobierna.

—¿Cómo así?

—Por ejemplo, yo aprendí que tenía que ser como el búho para girar la cabeza y poder escuchar así las diversas posiciones de quienes dirigía. Me cuidé de no escuchar solo en una dirección. Descubrí, además, que debía ser como el elefante para no escuchar solo con las orejas, sino con todo el cuerpo, especialmente con mis manos y patas, y lograr así escudriñar las bajas frecuencias con que habla la gente. También tuve que aprender del murciélago, porque él me enseñó que para escuchar mejor lo recomendable era hacer preguntas adecuadas y oportunas a partir de lo que decían mis subordinados; que la clave estaba en develar lo que en verdad el otro quería decir, y para eso no bastaba con mover la cabeza de arriba abajo.  

Adolfo seguía el discurso de su padre y al mismo tiempo el vuelo de unos gallinazos en el cielo azul. Pensaba en los elefantes que prefirieron firmar aquel documento antes que confesar su inconformismo, y en las jirafas que, por lo que le contaron sus ministros, habían dicho en una de las asambleas que este gobierno era el peor de todas las épocas. Ezequiel se mantuvo firme en la enunciación de sus consejos:

—Aprendí de igual manera de las habilidades del pequeño zorro del desierto, con el fin de escuchar lo que está debajo de los mensajes enunciados por todos mis súbditos. Comprobé, entonces, que la riqueza de esos mensajes no estaba en la superficie, sino en las profundidades de sus intenciones. Hice mías las enseñanzas del conejo para escuchar a la distancia, porque los que gobernamos no solo hablan del presente, sino de angustias y temores provenientes de su pasado…

Adolfo oía a su padre con una mezcla de admiración y envidia. Por un momento se lamentó de no visitarlo más a menudo, pero luego justificó esas ausencias diciéndose que él era capaz de gobernar aquel reino sin andar consultando a cada rato al viejo Ezequiel.

—Y hasta de la humilde polilla supe aprender la agudeza para escuchar a mis propios contradictores, una sensibilidad especial para detectar los posibles errores de mis decisiones o evitar caer en las mismas fallas de todo poderoso.

—¿Así fue como lograste mantener tu popularidad? —interrumpió Adolfo, un poco molesto por aquel repertorio de consejos que él no conocía o se negaba a aceptar.

El viejo león miró a su hijo con cierta compasión. Notó que sus palabras no habían llegado al corazón de Adolfo. Bajó la mirada y se entretuvo oliscando la flor de un pequeño arbusto.

—Para mostrar el poder hay que usar la fuerza; pero para ganar autoridad hay que escuchar… la popularidad viene después.

Adolfo tomó esa frase como un cierre de la conversación. Se despidió de su padre y volvió caminando a su territorio. Varias ideas bullían en su cabeza. Pensó por un momento en cambiar su gabinete por algunos de esos animales de los que le había hablado su padre; imaginó conformar una consejería permanente de su gobierno con tales maestros de la escucha…, pero a sabiendas de que aquello resultaría complicado y tedioso, prefirió dejar las cosas como estaban. Cuando llegó a su guarida, Hortensia lo estaba esperando con gran interés.

—¿Cómo te fue con el viejo Ezequiel?

—Bien. Nada especial —contestó Adolfo, a sabiendas de que mentía—. Que con el tiempo la gente olvidará todo este repudio y se acostumbrará a la situación.

—¿Eso dijo?

—Sí, eso me comentó.

—Yo creo que no lo escuchaste bien —replicó Hortensia, poniendo en su voz un tono de franca decepción.

—¿Qué vas a saber tú, si ni siquiera estuviste allá con nosotros? —replicó el león molesto por el comentario.

—El viejo Ezequiel es recordado en estas tierras por dar sabios consejos —agregó la leona—. Consejos que, por lo demás, me han sido de gran utilidad…

Adolfo se sintió descubierto por Hortensia. Para salir de aquel embrollo, quiso concluir el diálogo con una frase que ya era una muletilla de su modo de gobernar:

—Digan lo que digan, yo por ahora soy el rey de esta selva.

Hortensia dejó a su marido con el eco de esas palabras en su boca. A manera de despedida le susurró al oído una frase que parecía un secreto amoroso:

—Un rey que no sabe escuchar…