El texto siguiente fue la lección doctoral que presenté, el 6 de abril de este año, en el contexto del Doctorado en Lenguaje y Cultura de la Universidad Pedagógica y Tecnológica de Colombia, dirigido por el doctor Donald Freddy Calderón Noguera. Al director mis sinceros agradecimientos por la invitación.

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El motivo que va a articular mis ideas es la figura del maestro y las condiciones necesarias para que su labor sea considerada de calidad. Me apoyaré en investigaciones que he realizado sobre este tópico (recogidas en mis libros Oficio de maestro (2000), Educar con maestría (2007) y El quehacer docente (2013); me nutriré también del saber práctico de los docentes, que he recuperado mediante diálogos e interacciones a lo largo de muchos años como formador de formadores; y, por supuesto, en mi propia experiencia como maestro en diferentes niveles educativos.

Empezaré con una primera tesis que servirá de base para mis posteriores reflexiones: Un maestro pone en comunión el pasado con el porvenir.

¿A qué me refiero con esta afirmación? En principio, a que el maestro es un mediador, un puente, un vínculo, entre la tradición y lo inédito, entre lo conocido y lo desconocido. De igual modo, a que el maestro retoma lo mejor de un legado cultural para luego catapultarlo hacia las manos de las nuevas generaciones para que allí germine. Y, por último, a que este oficio supone no sólo tener habilidades para leer el capital cultural acumulado, sino, además, contar con la suficiente creatividad para deletrear los escenarios inéditos, las necesidades incipientes, las demandas de un mundo apenas entrevisto. Todo esto es clave para no cometer el error que tantas veces señaló el educador brasileño Lauro de Oliveira Lima, el de “gastar tiempo y recursos formando a unos estudiantes para una sociedad que ya no existe”.

Ahora bien, si el maestro es un vínculo entre el pasado y el porvenir, ¿qué debería tener presente para que su labor sea de calidad? Propongo cinco condiciones o, si se prefiere, un quinteto de características que considero relevantes y necesarias.

Primera: contar con un deseo y una preocupación por entender comprensivamente el legado cultural que lo precede. Esto supone unas habilidades hermenéuticas que van más allá de la simple erudición o ser un replicante de información. Este pasado-recobrado (así como si tuviera el tono de Proust) es el que el maestro trae al presente y, con el cual, las nuevas generaciones leen o construyen el porvenir. Resalto, de una vez, las altas competencias en lectura crítica que deberían acompañar el quehacer del maestro y la necesidad de estar siempre estudiando, preparándose, actualizándose, investigando, con el fin de hallar nuevos lentes para comprender ese pasado cultural. Recuerdo en este momento lo que nos enseñó el filósofo Paul Ricoeur del ejercicio hermenéutico: tener, a la par, voluntad de escucha y voluntad de sospecha.

Segunda: poseer una buena dosis de imaginación, de inventiva, para prever la figura de lo que apenas asoma en el presente. Los maestros de calidad son propulsores de la innovación, de la posibilidad. Otros dirán que los maestros deben ser altamente creativos. De acuerdo. Pero lo que me interesa subrayar es que, si el maestro no logra renovar sus métodos, su didáctica, su manera de hacer clase, muy pocas serán las posibilidades de mantenerse vigente y ofrecer luces sobre lo que se avecina, sobre todo aquello que pudiéramos llamar el mundo por venir. Porque su pensamiento es flexible, porque su mente es cimbreante, el maestro es osado en las concepciones pedagógicas, en las maneras de enseñar, en el modo de evaluar o motivar a sus estudiantes.

Tercera: ser un excelente comunicador, en razón de su constante tarea de mediar saberes, relaciones, actividades, conflictos. Y no me refiero a su discurso oral, que sigue siendo vital para su trabajo, sino a toda la gama de elementos comunicativos que nos ha enseñado la proxémica y la kinésica contemporáneas. El maestro comunica con sus gestos, con su postura, con sus manos, con su mirada; todo en él enseña. El acto pedagógico es una puesta en signos. De allí, el origen de enseñar, de señalar o marcar para que otro siga esos signos: insignare. Las destrezas comunicativas del maestro, por lo demás, son fundamentales para crear o generar el vínculo pedagógico. Sin ellas, la tarea de enseñar sería meramente informativa, y sabemos que los maestros de calidad abogan por la formación. Porque tienen esas altísimas competencias comunicativas es que los maestros motivan, retroalimentan, explican, aconsejan, prevén, alientan, corrigen… en fin, crean un clima favorable para que sea posible el proceso de enseñanza aprendizaje.

Cuarta: poseer una capacidad para traducir conocimientos, para adaptar los saberes eruditos en conocimientos enseñables… Si el maestro es un puente entre diferentes acervos culturales debe ser capaz de transformar dicho legado en productos discursivos lo suficientemente claros y adaptados a las necesidades de quienes van a ser sus escuchas. Yves Chevallard ha llamado a esa habilidad de los maestros, la de la transposición didáctica. A mí me gusta relacionarla con una capacidad de leer al aprendiz para, de acuerdo a su edad, su estilo de aprendizaje y su contexto, lograr fabricar un artefacto de enseñanza ajustado y focalizado para tal fin. Los maestros de calidad producen ese nuevo conocimiento, lo fraguan cada vez que preparan sus clases y lo validan y convalidan cuando lo ponen en escena.

Quinta: ser un propiciador del diálogo de saberes, del debate, de la tertulia y el foro. Los maestros de calidad fomentan las hablas plurales, precisamente para que las informaciones del pasado sean revisadas, escrutadas, puestas en la perspectiva del presente. Los maestros de calidad logran que sus clases sean genuinos ambientes de la polifonía, ofrecen lecturas de diferente orientación, consideran que una educación problémica da mejores frutos que una pedagogía centrada solo en temas y en el monólogo del enseñante. Porque se considera un defensor del diálogo de saberes, el maestro reconoce que hay conocimientos previos que trae el estudiante y que es con ellos y con las voces de sus compañeros de salón, como debe construirse otro conocimiento más enriquecido, con variados matices y de una mayor cobertura.    

Proseguiré con una segunda tesis que enriquecerá mi primer planteamiento: la actividad docente se cualifica en la medida en que se la reflexiona y, especialmente, cuando se la investiga. Distingo por lo mismo, actividad de práctica; es decir, diferencio los quehaceres repetitivos o los ejercicios rutinarios de una acción reflexionada e intencionada. Esto supone, esencialmente, destinar tiempos del propio quehacer para revisarlo, analizarlo y comprenderlo con ojos críticos y evaluativos, al igual que una decidida y continuada pesquisa sobre lo que se hace habitualmente en clase.  La actividad docente se perfecciona sometiéndola al escrutinio investigativo, a la validación de las propuestas didácticas, a la experimentación acompañada de registros, a la búsqueda de soluciones de ciertos problemas o acuciantes preguntas que atraviesan el aula. De esta manera se va consolidando un saber pedagógico; es decir, una experiencia sistematizada, emanada y destilada desde la misma práctica.

Y al igual que en mi anterior tesis, deseo compartirles cinco condiciones o características de lo que considero un docente investigador.

Primera: tener un espíritu inquisitivo, cuestionador, para hacerse preguntas de manera permanente, para mantenerse en constante actitud de investigador sobre su propia práctica. Los docentes investigadores fomentan en sus estudiantes y en lo que hacen el espíritu de la sospecha, de poner entre paréntesis lo dado por hecho, de seguirle la pista a unos indicios. Esto implica una capacidad intelectual para moverse en la zona de las incertidumbres y no tanto en el lugar seguro de las certezas. El docente investigador saca provecho de sus errores, mantiene una actitud vigilante sobre lo que no funciona y, por ello, le otorga a la reflexión de su trabajo un rol fundamental. Reconoce que su oficio no está cabalmente terminado, que es siempre una práctica sometida a escrutinio y que entre más ve sus fisuras o sus problemas, mejor comprende su esencia, sus rasgos distintivos, su modo de instituirse como profesión social.

Segunda: poseer constancia y disposición para registrar los pormenores de dicha práctica. El docente investigador mantiene un trato cotidiano con la escritura. Y no me refiero únicamente a los aspectos de la redacción, sino a ese complejo proceso de escribir que incluye la producción y organización de las ideas, el trato con las palabras y la conciencia comunicativa de producir un texto pensando en un lector, en un público. El docente investigador ve en la escritura una aliada para acabar de reflexionar lo que hace; concibe cada registro como una estrategia para tomar distancia de su actuar y lograr con ello comprenderlo, dotarlo de sentido. Me gustan mucho los aportes que ha hecho el investigador Peter Woods en su libro titulado precisamente así: La escuela por dentro. La etnografía en la investigación educativa. Y me gusta porque, sin grandes requisitos de presupuesto o de la parafernalia de aparatos sofisticados, el autor muestra que los docentes pueden investigar sobre su quehacer cotidiano. Esa lección ya nos la había dado Lev Vygotsky al concebir el aula como una especie de laboratorio en la que se experimentan maneras de proceder, reacciones de los aprendices, análisis de los productos realizados, observaciones finas y detalladas de un proyecto. El ejercicio docente mejorará y será de calidad en la medida en que se tengan registros de lo que habitualmente hace el maestro y esto se logra, precisamente, usando esa herramienta que permite disociar el sujeto, objetivar la conciencia, que es la escritura.

Tercera: consolidar o reconocer un nicho de problemas en el que confluyen buena parte de las preguntas que rondan su quehacer docente. El docente investigador más que desear abarcar muchos temas, muchas asignaturas, tiene un campo eje de sus preocupaciones, un eje del cual se irradian sus interrogantes y hacia el cual confluyen muchas de las cosas que hace cotidianamente. No se investiga sobre todo ni se hace de manera extensiva; por el contrario, los docentes de calidad ahondan en una temática, son intensivos, saben delimitar su campo de interés, cierran el foco de sus cuestionamientos. Al tener ese centro temático o problémico será mucho más fácil hacer confluir la docencia con la investigación, y darle trayectoria a lo que se hace de manera discontinua en el aula. A manera de ejemplo y testimonio quisiera contarles cómo he ido construyendo un nicho alrededor de la lectura y la escritura. Pero para no alargarme demasiado me centraré en una rama de ese campo de interés investigativo, la escritura argumentativa, la escritura de ensayos. Todo empezó con las dificultades de mis estudiantes de maestría al momento de elaborar este tipo de textos. Los veía patinar, confundirse, llenarse de desánimo y, entonces, le seguí la pista a esas falencias o esos obstáculos que no les permitían lograr el objetivo de escribir un ensayo. No solo calificaba sus textos, sino que los analizaba con cuidado. Les empecé a hacer preguntas, muchas preguntas y cohorte tras cohorte fui diseñando materiales para ir respondiendo a sus dudas e interrogantes. Después de varios años de trasegar con el asunto saqué mi primer libro producto de tal averiguación. Se titula Pregúntele al ensayista. Esta es una obra concebida, precisamente, para ayudarle al estudiante a que pueda escribir un ensayo. Es un libro-tutor, un libro en el que recogí muchas de las inquietudes y buena parte de las alternativas que ideé para resolver tal problema. El libro contiene materiales que preparé especialmente para mis estudiantes, es decir, que los validé con ellos, enriqueciéndolos a partir de lo que veía que funcionaba o tenía mejores resultados. Pero, el asunto no terminó allí. Porque si uno tiene un nicho de investigación, esa pesquisa continúa. Diez años después publiqué un segundo libro que recogía mis descubrimientos y propuestas sobre la misma pregunta, ¿cómo escribir ensayos? La obra tiene como título: Las claves del ensayo. Nuevas preguntas, nuevas propuestas a otras dificultades, nuevas estrategias para enseñar a escribir este tipo de textos, llenan las páginas del libro. Alguno pensará que la pesquisa termina ahí; pues, no. Si ustedes leen mi blog se darán cuenta de que hay nuevos desarrollos conceptuales, nuevos materiales didácticos, nuevas respuestas a esta antigua pregunta que ha jalonado mi docencia, los cursos que imparto, las charlas que ofrezco, los textos que escribo. Seguramente en unos años publicaré un tercer libro sobre el mismo tema: la escritura de ensayos. Como puede verse, el docente cuando es investigador participa de ese continuum que lo obsesiona y ocupa gran parte de su tiempo.

Cuarta: estar dispuesto a formar equipo, a participar en redes, a salir del pequeño espacio de su aula para compartir y someter a la opinión de los demás colegas lo que hace o piensa, lo que investiga. El docente investigador no teme el juicio de pares porque reconoce que su profesión se nutre de diferentes puntos de vista, de otras voces que, como bien se sabe, contribuyen de manera definitiva a superar la perspectiva unidireccional por otra más plural, más polifónica o con diferentes puntos de vista. Cuánto se cualifica la profesión docente cuando se deja interpelar por colegas que con sus recomendaciones o sugerencias nos permiten ver asuntos o circunstancias inadvertidas porque, de tanto hacerlas, ya nos parecen conocidas o dominadas. El maestro investigador más que ver en sus pares enemigos o rivales, asume esa alteridad como uno de los pilares de lo que los sociólogos Peter Berger y Thomas Luckmann nos enseñaron, que el conocimiento se construye socialmente y que, entre más lo sometemos a prueba, sale más robustecido. Que el saber docente no es una verdad definitiva o incuestionable, sino una práctica que poco a poco va destilando sus rasgos positivos, pero, al mismo tiempo, dejando entrever algunas sombras de sus debilidades. Y que, por eso mismo, amerita seguir investigándose.

Quinta: asumir el compromiso de contribuir con sus pesquisas a mejorar la sociedad en que vive o de ofrecer alternativas a los problemas más acuciantes de su comunidad, de su región, de su contexto. El docente investigador sabe que su núcleo de trabajo es el aula, la institución donde trabaja, pero que su campo de radiación es más amplio: están los estudiantes, sus familias, el entorno donde gestan sus relaciones y su proyecto de vida. Este es un asunto vertebral de los docentes investigadores: el trabajo de investigación que lleva a cabo, los proyectos que dirige, las tareas de indagación que pone a sus estudiantes no son para cumplir un requisito formal o para mostrar alguna suficiencia académica; su alcance es mayor: aspira que con esas investigaciones se resuelva algún problema sensible de la comunidad, se descubran alternativas de solución a lo que parece irresoluble, se amplié el marco de comprensión de un problema o se logre una toma de conciencia personal que garantice un cambio de actitud o un modo diferente de comportarnos. Los docentes investigadores no asumen la postura pasiva de los que solo ven desde fuera los problemas y las dificultades, sino que se atreven a presentar sus resultados y sus conclusiones como una manera de ofrecer vías posibles o alternativas de solución. Sigo creyendo que muchas de las ideas de Paulo Freire sobre el compromiso del maestro siguen teniendo vigencia y tendríamos que abrir nuestras aulas para investigar sobre las problemáticas de la realidad.

Avanzaré ahora con mi tercera y última tesis: el maestro es un profesional de servicio, de servicio social. En eso se hermana con los médicos, las enfermeras, los psicólogos, las trabajadoras sociales y con otros profesionales que contribuyen de manera definitiva a mejorar la calidad de vida de las personas o a subsanar las heridas y las fracturas de ese sensible tejido que es toda sociedad. Otorgarle tal calificativo a la profesión del maestro es recuperar una distinción que lo dignifica y, al mismo tiempo, es devolverle su función social. Hay un voto de confianza –de altísima responsabilidad– que la comunidad le entrega al maestro y es el de crear o construir situaciones formativas para que las que nuevas generaciones se desarrollen física, intelectual y moralmente.

Derivadas de esta premisa, considero que un maestro de calidad debería tener otras cualidades que, para este caso, se asemejan a rasgos de carácter o atributos visibles de su personalidad.

Primera: tener sensibilidad social, o una capacidad para identificar o percibir las necesidades ajenas, en particular aquellas en las que sobresalen las carencias, las injusticias, las inequidades. Un maestro de calidad posee un alto sentido humanístico y, en esa medida, aboga por la dignidad de las personas independientemente de sus creencias o gustos particulares. Sin importar el tipo de asignaturas que impartan, los maestros de calidad reconocen que al frente tienen un ser humano en permanente desarrollo y por eso hablan más de formación que de simple información. Porque tienen sensibilidad social es que enaltecen su vocación de servicio y porque tienen sensibilidad social es que entregan buena parte de sus fuerzas para que otras personas superen sus debilidades emocionales, avancen en sus proyectos intelectuales, venzan algunos de sus miedos, vislumbren posibilidades de realizarse en algún oficio. La sensibilidad social también los hace abiertos a las necesidades de otros actores de la comunidad educativa como son los miembros del núcleo familiar. Un maestro de calidad participa y colabora en la formación integral de sus estudiantes.

Segunda: testimoniar con el ejemplo todo aquello que predica o recomienda en sus clases. Esta característica ha sido y sigue siendo uno de los puntos centrales de los grandes educadores. Es mediante el ejemplo como el maestro realmente persuade y convence de manera efectiva a sus aprendices; porque el ejemplo no solo señala un modo de ser o comportarse, sino que arrastra, convence, incita a los cambios de actitud de quienes se lidera o se dirige. Los maestros de calidad no son los que más parlotean o vociferan, sino aquellos que con sus acciones dan fe de lo que sus discursos anuncian. Me gusta explicar esta cualidad con una afirmación sentenciosa: se es maestro, porque primero se ha hecho la tarea. De otra parte, los maestros son referentes concretos de determinada profesión; en ellos las nuevas generaciones pueden tener puntos de orientación para elegir una carrera, tratar a sus semejantes o para mantener en firme una vocación que para la mayoría resulta inoficiosa. La forma como habla el maestro, el modo como se comporta, la vida familiar que lleva, el prestigio que tiene, todo ello constituye otro tipo de enseñanza, quizá no tan sonora como son sus clases, pero al final dejará profundas marcas en la mente y el corazón de sus estudiantes. Digámoslo fuerte: el testimonio rebasa lo estrictamente académico; también los maestros son ejemplo de vida.   

Tercera: mostrar o mantener una ética a toda prueba. Me refiero a asuntos como: ser justo en el modo de evaluar, honesto con sus responsabilidades, transparente en sus relaciones interpersonales, generador de confianza en sus pupilos… Los maestros de calidad procuran ser coherentes entre lo que dicen y lo que hacen. Esa coherencia es la garantía para ganar la autoridad, en el sentido del reconocimiento que los otros hacen de sus actos. Valga aquí recordar a Emile Durkheim: “La autoridad moral es la cualidad principal del educador porque es a través de la autoridad como simboliza que el deber es el deber”. Hoy más que nunca, en medio de una sociedad que ha vuelto la corrupción, la deshonestidad, la trampa y la mentira en asuntos baladís o que no ameritan ni siquiera la vergüenza, en este contexto es que el maestro de calidad debe enorgullecerse de ciertos valores que posee, de ciertas virtudes que pregona, de determinadas acciones que considera intolerables. Los maestros de calidad, hay que insistir en ello, contribuyen de manera definitiva a formar el carácter de otras personas; a templar sus pasiones, a aquilatar sus emociones, a poner la libertad frente al contrapeso de la responsabilidad; y si por un lado promulgan la defensa de los derechos, de igual modo, les enseñan a sus estudiantes el valor de los deberes. Pienso ahora en los aportes de la filósofa Victoria Camps en este punto; un libro suyo me sigue pareciendo un texto de lectura obligada para todos los maestros de calidad: Creer en la educación. De ella son estas palabras: “Nadie nace siendo respetuoso, tolerante o solidario; bien educado, en una palabra. Por ello la persona, a través de la educación, tiene que ir adquiriendo una especie de segunda naturaleza, una manera de ser específica, debe aprender todas aquellas virtudes o cualidades que la sociedad valora o, mejor dicho, que pensamos que la sociedad tendría que valorar. Aprender a tener juicio, discreción, saber dialogar y relacionarse, a ser valiente, a adquirir un sentido de la justicia, aprender a ser razonable y a contrarrestar el egoísmo. Aprender a gobernar sus emociones que, en principio, se manifiestan sin orden ni control. En conclusión, formar el carácter o educar es inculcar virtudes, inculcar hábitos y costumbres que ayuden a la persona a conducirse correctamente”.

Cuarta: ser prudente en su modo de actuar y, especialmente, en el hablar. Si la docencia es una profesión de servicio, mal haría el maestro en no tener moderación en lo que dice, en la forma como se expresa, en la manera en que hace una corrección o expone su punto de vista. La prudencia es el medio que usan los maestros de calidad para mantener el respeto, facilitar la convivencia y conservar intacta la dignidad de las personas. La prudencia, por lo demás, habla de un tacto especial que los educadores necesitan poseer, un espíritu de sutileza para sugerir sin agredir, aconsejar sin avasallar, llamar al orden sin parecer agresivos. Pero prudencia también en actuar con sensatez, no excederse en un castigo por una falta leve; ser discretos con lo que los estudiantes nos confiesan o comparten; ser previsivos, mesurados; no tomar medidas apresuradas, reactivas o sin consultas previas, o como tantas veces les digo a mis colegas de oficio, no decidir con el furor de la sangre caliente. La prudencia es la que nos evita a decir cosas en público que luego no sabremos bien cómo enmendar; la prudencia es la que nos lleva a elogiar en grupo y amonestar en privado; la prudencia es la que nos lleva a tener voluntad de contención para conocer el momento adecuado, la dosis justa, el tiempo de la oportunidad, el tiempo preciso, el Kairós, que es el tiempo más importante de cualquier proceso formativo. 

Quinta: asumirse como un defensor permanente del cuidado del otro. Pienso que la profesión de maestro nace de esa atención esmerada por otro ser, no necesariamente relacionado con nuestra familia o nuestra sangre; por un otro ajeno, extraño, que la relación pedagógica convierte en alguien conocido y familiar. En un ser fraternalmente significativo. Los maestros de calidad son guardianes de las denominadas éticas del cuidado. Les importan realmente sus estudiantes, les duelen sus problemas, les conmueven sus dificultades. Y por eso mismo, porque existe esa consideración por el otro, la docencia es una profesión del cuidado; es decir, de un esmerado celo por el desarrollo humano de otra persona. De allí que los maestros de calidad sean previsivos, protectores, diligentes; abundantes en gestos y palabras con aquel que se le dificulta aprender, o con ese otro que no sabe cómo entrar en relación con los demás. Si la docencia es una profesión de servicio lo es porque asistimos a otro ser humano en sus aciertos y sus dificultades, en sus debilidades y sus aspiraciones, en sus miedos y sus logros; en suma, porque acogemos y acompañamos a una persona con todas sus limitaciones y sus potencialidades. Y lo que convierte nuestro oficio en una profesión de servicio es que lo hacemos con agrado, con altas dosis de alegría y con un esmero que va más allá de la retribución salarial.

Hasta aquí mis reflexiones sobre la figura del maestro y una serie de características necesarias para que su labor sea de calidad. Espero haber dejado algunas ideas que sigan resonando en sus cabezas y fomenten el diálogo entre colegas. En últimas, el fin último de mi exposición ha sido llamar la atención sobre la persona del maestro, un profesional que, por la miopía de nuestras políticas públicas estatales y la pirámide invertida de nuestra actual escala de valores, ha sido subvalorado y puesto en un segundo plano, pero que en realidad desempeña un papel prioritario en la sociedad porque mantiene vivos los lazos de la convivencia y les ofrece diversos modos de esperanza a las nuevas generaciones.

Referencias

Emil Durkheim: Educación y sociología, Península, Barcelona, 1975.

Javier Gomá Lanzón: Imitación y experiencia, Taurus, Madrid, 2014.

Ken Bain: Lo que hacen los mejores profesores universitarios, Universidad de Valencia, 2006.

Lauro de Oliveira Lima: Mutaciones en educación según McLuhan, Hvmanitas, Buenos Aires, 1976.

Paul Ricoeur: Freud: una interpretación de la cultura, Siglo XXI, México, 1990.

Paulo Freire: Cartas a quien pretende enseñar, Siglo XXI, México, 2010.

Peter Berger y Thomas Luckmann: La construcción social de la realidad, Amorrortu, Buenos Aires, 2003.

Peter Woods: La escuela por dentro. La etnografía en la investigación educativa, Paidós, Barcelona, 1998.

Victoria Camps: Creer en la educación. La asignatura pendiente, Península, Barcelona, 2000.

Yves Chevallard: La transposición didáctica. Del saber sabio al saber enseñado, Aique, Buenos Aires, 1998.