Estas son algunas de las palabras que identifican lo que soy. Sirven de pistas para seguir el itinerario de mi historia vital, hablan de personas queridas, de objetos significativos, de lugares habitados. Son términos que, a pesar de los años, continúan resonando en mi memoria.
Arandú: Príncipe de la selva. Destruyó el “Kaitolé” con su pistola desintegradora. Radionovela que disfrutábamos con mi papá, en el radio Philips de tubos, a las seis de la tarde por Caracol. Me gustaba imaginarme aquellas aventuras de Arandú en la selva, esos peligros sorteados con su fiel amigo “Taholamba”. Esta radionovela competía con otra similar, Kalimán, el hombre increíble, y su pequeño compañero Solín. Los consejos de Kalimán aún mantienen su misterio: “El que domina la mente lo domina todo”. Al mediodía escuchábamos en la misma cadena Todelar, con devoción, los capítulos de “La ley contra el hampa”.
Barbisio: Marca de sombreros que usó mi papá a lo largo de su vida. Los últimos, que fueron regalos de su cumpleaños o navidad, se los compré en la carrera 7 con calle 12. Mi viejo los limpiaba con devoción y mantenía con ellos un cuidado que le otorgaban a esos sombreros otros años de utilidad. Mi mamá aún guarda uno, como símbolo de su marido ausente pero vivo en la terquedad de la memoria.
Capira: Tierra montañosa en donde nací. Lugar de piedras enormes y nubes misteriosas al amanecer. Terruño lleno de fruto y pájaros; cordillera interminable con quebradas y ríos majestuosos. Paraíso de mis juegos infantiles con olor a piña madura y mandarinos y naranjos y guayabos… Edén donde el viento y el sol dibujan y desdibujan paisajes multiformes.
Doré: grabador francés que me fascinó desde que contemplé sus “dibujos” en la Historia sagrada de san Juan Bosco. Al principio no sabía quién era el autor de esas imágenes, pero me entretenía de niño detallando a los ángeles y a todas esas figuras monumentales que ilustraban aquellas historias bíblicas. Años después logré conseguir, en la Librería Buchholz de la calle 59 con carrera 13, la edición de la Biblia con todos sus grabados, al igual que las obras que realizó para ilustrar El Quijote. Y quizá por esa predilección declarada por este artista, justo cuando cumplí mis 28 años, mis amigos de semestre de la carrera de literatura en la Universidad Javeriana (Natalia, Álvaro, Rodolfo y Germán) me regalaron –en gran formato– una edición de la Divina Comedia con los grabados de Doré, comprada en la librería Lerner.
Estudio: Herencia a la cual se referían mis padres y con la cual soñaban desde que yo era niño. El estudio era algo de gran valor para Custodio y María Catalina y por ese motivo despertaron en mí un compromiso sagrado hacia tal actividad. “Es lo único que le vamos a dejar”, eso decía mi viejo. Tan importante era el estudio para mi padre que me mandó a hacer una pequeña biblioteca en cedro; fue el primer mueble propio que tuve en mi niñez. Tal vez por eso, sumado a una curiosidad inagotable por conocer, mantengo con el estudio un vínculo de goce y no de obligación. Disfruto estudiar y por eso mismo he llevado un largo y cariñoso trato con los libros.
Ferrocarril: Cuaderno que usé en los primeros años de primaria y era utilizado para lograr una letra “imprenta” alineada y de gran pulcritud. Estos útiles se utilizaban para mejorar la caligrafía. La triple división en la que venían impresas las hojas de estos cuadernos dejaba al centro de cada división un renglón con una trama azul o gris que permitía graduar el tamaño de las letras fijando el límite para sus rasgos hacia arriba o hacia abajo. Los cuadernos ferrocarril “Ibérica” eran mis preferidos.
Grulla: Marca de zapatos inacabables. Mi papá me recomendaba el que no fuera a acabarlos jugando fútbol. Lo cierto es que estos zapatos, por más que yo los utilizaba infinitas veces para cobrar tiros directos en aquellos encuentros futbolísticos que terminaban cuando la noche inundaba la cancha, nunca se acababan. Apenas se iban pelando en la punta, como si debajo de su negro color, escondieran otra piel aún más resistente.
Hitachi: Marca del primer equipo de sonido que compré, fruto de mi primer trabajo en el periódico El Espectador. Este equipo de casetera y tocadiscos fue el animador de las fiestas de mi adolescencia y, por lo que recuerdo, tenía un lugar privilegiado en la habitación destinada a ser la sala. Lo sigo conservando, aún funciona, y aunque hayan pasado casi cincuenta años tiene en su sonido la magia de la juventud, ese tiempo en que las fiestas y los amigos eran una forma de exaltar la alegría de la vida.
Icopán: Panadería del barrio Ricaurte a donde me llevaba mi mamá, después de la entrega de calificaciones en la Primaria, para disfrutar de un enorme jugo de guanábana con una mantecada. Está situada arriba del Colegio San Gregorio Magno y más arriba aún del parque del barrio.Jeroglífico: Tipo de pasatiempo que enviaba a El Vespertino y que me permitió ganarme mis primeros pesos, aun siendo niño. Después logré seguir haciendo jeroglíficos en la sección “Pasatiempo” de la revista Carrusel de El Tiempo y a la par dibujaba jeroglíficos para la revista “Rompecráneos” y la revista “Pepazos” de editora Cinco. Para elaborar un jeroglífico se requiere no solo ingenio, sino habilidades para el dibujo. De alguna forma, desde esos años en los que combinaba los jeroglíficos con los crucigramas ando trajinando con los juegos del lenguaje.
Katty: Nombre que asumió mi madre al volverse una residente de muchos años en Bogotá. Ya no fue “Marujita”, que era el calificativo con que la reconocían sus familiares en Capira; ni María Catalina, como la llamaba su maestra Beatriz en la escuela rural de Capira. “Doña Katty” es el apelativo respetuoso que usan mis amigos y amigas para referirse a ella; y “Katyca” es el diminutivo cariñoso empleado por las personas que la sienten muy cercana o han saboreado las delicias culinarias elaboradas por sus manos.
Lectura: Práctica solitaria que empezó cuando mi padre traía del pueblo de San Juan de Rioseco las aventuras del periódico El Tiempo. Mi madre dice que yo leía esas viñetas aún sin saber leer. La lectura ha sido la actividad que ha ocupado más tiempo de mi vida y no pasa un solo día sin que husmee alguna página. Leyendo me levanto y leyendo me acuesto. Testigo de ello son mis libros que están al pie de la cama, en los pasadizos hacia las habitaciones, encima de la mesa del comedor, encaramados encima de mi escritorio. Soy muy feliz abandonándome a las incitaciones imaginativas provocadas por la lectura.
Magnolia: Nombre de mi profesora de segundo de primaria. Tenía las piernas más hermosas de todas las que un niño podía imaginarse. A ella le dibujé, con la pasión de los amores imposibles, paisajes con cisnes y lagos rodeados con una naturaleza multicolor. Objeto misterioso de mi deseo infantil.
Nicuro: Pequeño pez apanado que traía la señora Amalia del puerto de Cambao, y que de niño soñaba con que me compraran en la pequeña tienda de “El piñal”. Mi mamá los preparaba, y los prepara aún, sudados y son demasiado exquisitos si se acompañan con arepa de maíz peto. El mejor nicuro es el de subienda, decía mi papá; y hay que tener mucho cuidado cuando se los prepara porque sus espinas pueden producir heridas que se “inconan” con mucha facilidad. Nada sabe mejor que el nicuro al desayuno.
Ñoa: Nombre cariñoso de mi abuela Hermelinda. Manos acuciosas y protectoras. Cómplice de mis travesuras. Guardiana de mis secretos de infancia. Ñoa se sentaba en una silla a mirar las mulas y los arrieros que transitaban por el camino real que venía de “Lomalarga” y conducía hasta “El Piñal”. Guardaba su plata dentro de los “ameros” y cada vez que iba de vacaciones me regalaba uno o dos billetes, escondidos entre la piel seca del maíz. A ella le gustaba prepararme al final de la tarde un arroz atollado, cocinado en olla de barro, como mandan los cánones de Capira.Oeste: Género de cómics o de cine por el cual tengo una especial predilección. De niño alquilaba cuentos en una tienda de la carrera 28 con calle 11, en el barrio Ricaurte. “Red Ryder”, “Roy Rogers”, “El llanero solitario”, no solo me entretenían, sino que abonaron el camino para luego ir con mi papá al teatro San Jorge a ver “La Conquista del Oeste”, “Fuerte apache”, “El último pistolero” y todas esas cintas en las que la figura de John Wayne resaltaba en las enormes pantallas del teatro. Por no tener televisor, iba donde los papás de unos compañeros de colegio, los Garzón, a ver “Bonanza”. La diligencia, las peleas, los vaqueros, en ese micromundo de “La Ponderosa”.
Pólvora: Diversión que esperaba ansioso en las fechas navideñas y que aún, como adulto, sigo disfrutando con la misma fascinación de cuando era niño o adolescente. Me encantaban los volcanes y las rodachinas al igual que los helicópteros que subían al cielo como si fueran abejones de colores. Solo de joven pude echar voladores porque me habían advertido del tacto para saber cuándo soltar aquella caña con una mecha adentro. Era todo un júbilo danzar alrededor de las luces de los volcanes, encender mechas, raspar totes, tirar torpedos y huir o esconderse del súbito y azaroso recorrido de los marranitos pitadores.
Quaker: nombre de una lata de avena que, durante mi infancia, consumía en tetero y sigue siendo un alimento esencial a lo largo de mi vida. Las latas de avena Quaker venían con una llave especial pegada en la tapa superior y que permitía abrirlas mediante una pequeña pestaña dispuesta alrededor de la parte superior. Mi madre –según relata con orgullo– preparaba esa avena disuelta en leche, con canela y la empacaba en un biberón de vidrio Evenfló.
Ruso: Perro criollo, de pelo negro y con dos manchas cafés a la manera de cejas. Compañía de mi niñez solitaria en Bogotá. Gran cazador de ratones en la alta y espaciosa fábrica de jabones López. Compañía inseparable de mis aventuras entre canecas e cebo, cajas de jabón, bultos y piedras de carbón. Ruso fue mi competidor en aquellas carreras o circuitos saltando y bajando por las escaleras de un mezanine, que servía de oficinas a la fábrica donde mi papá trabajaba de celador y almacenista.Saúl: Nombre del primo que fue como mi hermano. El cómplice mayor. Mi iniciador en juegos y juegos de la sexualidad infantil. Buscador incansable de diabluras. Patrón del ocio y de la picardía. Se suicidó antes de cumplir los treinta años, con la misma capsulera de su padre; abajo de la casa de los Rodríguez, entre el chirriar fuerte de las guaduas y el canto alegre de los azulejos.
Trasteo: Evento que, por pertenecer a una familia desplazada por el bandolerismo, viví durante muchos años hasta que logramos conseguir un techo propio. Cada trasteo fue el modo como aprendí a conocer a Bogotá y sentir la experiencia socializadora del barrio. “Trastiarse” significaba amarrar y desamarrar muchas cajas, envolver el cristal y la losa en papel periódico, llevar intactos ciertos objetos con su halo de recuerdo y dudar –al estar empacando– si deshacerse o no de tantos “trastos viejos”. Cada trasteo me provocaba un doble sentimiento: de un lado, la tristeza de dejar lo habitado y las amistades cultivadas durante años y, de otro, la alegría de lo nuevo, de explorar en lo desconocido. Trasteo tiene en mi memoria impronta de inquilinato, de éxodo en el alma, de anhelo sucesivo del terruño perdido.
Ulises: Nombre de uno de los hermanos de mi mamá, papá de Saúl, con el cual pasé muchas vacaciones y del cual escuché historias de espantos y viajes transportando piña. A Ulises le decían “El lobo” porque le gustaba andar solo en las montañas de Capira, acompañado tan solo de Beatriz, su compañera de muchos años. Era hermoso escucharlo a él contar historias, sentado en su mecedora, mientras yo me extasiaba mirando las estrellas tendido en un costal en aquel corredor de cemento de la antigua casa de los Rodríguez.
Viruta: Embrollo de alambre que con la cera “Mansión” me esperaba los fines de semana. Virutiar era una forma de ayudar a los oficios de la casa. La viruta fueron los patines que nunca me regalaron y virutiar era una especie de esquís para deslizarme en la pista de madera de esas salas y esas alcobas tanto más amplias cuanto mermaban mis fuerzas. La mejor compañía para virutiar era la música bailable de la época: Los Hispanos, los Graduados, Los corraleros de Majagual.
Whisky: Licor que en mis fiestas juveniles se dejaba únicamente para ocasiones especiales. Si bien algunos de los invitados lo tomaban al inicio con hielo, una vez que la fiesta entraba en calor, lo consumían puro. Eran muy preciados en aquella época el “Sello negro” y el “Chivas”. Con el primer sueldo, cuando trabajé de joven en el periódico El Espectador, compré una botella de “Old Parr”, y la guardé durante un buen tiempo. Algunos años después viviendo en el barrio Quinta Paredes, con mis primos Héctor y Fabio, nos embriagamos tomando whisky “Ballantine’s”, oyendo la música de Julio Jaramillo: “Sé que con amargura recuerdas mi cariño y sé que te ha pesado tu infame proceder…”
Xanadú: Mansión en la que vivía Mandrake, el mago, una de las aventuras que leía con avidez los domingos, en el suplemento del periódico El Tiempo. Mandrake compartía sus aventuras al lado de Tarzán y el Fantasma que camina. Xanadú era un lugar situado en la cima de una montaña, con infinitas trampas para acceder a ella y que a mí me resultaba tan maravillosa como su nombre. Muchos años después, cuando conocí la poesía de Coleridge, descubrí que Kubla Khan, en otra Xanadú, había decretado construir la majestuosa y mágica “cúpula de placer soleada con cuevas de hielo”. Xanadú fue también el nombre de un palacio gótico, el del ciudadano Kane, la legendaria película de Orson Welles que vimos más de una vez con mis amigos del Externado de Colombia, Carlos Paz y Andrés Díaz.
Yaraguá: Nombre de un pasto de gran altura que está asociado a mi infancia, cuando de niño tenía que recorrer los potreros de La Laguna para ir a traer la leche de la finca de mi tío Cristóbal. Los pastizales cubrían gran parte de mi cuerpo y ocultaban el ganado cebú que me miraba con ojos escrutadores. Tengo en mi memoria vívida la imagen del movimiento del pasto yaraguá cuando el viento lo acariciaba acompasadamente, como si fueran las olas de un verdoso mar agitando rítmicamente sus aguas al pie de las montañas de Capira.Zorra: Animal nocturno que se robaba las gallinas de las casas campesinas de Capira. “Las agarra del pescuezo”, decían. Los perros del tío Antonio las perseguían hasta bien abajo de la casa paterna. Después, en la Cartilla Charry, justo en la letra “z” descubrí la escena de dicho animal robándose una gallina. En mis años de primaria en Bogotá me empezaron a gustar las fábulas –en las que abundaba la astuta zorra–, entre otras cosas porque los animales dibujados en aquellos textos tenían una directa relación con los que habían visto mis ojos cuando niño. Mijo, “cuando la zorra predica, no están seguros los pollos”, me advertía mi tía Beatriz frecuentemente al evaluar las buenas intenciones de personas poco fiables.
Nacha Coll dijo:
Hola Fernando! Qué interesante tu diccionario. Te cuento que he creado una página web donde todos pueden escribir sus propios diccionarios. Sería genial si pudieras subir estas y más entradas allí. https://bectionary.com/
Saludos!
Fernando Vásquez Rodríguez dijo:
Nacha, gracias por tu comentario He mirado tu proyecto y me ha parecido, además de interesante, una buena manera de compartir experiencias, vivencias, subjetividades. Pronto participaré en él.
JOSE GUSTAVO SERENO HERRERA dijo:
Fernando, muy bueno y completamente identificado con todas tus situaciones en especial el ejercicio con la viruta, gracias por estas remembranzas!
Fernando Vásquez Rodríguez dijo:
José Gustavo, gracias por tu comentario.
Carmenza dijo:
Estimado Fernando
Me encanta tu diccionario autobiográfico
Tantos recuerdos que se tejen, desde las palabras, y fundan la hermandad preciosa de las ausencias siempre presentes.
Habité contigo la presencia de mi viejo cuidando, con esmero, su Barbisio; siempre de los mismos dos colores: gris y café. Lo veo con su “cepillo de ropa”, de cerdas suaves, acariciarlo como el bien más preciado.
Llegar de su trabajo, las manos maltrechas por arrancarle a la tierra su latente suspiro para suplicar, con devoción, una buena cosecha sembrada en las tierras “arrendadas” al rico de la vereda cercana a nuestro pueblo. El sudor y el cansancio de una jornada dura, que siempre agradeció.
Y en la pequeña cocina lo esperaba el viejo radio de “tubos” que él encendía, con la ansiedad de niño, para invitar a sus hijos a escuchar las aventuras de Kalimán y de Arandú. Aquella cocina pequeña abrigada, por el embrujo de un silencio solemne, para que la imaginación visitara, con ansiedad, lo desconocido.
Sólo se escuchaban los movimientos sigilosos de mi mamá preparando la comida, con un cuidado lleno de amor y bendición.
La multiplicación de aquellos alimentos que, con sus dulces manos, se hacía abundante lo poco que guardaba la “despensa”. En ese juego de la imaginación y la tibieza del alimento, se entretejían sueños y esperanzas.
Cuántas cuadras recorridas con los zapatos “grulla” para ir a la Escuela de Niñas, de mi pueblo. Y como a ti, el consejo cotidiano de su cuidado.
La verdad, todavía hoy, no comprendo tanta recomendación…porque duraban muchísimo. Un ritual de cuidado era usar el “betún Cherry” y el paño suave que le “sacaba brillo”.
No sé si te pasó a ti, pero mis zapatos duraban más de un año escolar…
Fernando Vásquez Rodríguez dijo:
Estimada Carmenza, gracias por tu comentario. Hermosa tu resonancia. Subrayo esta hermandad en los recuerdos.
Johana Aldana dijo:
Excelente recopilación de términos que muestran tu vida. Como siempre enseñando con el ejemplo
Fernando Vásquez Rodríguez dijo:
Johana, gracias por tu comentario.
Luis Carlos Villamil J dijo:
Fernando: esperaba esta entrada en “Escribir y Pensar”, donde nos ofreces parte de tu actividad en el día a día: en la última tertulia del grupo CLEO, leiste como primicia algunas palabras de tu diccionario; ellas señalan la senda de tu vocación por la literatura; son los recuerdos gratos de una vida.
No conocía tus habilidades como dibujante. Felicitaciones.
Un abrazo,
Fernando Vásquez Rodríguez dijo:
Apreciado Luis Carlos, gracias por tu comentario.