Otro grupo de palabras en las que reconozco marcas de una historia personal, indicios de pasiones intelectuales consolidadas en el tiempo, filiaciones y vínculos con personas inolvidables. Cada término abre rutas de comprensión hacia mi niñez, mi juventud o mi entrada a la edad adulta, además de subrayar determinados incidentes significativos en mi trayectoria vital. 

Agüeitar: Verbo que escuché muchas veces en Capira para referirse al acto de acechar a la presa, llámese guatín o boruga. Se trataba de esperar escondido al animal de monte, trepado en un árbol frondoso, en medio de la oscuridad y atento al menor sonido de las hojas. Mi tío Ulises, al igual que Misael, el compañero de mi abuela Hermelinda, disfrutaban esta forma de conseguir aquella carne montaraz tan esquiva a los ojos como exquisita al paladar. También este verbo aludía a una forma de asesinar con escopeta a los enemigos, ocultándose en el follaje y usando una piedra o la horqueta de un árbol como mampuesto para afinar la puntería.

Beatriz: Tía política, gran cómplice de mis vacaciones en Capira. Yo siempre la llamé “Biatica” y mantuve por ella un cariño especial, mucho más cuando se suicidó Saúl, ese hijo ajeno que amó como propio. Esta mujer que había nacido en Cambao, llegó a la casa de los Rodríguez atraída por la pasión no correspondida hacia mi tío Ulises, sirvió de apoyo a las hijas de Eliseo y Hermelinda, asistió a la bonanza del cultivo de piña, vio partir a la mayoría de sus cuñados y cuñadas y fue una de las últimas habitantes de la casa paterna. Biatica salía a encontrarme hasta el “charco grande” cuando llegaba a visitarlos a comienzos de diciembre y se quedaba entre lágrimas cuando terminaban mis días de vacaciones. Tenía buena memoria, conocía historias secretas de su familia y de otras de la región, le gustaba el chocolate en las tardes y mantenía un diálogo cercano con Dios.

Crucigramas: Tipo de pasatiempos que empecé resolviendo por curiosidad y a los que, después de desentrañar su forma de composición, me dediqué a elaborarlos con disciplina, a tal punto que durante unos buenos años éstos y otras modalidades de “juegos de lenguaje” fueron una buena fuente de ingresos económicos. Los crucigramas más complejos (según don Gabriel Cano, que los resolvía a cabalidad) eran los de Conchita Montes en la revista La Codorniz.  Hacer crucigramas era un modo de ver las posibles combinatorias de las palabras, un ejercicio habitual con el diccionario y un reto a la creatividad y el ingenio. A Editora Cinco le ofrecía estas producciones, y con esta empresa sacamos adelante un proyecto como “Pepazos”. También fueron ellos los que compraron mi iniciativa de un Diccionario para crucigramistas, publicado años posteriores a mi vinculación como colaborador free lance.

Discos: Objetos valiosos y de profunda devoción en mi juventud. Eran el ingrediente más importante para las fiestas y una manera de goce solitario al amplificar sus melodías en las horas de ocio. Buena parte de esos discos o LP los compré en “Discos Bambuco” y la gran mayoría formaban parte del género de la música tropical. Todavía siguen en sus cubiertas y protegidos por las bolsas plásticas: La Billo’s, los Melódicos, El Supercombo los tropicales, Nelson y sus estrellas, Nelson Henríquez, Pastor López, Fruko y sus tesos, los 14 Cañonazos bailables, Celina y Reutilio, La Sonora Matancera, y muchos más de los Hermanos Zuleta, los Hermanos López, El Binomio de Oro, y otros tantos de Los Corraleros de Majagual, Alfredo Gutiérrez, Pacho Galán, Edmundo Arias. A las fiestas de amigos y familiares llegaba con los discos agarrados en un brazo y con mis primas de gancho (Nelly, Rubiela, Elsa, Nidia) en el otro. Cuántas noches de diversión y alegría celebrando en grupo uno de los éxitos de los Hermanos Flores: “La Bala”.

Enciclopedia: Fuente de consulta de las más importantes en los años 60 y 70. En los primeros años escolares sólo algunos de mis compañeros tenían la Enciclopedia Temática, otros soñaban con la Enciclopedia ilustrada Cumbre; con grandes esfuerzos de mis padres logré adquirir la Enciclopedia Combi Visual. Por los años en que cursaba bachillerato pude conseguir la Gran Enciclopedia del saber Universitas de Salvat. En los años que estudiaba mi carrera de literatura y después, cuando empecé a trabajar en la Universidad Javeriana, me gustaba ir a consultar en la biblioteca la Enciclopedia Universalis al igual que la Enciclopedia Universal Espasa-Calpe, daba gusto perderse entre esos 70 tomos de letra menuda con datos sorprendentes.

Freixas: Dibujante que admiré y busqué imitar desde muy joven, en particular cuando entré a trabajar en el periódico El Espectador y que se hizo más importante cuando empecé mis estudios de Diseño en la Universidad Nacional de Colombia. Emilio Freixas tenía un método de dibujo que consistía en láminas para imitar, yendo de las formas básicas hasta la progresiva inclusión de elementos más complejos. Tuve la suerte de que Inés de Montaño, Patricia Lozano y la esposa de don Guillermo Cano, Ana María, para mi grado de bachillerato me regalaran aquel voluminoso libro.  

Gurbia: Palabra que usaba mi padre cuando el hambre lo agobiaba. “Tener gurbia” era una especie de mantra para invocar el almuerzo o la comida. Hoy sé que ese término, deriva de la gurbia del carpintero, que sirve para desbastar la madera. Tal vez en este sentido, la gurbia carcome las tripas como esta especie de formón roe la madera.

Herbario: Tarea habitual en la materia de botánica que realicé con gran entusiasmo, entre otras cosas, porque me sentía a mis anchas recordando el mundo vegetal de mi infancia. Se trataba de armar un álbum con cartulinas negras y en sus diversas páginas se iban pegando o cosiendo diversos tipos de raíces, de hojas, de flores. Recuerdo un viaje relámpago a Capira para recolectar el material necesario; mi tía Beatriz me ayudó a secar las hojas seleccionadas con la plancha de carbón, poniéndoles encima papel periódico para que no se maltrataran. A cada página del álbum se le ponía como protector “papel araña”. Obtuve una muy alta calificación y mi herbario quedó como material de consulta en el salón de clase. 

Idaly: Nombre de la modista de mi madre, en el barrio Ricaurte. Tenía tres hijos: Carmen, Ivonne y Luis. Con Ivonne compartimos juegos, exploraciones adolescentes, y varias fiestas. La señora Idaly usaba lentes, hablaba como arrastrando las palabras y tenía una risa explosiva que llenaba el cuarto en el que trabajaba día y noche con su máquina Singer. Mi madre compraba los cortes y los paños en “Sedalana” y, luego, esta mujer –venida de Armero– le confecciona “sastres” y faldas semejantes a los modelos que ofrecía en unas revistas de moda de la época.

Juanito: Hijo de mi tía Dioselina que logró irse a los Estados Unidos muy joven a buscar suerte. Empezó como mesero en un restaurante alemán, después montó un pequeño supermercado y más tarde se dedicó a los negocios de finca raíz. Juanito lleva más de 50 años en los Estados Unidos, pero no por ello se ha desvinculado de la familia que mantiene en Colombia. Fue este primo el que me trajo mi primera grabadora y el que para una navidad sorprendió a mi familia con un pequeño televisor en blanco y negro. Con Juanito compartimos, además del cariño mutuo, muchas historias de los habitantes de Capira.   

Kimpres: Editorial que conocí cuando trabajaba como colaborador en piezas gráficas del CELAM y con la que tengo un vínculo emocional por más de 40 años. Originalmente se llamaba Litografía Guzmán Cortés, pero después adquirió el nombre con que sigue vigente. Yo le hice a Jaime Guzmán, el fundador de esta editorial, el logotipo de su empresa. Mi amistad con Jaime se hizo más intensa cuando empezamos a imprimir allá la revista Trocadero y, más tarde, al confiarle la impresión de mi primer libro como editor independiente: Pregúntele al ensayista. Editorial Kimpres, Don Jaime, su familia, tienen para mí el sentido de cómplices a toda prueba en proyectos esenciales de mi vida.Liceo Parroquial San Gregorio Magno: Colegio ubicado en el barrio Ricaurte de Bogotá en el que estudié mi primaria y parte de mi bachillerato. Tengo grabada la dirección de esa edificación de tres pisos: carrera 29 # 9-47. El rector que mantuvo altos estándares de calidad y tenía un trato cercano y frecuente con los padres de familia se llamaba Ronaldo Camacho Lara. Rememoro la severa disciplina, las izadas de bandera, las clases de educación física con el estricto profesor José Luis Pinto, y los recreos en los que teníamos partidos de fútbol con cáscaras de mango, en medio de otros compañeros que a la par jugaban basquetbol. Mi primera profesora en este colegio se llamaba Elvira Rey, el profesor admirable y director de curso de cuarto y quinto de primaria fue Luis Germán Soto, y uno de los más queridos, Daniel Rojas, lo tuve como director y profesor en primero de bachillerato; él me puso en contacto con autores como Maquiavelo y Rousseau y me inició en la magia poética del nadaísmo.

Merey: Ungüento que usaba mi padre para muchos tipos de afecciones e infecciones de la piel. Era un medicamento al que le tenía fe. Merey usaba cuando aparecía un hongo en alguna parte del cuerpo, Merey para las picaduras, Merey para las heridas que no cicatrizaban. Siempre, en la mesita de noche, mi Viejo guardaba la cajita Merey acompañada de otros fármacos irremplazables como la pomada Yodosalil y el ardiente Merthiolate.

El Niño: Apelativo familiar y cariñoso que usa mi madre y los más cercanos para llamarme. “El niño” hace alusión a cierto trato íntimo, cargado de ternura, pero es también una manera de congelar una etapa de mi vida para evitar el lento e inevitable paso del tiempo. Así tenga más de sesenta años, a los ojos amorosos de mi madre seguiré siendo “el nené” que arrulló en sus brazos y al que hay que proteger y mantenerle caliente su comida. Por lo demás, al nombrarme de esa manera, los que así me dicen, abren un espacio para el juego, la risa y la complicidad sin prevenciones.

Ñeque: Preciado animal de monte que durante mis vacaciones en Capira se convertía en motivo de historias de cacería. Uno de los acontecimientos organizados para mí consistía en crearme la expectativa de que mi tío Ulises iba a ir hasta “Caracolí” o “La Peña” a ver, si de pronto, le salía el ñeque. Partía hacia las cuatro de la tarde con dicha esperanza y, en muchas ocasiones, solo llegaba sediento y “cundido” de cadillos en los pantalones. A los dos o tres días volvía a intentar esta aventura. Si había suerte traía entre sus manos el ñeque muerto. Mientras contaba las peripecias de la cacería del animal, mi tía Beatriz ponía agua a calentar para enseguida pelarlo a mano limpia. Despresado el roedor se dejaba sazonando para comerlo frito al otro día, con arepa o patacones al desayuno. El ñeque frito era uno de los presentes que Beatriz y Ulises incluían en el “fiambre” para mis padres en Bogotá, junto a un costal en el que venían piñas, racimos de cachacos, limones, yucas y naranjas jugosas y dulces.

Ortografía: Práctica escolar que seguía con atención y a la cual los maestros del colegio San Gregorio Magno dedicaban tiempo y pedían textos específicos. Guardo mi libro de Ortografía pedagógica moderna de Nicolás Gaviria centrado en una propuesta analítica desde las raíces griegas y latinas. Este fue un aprendizaje que después de tantos años sigue fresco en mi memoria: por ejemplo, el prefijo “Ruber” y de esta raíz se derivaban términos como rubí, rubio, rubor, rúbrica. Me gustaba el reto de los dictados que ocupaban un momento ritualizado un día a la semana; el libro de portada verde que servía de referencia era el de Luis Jorge Wiesner: Dictados ortográficos. Desde esa época sé que la buena ortografía tiene que ver con la historia de las palabras y con el cuidado o aprecio que tengamos por ellas.

Plumilla: Técnica de dibujo que practiqué intensivamente en mis años de primaria y que, después, seguí usando para la producción de artes finales tanto de pasatiempos como de ilustraciones para el periódico El Espectador o de Editora Cinco. Entre mis reliquias estaba un portaplumas koh-i-noor alemán, que había comprado en “Instrumentarium”, de la calle 13 con carrera octava. Antes de usar las plumas era aconsejable quemarles la punta para que no fueran a abrirse. El blanco inmaculado de la cartulina durex era un buen escenario para que la pluma danzara esparciendo con precisión la tinta china.  

Querétaro: Primera ciudad mexicana que conocí, a propósito de la invitación que me hicieran como uno de los ponentes centrales del XIV Congreso Latinoamericano de Estudiantes de comunicación social, del 15 al 19 de septiembre de 2003. Mi ponencia se tituló “El cuerpo que escribe” y tuvo como línea medular de disertación el sentido del tatuaje. Querétaro y su cielo limpio de nubes, el abundante rojo colonial de sus edificaciones, el naranja encendido de su Templo de San Francisco de Asís, los arcos gigantes del acueducto elevado, el trato delicado de sus habitantes.

Rosario: Ciudad argentina a la que asistí por primera vez a presentar una ponencia internacional en el contexto del II Encuentro Internacional de Semiótica, en octubre de 1987. Mi ponencia se centró en la lectura del poema “Sonata” de Álvaro Mutis y se títuló: “La semiosis-hermenéutica una propuesta de crítica literaria”. En ese evento, además de participar con Armando Silva en la creación de la Sociedad Colombiana de Semiótica, conocí a una entrañable colega de Bahía Blanca, Graciela Maglia, con la que empezamos un diálogo que empezó en un parque hasta la madrugada y siguió después en Bogotá, cuando ella viajó para conquistar sus sueños académicos.

Semiótica: Asignatura que comencé a dictar en la carrera de comunicación social de la Universidad Javeriana y que luego focalicé al campo de los objetos, la vida cotidiana, el arte, el teatro, el cine, la poesía y la ciudad. La semiótica me permitió articular diversas inquietudes intelectuales con las ciencias sociales, además de ofrecerme un rigor lógico y un método para leer la cultura. La concreción de muchos años explicando los conceptos básicos de la semiótica –de la mano de Umberto Eco y Charles Sanders Peirce–, la dirección de trabajos de grado vinculados con aplicaciones de esta disciplina y mis investigaciones sobre los medios de comunicación y el consumo cultural fueron la base para mi segundo libro: La cultura como texto. Lectura, semiótica y educación.

Tute: Tipo de juego de la baraja española que disfrutaba con los trabajadores en Capira, una vez terminaban las extenuantes jornadas de cogida de café. También lo jugábamos con mi primo Saúl hasta que la pobre lumbre de las velas no dejaba ver bien las cartas. “Me acuso en bastos”, decía yo. “Buenos sus bastos”, contestaba él. Lo interesante era la suma al final, según los valores de las cartas: 11 para los ases, 10 para los treses, 4 para los reyes, 3 para los caballos, 2 para las sotas. Además de tute era común jugar “Caída libre” y “Burro”. Como a Beatriz no le gustaba que jugáramos con dinero, creamos con Saúl una variante: “Caída con pepas de maíz”.

Untarse de tiza: Cuadernillo de 45 páginas que, gracias al apoyo del jesuita y decano académico Joaquín Sánchez, se publicó de manera excepcional en el año 1993. Este fue el segundo número de la colección “El oficio de escribir”. En esta publicación fui coautor y editor. “Untarse de tiza” contenía varias reflexiones –de corte autobiográfico– sobre el oficio de la docencia de profesores de la Facultad de Comunicación de la Universidad Javeriana, entre ellos Gabriel Alba (Teorías de la comunicación III), Andrés Sicard (Taller de expresión gráfica I y II) y Manuel Vidal (Políticas de comunicación). Mi texto tenía como título “Desarmar el reloj, reconstruir el tiempo” y recogía mi experiencia como profesor de la materia de semiótica que dicté durante varios años en el tercero y el quinto semestre.

Viejo Topo: Revista española que leía asiduamente hacia finales de los años 70. Gracias a esta publicación hecha en Barcelona y dirigida por Francisco Arroyo me empecé a familiarizar con los textos de Michel Foucault, Fernando Savater, Miguel Riera, Juan Goytisolo, Román Gubern, Eduardo Galeano, Félix Guattari y muchos herederos del pensamiento crítico con espíritu marxista. “Un viejo topo, metáfora de subversión y experiencia. Paulatina excavación de galerías subterráneas, lenta y minuciosa destrucción de los cimientos de una sociedad absurda”, declaraba en su primer número.

Wainer: Editor mexicano de revistas que visitó a Colombia por un tiempo, vinculándose a Greco y a Editora Cinco. Por mi trabajo como creador de pasatiempos para aquella empresa tuve la oportunidad de conversar largas horas con él y, poco a poco, construimos una amistad que, al volver a su patria, se continúo a través de cartas. Me ofreció trabajo en la Promotora Chapultepec, pero pesaron más mis responsabilidades con mis padres que dicha oportunidad laboral. León Wainer me ayudó enormemente a madurar varias de mis inquietudes políticas cuando tenía mis 25 años, fue un lector atento de mis primeras producciones literarias y sirvió de ayuda sapiente para aclarar algunas de mis decisiones vitales de esos años.     

Taya X: Serpiente venenosa que temían mucho los campesinos de Capira. La “taya X” se “enchipaba” a los pies de las matas viejas de plátano, o se mimetizaba con las hojas secas de los árboles. Yo vi de niño cómo mi tío Ulises mató varias con su machete y de él supe que por su tinte marrón resultaba fácil confundirla con el color terroso de los caminos. Misael, el compañero de mi abuela Hermelinda, la llamaba “cuatro narices” y otros jornaleros la distinguían como “la pudridora”. En Capira y otras veredas aledañas se tenía la creencia de que si se fumaba chicote, ese olor espantaba a la mapaná.

Yo-yo: Juguete que, en la década del 70, era el furor en los colegios, las casas y los parques. No había persona que no realizara “el perrito mordelón”, “el columpio”, “el dormilón”, “la vuelta al mundo”. Bastaban dos tapas de plástico y una piola –semejante a la usada en los lances del trompo– para crear pequeñas competiciones en grupo. La mayor aspiración de todos los aficionados a esta entretención era conseguir uno yo-yo profesional, el Russell de tapas rojas de Coca-Cola.

Zurriago: Palo con una delgada correa de cuero que servía de bastón, de látigo para arrear las mulas y de recurso para espantar los perros.  Se elaboraba generalmente de una madera dura como el guayacán o chicalá y el hueco por donde pasaba la correa se hacía con un chuzo de hierro caliente. Este perrero formaba parte, junto a la peinilla, del atuendo común de todos los habitantes de Capira y, en muchas ocasiones, los papás lo usaban para zurrar a sus hijos. En mi casa hay dos: uno que le regaló mi tía Beatriz a mi madre, recién supo de su cojera por la artrosis degenerativa; y otro, que mi tío Ulises me dio como herencia de sus posesiones más queridas.