Una vez Saturno terminó el litigio sobre la paternidad de “Hombre” y abandonó la sala de audiencias, Custos quedó con cierta tristeza por no haber sido él quien le hubiera puesto el nombre a su obra de barro. Había pensado en denominar a su criatura Adán, porque le gustaba el color de su piel rojiza. También había imaginado otros nombres como “Blandito” porque la criatura cedía muy fácilmente a la presión de sus manos. En todo caso, aceptando el veredicto de Saturno decidió asumir la responsabilidad que el viejo dios le había asignado: “Tenlo contigo todo el tiempo que viva”.

Pero no fue nada fácil para Custos cumplir con ese mandato. “Hombre” lloraba día y noche. Sus manos se agitaban frenéticas y nada parecía calmarlo: de poco servían los brazos fuertes que lo llevaban de un lado para otro, la voz recia que lo invitaba a serenarse, la soledad en que por momentos permanecía.  Custos se vio agobiado por la tarea.

Así pasaron varios días. Pero una mañana, impulsado por las inquietudes o la impotencia, Custos decidió ir hasta el Monte Capitolino para visitar de nuevo a Saturno.

—No sé si podré cumplir con tu cometido —le dijo Custos a Saturno, apenas tomó asiento.

—¿Por qué? —le respondió el dios—, poniendo el reloj de arena al lado de su trono.

—Esto de estar pendiente de “Hombre” es una tarea nada fácil de cumplir.

Saturno escuchaba a Custos con mucha atención.

—No sabe, dios de dioses, lo que han sido para mí estos días. No he podido dormir con tranquilidad.

—¿Por qué? —interrumpió Saturno—, volviendo a coger el reloj de arena con una de sus manos.

—“Hombre” es caprichoso, varía su estado de ánimo y grita a toda hora. “Hombre” es un ser que llora y chilla como si no tuviera otra manera de expresarse…

—Recuerda que su esencia es frágil —lo interrumpió Saturno.

—Sí, lo sé. Pero nunca antes había tenido a mi cargo este tipo de criaturas. Nunca alguien había demandado tanto de mí.

—¿Pero no te parece gratificante dicha tarea?

—De alguna forma, aunque han sido más mis fracasos que mis logros.

Custos bajó la mirada y se detuvo a observar sus manos.

—Es que hasta estas manos ya no me sirven.

—¿Por qué? —volvió a interrumpirlo Saturno.

—Pues no sabía que ellas fueran tan fuertes, tan agresivas, tan violentas.

—¿Y por qué no dejas de ver tu incapacidad y empiezas a observar a la criatura? —lo interrumpió Saturno, usando el tono sentencioso de un padre.

—Me siento esclavo de lo mismo que creé—, dijo Custos de manera impulsiva y como librándose de una angustia que le apretaba el pecho.

—Modelar casualmente una criatura es más fácil que mantenerla con vida.

—¿Y si se la entregamos a Gea, seguramente ella se sentirá complacida y le resultará más fácil atender a la criatura? —replicó Custos, como última alternativa a sus preocupaciones.

—A Gea le corresponde no el desarrollo de esa vida, sino su término.

—Tengo miedo de fallar.

Saturno permaneció en silencio. Custos entendió que el diálogo con el gran dios había llegado a su fin. Hizo un gesto de agradecimiento y, meditando en las palabras de la divinidad barbada, empezó a descender del monte celeste.

Antes de llegar a su casa escuchó el llanto de la criatura. Todo parecía seguir igual que cuando se fue a visitar a Saturno. A pesar de los lloriqueos entró al dormitorio, se arrodilló al pie del pequeño ser y, haciendo un esfuerzo para serenarse, empezó a prestar mucha atención a lo que hacía “Hombre”. Se dedicó a observar y analizar a esa criatura hasta descubrir cosas sorprendentes en el reciente ser: primero supo que el niño tenía unas vellosidades diminutas en cada una de sus orejas; también notó que el color de sus ojos cambiaba según los momentos del día. Todo eso descubrió Custos, producto de su atención continuada. Otra cosa que percibió fue que “Hombre” lanzaba los gritos con diferentes frecuencias y con variados tonos.

Fruto de sus observaciones, Custos optó por no zarandear demasiado a la criatura. Ya no la agarraba de cualquier manera y se impuso, por regla, tocarla siempre después de haberse lavado las manos. Además, se propuso descifrar por qué aquel ser emitía tales gritos. Como consecuencia de su pesquisa descubrió que los gritos dependían de la necesidad de alimento y de la urgencia de su presencia al lado de la criatura. “Hombre” reclamaba con sus gritos la figura de su gestor. Eso lo descubrió Custos y empezó a ensayar turnos de guardia con diferentes regularidades. De igual manera resultó provechoso adecuar un lecho más suave para “Hombre”. Cambiar la dura madera y las burdas mantas por la paja y un puñado de plumas de ganso hicieron que ese pequeño ser conciliara por momentos el sueño.

También fue grato comprobar cómo los gritos cesaban cuando Custos se acercaba a “Hombre”, le mostraba una sonrisa y fijaba su mirada en los grandes ojos del niño de barro. También se dio cuenta de que los gritos mermaban si Custos le hablaba a la criatura muy suavecito, con palabras parecidas a un murmullo. Y supo que era suficiente un poco de leche de una de sus cabras para apaciguar los llamados estridentes.

Aunque el llanto y del malestar de la criatura no desaparecieron por completo, Custos sintió que había tenido un leve avance. Pero las dudas seguían mortificándolo. Así que, volvió a encaminarse hacia el monte Capitolino en busca de Saturno.

El viejo dios lo atendió con ojos escrutadores.

—¿Cómo va mi solicitud?

—Mejor, pero sigo temeroso de saber si estoy haciendo lo correcto.

—¿Seguiste mi consejo?

— Eso intenté —respondió Custos con algo de temor.

—¿Qué hiciste?

—Tuve que afinar mis manos, volverlas más sutiles, más tersas, para que pudieran al menos acariciar a “Hombre” sin que él se resintiera y lanzara alguno de sus agudos gritos.

Saturno seguía con atención el testimonio de Custos. Guardaba silencio, pero se mantenía con un gesto de sumo interés.

—Y además aprendí —continuó Custos— a suavizar mi voz. Ahora no hablo con tanta fuerza, sino que para apaciguar los gritos de “Hombre” volví mi torrente de voz en un murmullo, casi en un rumor tan fino y tan imperceptible como una brisa del atardecer.

—¿No te parece que en eso consiste, precisamente, tu tarea? —dijo Saturno—, echándose hacia atrás de su trono, no sin antes tomar con su mano izquierda la hoz segadora.

—Pero no sé descifrar los sonidos balbucientes de su voz, ni entender sus gestos…

Custos hizo una pausa. Levantó su mirada hacia Saturno y puso en sus palabras un tono de súplica:

—¿Y así será siempre?

—Mientras palpite la sangre en su cuerpo —respondió Saturno con un tono de sutil mandato.

La luz iridiscente de los ojos de Saturno se encontró con la mirada de Custos. Tal encuentro ocular fue como una revelación para el moldeador de la criatura de llanto inconsolable. Observó con más detalle al dios barbado y lo vio, a pesar de los años, aún majestuoso, sosteniendo en una mano el reloj de arena y, en la otra, la hoz brillante. Después se incorporó del pequeño asiento en donde había estado y, agradeciéndole a Saturno su tiempo y su disposición para escucharlo, abandonó el monte Capitolino con una idea en la cabeza y un propósito en su corazón.

—Se requiere más fuerza para atender al débil que al poderoso —dijo para sí.

Apresuró el paso porque sintió como un llamado dentro de su pecho o le pareció oír el grito desamparado de aquella criatura en la distancia.