Es sabido que la escritura no solo es un instrumento para relacionarnos con los demás, sino también una poderosa mediación para transformar el pensamiento. Cuando escribimos nos comunicamos con otros, pero, de igual manera, entramos en relación con nuestra mente. De esta última utilidad de la escritura es que deseo hablar en los párrafos siguientes.
Es probable que no nos percatemos de las operaciones cognitivas que suceden cuando escribimos. Tal vez no advirtamos lo que la escritura le ha permitido a nuestro cerebro. Walter Ong decía que al escribir objetivamos el pensamiento; lo podemos ver y, al hacerlo, logramos tomar distancia de nuestras ideas, comprenderlas, darnos cuenta de sus entretelas, apreciar su forma de manifestarse. Y sabemos que esa propiedad de la escritura fue clave para que se desarrollara el análisis, la argumentación, el pensamiento lógico. De allí que sea tan útil echar mano de la escritura cuando se quiera mejorar nuestra forma de pensar. Ella misma ayudará a percatarnos de las falencias, las incoherencias, o la consistencia de nuestras ideas. Al ver lo que produce nuestro cerebro, al tener la evidencia de ese producto, la escritura se convierte en una herramienta muy eficaz para evaluar o sopesar el alcance o limitación de nuestras ideas; se transforma en un yunque que contribuye a “templar” o “pulir” las operaciones intelectivas. Cuanto más escribimos mejor cuenta nos daremos de la vaguedad de lo que expresamos, de su poca ilación o de nuestra incapacidad para darle extensión y consistencia a una opinión, un juicio o una propuesta. Tal constatación se convierte en una poderosa auditoría sobre nuestro tipo de pensamiento; es decir, logramos constatar si está plagado de lugares comunes, de limitadas y conocidas razones o si, por el contrario, tiene motivos suficientes para volar alto y decir cosas novedosas o dignas de interés.
Pero, además, cuando nos adentramos en la escritura descubrimos que ella misma nos exige ejercitar otros recursos cognitivos, otras operaciones reflexivas a las que no estamos habituados o que hemos descuidado: inferir, relacionar, hacer conjeturas, argumentar, sacar conclusiones, disociar, estructurar, hacer síntesis. Todo ello se pone en movimiento cuando escribimos. Consignamos una idea y, para avanzar a la siguiente, tenemos que pensar si deseamos ampliar, derivar, contrastar completar o contradecir el anterior enunciado. Tal reto a nuestro entendimiento se complejiza aún más cuando nos abocamos al segundo párrafo y tenemos que responder a la coherencia, a la continuidad lógica, a la exposición estructurada. Cada momento la escritura nos somete a dar cuenta de lo mismo que expresamos; nos obliga a meditar, a observar con detenimiento los asuntos o las cosas, a vencer el inmediatismo de la charlatanería o la sinrazón.
De igual modo, resulta interesante descubrir cómo la escritura contribuye a diversificar nuestras formas de enunciación. Porque no es lo mismo escribir un cuento o un ensayo, que un poema, una reseña, un resumen o un informe. Cada tipología textual hace que nuestra mente diversifique sus maneras de expresión, enriquezca sus esquemas cognitivos, multiplique las posibilidades de decir lo mismo desde diferentes enunciaciones; se obligue a ser plural y no condenada a una única vía comunicativa. Escribir, entonces, es prefigurar un lector, una audiencia y, al mismo tiempo, es saber elegir el mejor recurso para abordar un determinado contenido. Esta variedad textual dota a nuestro cerebro de cierta plasticidad que le permite hacer correspondencias entre cosas diversas, establecer simbiosis, analogías, sinestesias; de elaborar traducciones y lograr la habilidad del multiformismo. Lo interesante de este abanico de recursos es que nutre a nuestro entendimiento de unos atributos cognitivos con gran utilidad para la creatividad y la innovación.
La escritura, en cuanto registro de los hechos vividos, es también un valioso documento de nuestras acciones, nuestras ideas, nuestras iniciativas. Al dejar constancia de las peripecias de una vida tenemos la posibilidad de convertirnos en arqueólogos de nuestro pasado y, a la vez, en hermeneutas del relato de nuestra historia. Al escribir dejamos marcas, evidencias, huellas visibles de lo que vamos siendo en nuestro paso por el mundo. Dotamos de sentido nuestra consistencia temporal. Más tarde, esas mismas escrituras servirán para reconstruir los hitos, los acontecimientos, los incidentes críticos de nuestra existencia o conformarán un itinerario preciso, unas coordenadas de nuestra autobiografía intelectual que nos permitirá revisar de qué manera fue nuestra relación con el conocimiento, con la tradición de un saber o con el legado que llamamos “la cultura”. Pero no solo esto; al tener esos registros, al transformarnos en documento, se contará con un medio de soporte para la prospectiva existencial o para darle un horizonte de expectativas a nuestro proyecto vital. Así que, la escritura contribuye a tener una mirada crítica sobre nuestro pasado, al tiempo que vislumbrar paisajes desconocidos sobre nuestro futuro.
Sumado a lo anterior, en la medida en que se aumenta la producción escritural o se va elaborando un cúmulo de diversas obras (de uno u otro género, de diferente tipología textual), ese mismo capital escrito sirve de referente en dos sentidos: tanto para seguir avanzando sobre determinada temática, motivo o asunto; como para obligar a la mente a no decir lo mismo después de un tiempo considerable, a buscar otras alternativas, otros caminos de solución a algo que se había pensado con anterioridad. Quien tiene algo escrito, si desea seguir reflexionando o creando sobre dicho asunto, no tendrá que partir de cero; la propia escritura se vuelve un detonante o una huella de la meta ya alcanzada. Y, al mismo tiempo, pone a la mente en el reto o la necesidad de decir otra cosa, de innovar, de no caer en la repetición expositiva o la monotonía intelectual. Cada producto, cada texto escrito dice “hasta aquí he llegado” y, a la vez, genera el desafío cognitivo de responder a la pregunta de “¿ya no queda más por decir?”; o si es posible derivar, disociar, objetar, precisar o profundizar sobre un asunto, una historia, una situación o determinada problemática que nos interesa. La escritura, entonces, permite hallar unas dendritas para las conexiones próximas y es una espuela o aguijón para incitar o provocar producciones inéditas, diferentes, innovadoras.
Otra bondad de la escritura es la de provocar o mantener la continuidad del pensamiento. Si hay esa voluntad por escribir de manera continua, si se mantiene en vilo una preocupación, un campo de curiosidad o una parcela intelectual, lo más seguro es que se mantendrá ocupada la mente en tales asuntos y, con ello, estarán activas las diferentes funciones de la inteligencia que, si se las estimula con asiduidad, avanzan no de manera aritmética, sino geométrica. Porque lo común es lo episódico del pensar, lo frecuente es la intermitencia al abordar una temática; pero si la escritura tiende esos puentes, poco a poco se van creando hábitos de reflexión más profundos, más fuertes en sus resultados, más vigorosos en su modo de abordaje o comprensión. Si se tiene en la cabeza un proyecto de escritura la mente “siempre estará ocupada”, encontrará filiaciones, hará sendas por caminos poco o nada transitados. La continuidad regula la atención, prorroga los descubrimientos en el tiempo, agudiza la memoria, dota al espíritu de cierta constancia o un talante reiterativo para enfrentar lo difícil, lo complejo, lo enrevesado o desesperadamente complicado. Hay una semilla de perennidad que la escritura arraiga en la mente de quienes la frecuentan, una forma de pensar en la que abundan los encadenamientos, la imbricación de todo tipo de signos, la capacidad cognitiva para estar en constante reanudación. Cada escrito terminado origina una serie de resonancias intelectuales que provocan nuevas ideas, gestándose así una prolongación de las preguntas que llevaron a tal síntesis parcial y que, siguiendo esa tensión del pensar, aspiran a conquistar nuevas tesis que incentiven otras antítesis en un genuino proceso dialéctico.
Y ni qué decir del beneficio de escribir para expresar libremente la subjetividad o de hacer pública la propia voz. Esta dimensión de la escritura se asocia mucho a lo que Kant, en la perspectiva del desarrollo moral, llamaba la “mayoría de edad de la razón”. Es decir, de un pensamiento que puede liberarse de ser sólo la réplica de voces foráneas o de una sumisión a lo ya dicho o protegido por una auctoritas incuestionable, para lanzarse a pensar por cuenta propia, sin muletas o cabestros, ese calificativo que tanto le gustaba usar al maestro Estanislao Zuleta. La escritura otorga ese salvoconducto para entrar a esos territorios vedados de la intelectualidad, lo teórico, del mundo de las ideas, en los que pareciera que únicamente acceden los científicos, sabios y eruditos. Sin embargo, así sean reducidos los productos escritos que se hagan, lo cierto es que ya son la toma de posesión de una mente particular en el concierto de otras obras del pensamiento. Esto es algo que merece celebrarse porque muestra el carácter propositivo de los seres humanos, y es un avance en el desarrollo de las condiciones básicas dadas por la naturaleza. Al escribir potenciamos y activamos, en clave particular, las funciones latentes del pensamiento.
Como puede evidenciarse, la escritura es más que un ejercicio de redacción; se trata, en verdad, de un proceso superior del pensamiento con enormes beneficios para la reflexión, la introspección, la capacidad de juicio, la innovación y la producción personal de las ideas. Mal haríamos, por tanto, en reducir el escribir a un simple ejercicio de destreza gramatical cuando en verdad lo que dinamiza o cualifica son los esquemas con que opera nuestra mente y su incidencia en la producción de conocimiento.
Pingback: Escribir, una mediación para transformar el pensamiento — Fernando Vásquez Rodríguez – Fredy Dominguez
Jaime Londoño M. dijo:
Excelente maestro Fernando.
Maestro, es posible una charla tuya en mi colegio?
Atentamente,
Jaime Londoño M.
Coordinador
Institución Educativa Distrital Rafael Núñez
Fernando Vásquez Rodríguez dijo:
Jaime, gracias por tu comentario. Será un gusto poderte colaborar. Escríbeme a mi correo: fernandovasquez487@gmail.com
Maria Imperio Arenas Gonzàlez dijo:
Apreciado Dr Vásquez
Al iniciar la lectura de este texto, uno queda “atrapado” en redes placenteras. No es sólo recibir de alguien que sabe y ha recorrido el camino que indica, sino además, reforzar ideas, sentires y sueños. Se siente la invitación al tiempo tácita y explícita a mirarnos; mirarnos por dentro, mirar hacia lo que hemos sido; pensar en lo que podemos ser, creer en ese “yo” que aún no existe, pero que está en uno. Muchas gracias.
Fernando Vásquez Rodríguez dijo:
Estimada Imperio, gracias por tu comentario.
LUIS CARLOS VILLAMIL JIMÉNEZ dijo:
Apreciado Fernando:
Otro mensaje que llega al alma de tus alumnos.
Ciertamente, con la escritura logramos transformar el pensamiento, alcanzar la meditación, el análisis y la argumentación. La escritura se convierte en el retrospecto de lo vivido y en el instrumento para la transmisión del conocimiento. A través de nuestros escritos, podremos fomentar el hábito de la escritura entre los estudiantes.
Debemos reconocer que, la escritura es la invención más importante de la humanidad porque es el producto de lectura crítica, la constancia de la oralidad y el testigo de la actividad intelectual.
Fernando Vásquez Rodríguez dijo:
Estimado Luis Carlos, gracias por tu comentario.
Germán D. Castro C. dijo:
Maestro:
¡Qué profundidad de reflexión sobre los aspectos que puede generar la escritura en la dimensión humana! Más que ensayo o reflexión, el escrito orienta unos pasos del poder de transformación de la escritura. Me asaltan dos dudas: cómo mantener el hábito de escritura (es algo que puede irse olvidando o que decae con el estado de ánimo) y lo difícil de encontrar una voz que, tal como lo señala el escrito, requiere de las marcas anteriores para no “partir de cero”. También me impactó la idea según la cual las marcas de nuestro destino han ido quedando reflejadas a través de la escritura. Es un escrito que requiere ser repasado y aplicado a lo largo de la historia propia para todas las personas (escritores o no) y sus formas de expresarse a través de las diferentes tipologías textuales.
Fernando Vásquez Rodríguez dijo:
Estimado Germán, gracias por tu comentario. El hábito, como decía Aristóteles, es nuestra segunda naturaleza. En este sentido, se requiere de voluntad para que encarne y haga parte de nuestro organismo. Encontrar la voz requiere persistencia y valentía; tanto un esfuerzo de búsqueda como una confianza interior en que lo que pensamos o creamos tiene relevancia y merece escribirse.