“Pero sé que el oído
es una delicada caracola
metida dentro de mi cráneo
y que en ella hay un arpa diminuta
de vivas pestañas”.
José Manuel Arango
Una poética de la escucha supone, en principio, distinguir oír de escuchar. Lo primero corresponde a esa disposición natural para recibir estímulos heterogéneos y continuos del ambiente; lo segundo, a una intencionada manera de disponer este sentido hacia un sonido o una persona en particular. Para oír basta con estar alerta a los estímulos externos; para escuchar, en cambio, se requiere de ciertos aprendizajes o de una voluntad especial en la que se pueda concentrar y direccionar la atención. Lo más seguro cuando solamente oímos es que se pierda mucha información relevante o que la distracción diluya o fragmente el mensaje emitido; pero si hay “voluntad de escucha” se descubrirán matices, intensidades, recurrencias, tonalidades que muestran cambios de afectación del emisor o niveles diferentes en la enunciación de un discurso. El sentido del oído es el más interior de nuestros sentidos y el más efímero; por tal motivo, si queremos transformarlo en genuina escucha, tendremos que “aguzar las orejas”, “abrir el oído”, “beber las palabras”. Escuchar es tanto como auscultar; es decir: inclinar el oído hacia una fuente de sonidos que no podemos ver. Y al igual que en la configuración fisiológica del oído, si se desea escuchar se tendrá que ir de lo más externo a lo más interno, de la superficial información a la verdadera comunicación. La escucha responde a una capacidad intelectual que permite superar el entreoír; a una fina sensibilidad hacia la voz de los demás para sintonizar con ellos o empatizar con lo que nos comparten; a una habilidad de interacción en la que son tan importantes los momentos de silencio como la retroalimentación oportuna y atenta. En últimas, escuchar es una manera de sumergirnos en la comunicación del otro y, al mismo tiempo, una actitud comprensiva hacia el contenido profundo de su mensaje.
2
“Si la voz se sintiera con los ojos,
¿ay, cómo te vería!”
Pedro Salinas
Es sabido que la vista es sintética, a diferencia del oído que es analítico. Por ello, si se está acostumbrado a la inmediatez del ojo, al golpe rápido de las primeras impresiones, casi nada podrá descubrirse del emerger lento de la escucha. La servidumbre de la vista conduce a la torpeza en escuchar; vuelve inaudibles asuntos que muestran su ser no en la dimensión del espacio, sino del tiempo. De allí la importancia, en muchas ocasiones, de cerrar los ojos para concentrarse en lo que alguien dice, para no distraerse con lo que la vista recoge en su red de estímulos perceptibles. Cuando se ha vivido demasiado tiempo bajo el yugo imperativo de la vista, pocas son las ganancias en los momentos de audición. Para sentir la voz, esa manifestación oral de la palabra, se necesita cambiar el foco de nuestros sentidos: más que figura y fondo, planos y perspectivas, lo que se torna relevante son otras cosas: la cadencia, el tono, la altura, los énfasis, la intensidad, la duración… Porque la voz de nuestro interlocutor, cuando somos sensibles a esa otra sintaxis del sonido, tiene dejos de identidad, acentos según el estado de ánimo, reiteraciones que marcan el fluir de las pasiones. Esa voz, esa palabra exteriorizada tiene ritmo, se agita en su enunciación y sus resonancias, va de quedo a fortísimo según el movimiento encarnado de los recuerdos, los sueños o las vivencias. Los escuchas de buen oído saben interpretar los compases en una conversación; los silencios que sirven de descanso a un largo testimonio de aflicción, culpa o sufrimiento; los balbuceos que preludian o acompañan los momentos críticos de un diálogo. Alcanzar ese alto grado de sensibilidad auditiva es lo que permite al escucha crear situaciones de aislamiento acústico en las que lo expresado por otra persona tenga garantía de una mayor fidelidad; como también salvaguardar la partitura del discurso que necesita de una caja de resonancia prudente y discreta para expresarse sin filtraciones o distorsiones amenazantes.
3
“El mar que ves corre delante de sus olas,
¿para qué has de alcanzarlo?
Escúchalo en el coro de las palmas”.
Eugenio Montejo
Buena parte de lo que se recepciona en un proceso de escucha es indirecto, alusivo y, en esa misma medida, es necesario contar con un buen acervo de habilidades hermenéuticas. Los mensajes tienen niveles, frecuencias diversas, estratos de concentración o complejidad comunicativa. Mucho más cuando lo que se nos comparte o entrega en palabras está cubierto con un tono alegórico que se asemeja bastante a un código cifrado. El escucha genuino sabe que no todo lo que le dicen o confiesan está expresado de manera abierta o con una claridad diáfana, transparente; hay opacidades, murmullos de asuntos que apenas muestran una parte mínima de su abisal geografía. Hay que aceptar ese inacabamiento de lo que a bien otro ser desea compartirnos, y no afanarse a asumir la actitud insolente del que quiere saberlo todo. Disponerse a escuchar supone aceptar que en un diálogo siempre quedarán asuntos sin decir, franjas de sentido apenas insinuadas o envueltas en el susurro de la sutil reserva. Una valiosa habilidad herméutica de la escucha aguda es el percatarse de las recurrencias solapadas en un mensaje, que crean un bisbiseo en la trasescena del discurso; al igual que aprender a develar esas omisiones intencionada o involuntariamente puestas como pistas colaterales para el entendimiento del oyente. Cuando se entra de lleno en un acto de escucha, especialmente si lo que allí se dice es doloroso o marcado por el miedo o la culpa, es fundamental entender este modo oblicuo de ofrecerse el mensaje. Por lo mismo, resulta esencial en la interacción comunicativa del escucha descubrir la riqueza de los sesgos, los desvíos, la semántica connotativa del discurso. La escucha más considerada y respetuosa siempre se hace de soslayo a la voz del interlocutor.
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“Para que tú me oigas
mis palabras
se adelgazan a veces
como las huellas de las gaviotas en las playas”.
Pablo Neruda
Contar con alguien que nos escuche con atención, que sea un interlocutor ávido de nuestro mensaje es fundamental. Pero también resulta esencial para lograr una genuina empatía el saber decir, el encontrar el mejor modo de hablar, confesarse, hacer una solicitud o pedir ayuda. A veces no logramos tender ese puente comunicativo con el otro, porque nuestra manera de expresarnos, el tono que empleamos, la selección de las palabras utilizadas, provocan un ruido en el mundo afectivo o emocional de quien tenemos como receptor de nuestros mensajes. En otras ocasiones, dejamos salir nuestras palabras sin pasarlas por algún filtro, olvidándonos de que importa demasiado la situación, el momento y la cantidad de información empleada para lograr entrar al oído de otra persona, para que sean recibidas o acogidas como tanto esperamos. Si queremos que nos escuchen es necesario tener en mente o considerar las particularidades del oyente; gracias a ese reconocimiento del otro, a esos rasgos singulares o a esas señales distintivas de un individuo, es que traspasamos las barreras del desinterés, la desatención, el desaire o la distracción. Para que nuestro “yo” sea escuchado necesita prefigurar, con alguna fineza, el “tú” que hace las veces de destinatario. Para que nuestras palabras sean de otro necesitan adecuarse al ritmo emocional, al paisaje o la tonalidad de circunstancias y contextos de quien las recibe.
5
“Así como cada voz tiene un timbre y una altura,
cada silencio tiene un registro y una profundidad”.
Roberto Juarroz
Si bien resulta difícil escuchar empáticamente a otro, lo más arduo es saber interpretar los silencios que van intercalándose a lo largo de una confesión, una conversación o un diálogo íntimo. La mayoría de las veces los oyentes inexpertos suponen que esas zonas sin palabras son el fracaso de su intención auditiva o tratan de rellenar esos vacíos con sus propias palabras. Otras veces, se cree equivocadamente que significan poco en relación con el peso de lo dicho; que son titubeos divagantes o gestos insonoros mientras se encuentra la vía adecuada del discurso fluido. Sin embargo, los silencios expresan muchas cosas para los que en verdad tienen el deseo de escuchar. Pueden aludir a zonas sagradas de la memoria, a “marcas de agua” de una interioridad, a monstruos todavía imposibles de nombrar, a determinadas fronteras del pudor o del secreto que exigen para ser develadas transitar durante un buen tiempo la arena movediza de la confianza. Y también es posible que esos silencios operen como un escudo protector de lo más personal; como una especie de recurso preventivo mientras se descifra el “alma” de la persona que se tiene al frente o se logra sortear la prevención ante los verdaderos intereses de otro ser humano. De allí que escuchar demanda una doble suerte de registro: del contenido del mensaje, de lo que se enuncia de manera verbal y gestual; y, al mismo tiempo, de las pausas, de los silencios, de las cesuras en el discurso, de esos sordos momentos en los que parece no decirse nada, pero que anuncian, refuerzan, evocan o aluden a hechos o personas altamente significativos. Aprender a escuchar esos silencios, no inquietarse por su insonora presencia, al igual que no forzar el flujo de su pronto discurrir, es lo propio de los escuchas pacientes y perspicaces. En muchos casos, la escucha más profunda se da cuando somos capaces de estar con otro ser humano en respetuoso silencio.
6
“Yo que era todo oído,
y creí que podría crear un alma
dentro de la muerte”.
John Milton
De todos los niveles o umbrales de la escucha, hay uno en particular que está relacionado con escuchar el dolor, el sufrimiento humano. En este caso, la escucha presupone que no sólo tenemos toda la atención en la otra persona, que mostramos un absoluto interés por lo que nos dice, sino que, además, a nuestro oído se suma el corazón solidario, la fraternidad que hace que todo nuestro ser entre en sintonía con ese testimonio, con esas palabras salidas desde lo más hondo de otra persona. Esta escucha transforma nuestro cuerpo es una red sensitiva tan susceptible a los matices de voz, a las pausas, a las reiteraciones, al discurso quebrado por las lamentaciones o las preguntas. Si se tiene la capacidad para “ser todo oídos” cuando alguien nos elige como su confidente o su “paño de lágrimas”, entonces descubriremos que este escuchar profundo irriga nuestra interioridad y, como respuesta, agregaremos a la consideración y el asentimiento, el abrazo fraterno, la mano salvadora, la confluencia emocional que puede llegar hastas las lágrimas. Cuando se escucha así a un hombre o mujer enfrentados a su fragilidad existencial, cuando percibimos en sus palabras las vibraciones del miedo, la angustia o la incertidumbre, es cuando descubrimos el poder humanizador de la escucha: al entrar en diálogo con esos mensajes asumimos una hermandad de almas. Quien así escucha se vuelve partícipe de la pena ajena, entra en comunión con la médula de lo que la otra persona le está comunicando. Y si bien el compartir con otro un dolor es ya de por sí una catarsis liberadora, lo que agrega la escucha humanitaria es una faceta curativa, porque se alivia la soledad, se aviva la esperanza, y se recuperan los lazos de la fraternidad que son un antídoto contra la adversidad, la melancolía o el desconsuelo.
7
“¿Quién, si yo gritara, me escucharía en las órdenes
angélicas?”
Rainer María Rilke
No siempre cuando deseamos hablar o compartir con alguien algún asunto significativo para nosotros logramos encontrar un oído atento. Entonces, recurrimos a otro medio: confiamos en que nuestros dioses tutelares, las presencias angélicas o determinada divinidad en la cual confiamos estén dispuestas a escuchar nuestras angustias o nuestros quebrantos existenciales. En este caso, aunque sabemos que no tenemos la respuesta física o el gesto corporal de un interlocutor, a pesar de no contar con la mirada cómplice o solidaria, nos lanzamos a decir nuestros mensajes más íntimos porque tenemos la confianza de que en el otro extremo, en el otro espacio, tendremos una escucha empática, cabal, absoluta. Y ese interlocutor sin rostro, ese silencio acogedor, se convierte en un gran receptor de nuestras palabras, en una sala con acústica perfecta para que no se pierda nada de esa confesión, de ese testimonio o ese mensaje que estaba rompiéndonos por dentro al no poder salir. Por momentos ciertas oraciones o plegarias, determinadas súplicas, particulares imploraciones necesitan de una escucha sin condiciones, de una escucha tan sensible y delicada como para permitirnos mostrarnos frágiles y necesitados. Puede parecer que hablamos con nosotros mismos, pero en su esencia, cuando así disponemos nuestro espíritu, es porque confiamos en que seremos escuchados a cabalidad, de que así sea en el aire o en las alturas celestes, existe alguien que acogerá nuestras palabras con tal consideración que ese solo hecho ya es suficiente para sentirnos atendidos o al menos no juzgados o malinterpretados. De todas las formas de escucha, la más perfecta e intangible es la que tenemos con nuestra conciencia, la que establecemos con nuestros seres sagrados, la que habita entre las moradas del silencio.
LUIS CARLOS VILLAMIL JIMÉNEZ dijo:
Apreciado Fernando:
Esta semana nos sorprendes de nuevo con la poética de la escucha; con el oír y el escuchar… incluso los silencios; pero sobre todo, con la escucha de los que habitan en la morada del silencio.
Un escrito para leer y releer.
Fernando Vásquez Rodríguez dijo:
Estimado Luis Carlos, gracias por tu comentario.