Ilustración de Brad Holland.

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“¡Es tan llano entenderlo todo
cuando lo oímos con humildad!”.
Amado Nervo

 

Son muchos los impedimentos para escuchar a alguien. Están los propios del afán o de la indiferencia, o esos otros que parten de los prejuicios o las creencias fanáticas y excluyentes; como también los asociados a las fobias infundadas o los sectarismos de todo tipo. Pero, además de estas formas de sordera, hay unos obstáculos que provienen de la soberbia, la presunción o la vanidad. Estas modalidades de la jactancia, muy propias del poderoso autoritario, del altanero presumido o del acaudalado humillante, son un freno para escuchar, un ruido que no deja entender la palabra del interlocutor. Tales vicios morales se convierten en tapones o sordinas para bloquear el mensaje de la persona que no piensa como nosotros, que no pertenece al mismo partido o que profesa una religión diferente. Resulta imposible escuchar a otro cuando de entrada suponemos que está equivocado, es un ignorante o no está al nivel de determinado rango o posición social. Y si bien a veces estas personas arrogantes intentan abrir espacios para dialogar, lo cierto es que “enmascaran” los mensajes de sus interlocutores con sus habituales aprensiones, sus escrúpulos arraigados o sus ideas preconcebidas. ¡Qué dificil es librarse de esas altiveces arraigadas, de esos fundamentalismos en el espíritu!. Porque la escucha genuina implica una apertura de pensamiento, un canal polifónico que permita expresar diferentes tonalidades, un temperamento sencillo, espontáneo y abierto a las variadas y diversas maneras de sentir, pensar y actuar. La exacerbación del prejuicio, el recelo excesivo, el radicalismo obcecado, todo ello conduce a silenciar o volver inaudible el discurso del semejante. Para escuchar, en verdad, hay que bajar del trono o pedestal y ponerse al mismo nivel de quien nos regala su palabra.

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“Para dialogar,
preguntad primero;
después… escuchad”.
Antonio Machado

 

El dinamo de la escucha, su lubricante natural, es la pregunta. A veces, como detonante de una conversación o para invitar al diálogo, o como apertura de un escenario en el que resulte agradable compartir algún problema, hacer una confesión o dejar aflorar el desahogo o la confidencia. Desde luego que en toda interación oral hay momentos de silencio, de solidario mutismo, pero sin el “aceite” de la pregunta todo se reduciría a ser una información de una sola vía, a un monólogo sin eco o reverberación. De allí que las preguntas contribuyan a darle dinamismo al diálogo, y sirvan de buenos indicios al que habla para comprobrar el nivel de atención de quien lo escucha. El que está interesado en escuchar pregunta para aclarar, profundizar o mantener viva la interacción comunicativa. Por momentos las preguntas toman la forma de recapitulaciones para retomar aspectos dejados al garete o para manifestarle a quien habla que se ha entendido bien algún asunto; de igual manera se pregunta para acabar de conocer los referentes de un contexto, un hecho o los pormenores de un problema; y se pregunta también para indagar sobre motivaciones, pasiones o sentimientos que están latentes o escondidos en los entretelones de un discurso. Sobra advertir, y ese es uno de los aprendizajes superiores del escucha, que se necesita un tacto especial para preguntar en el momento oportuno, sin fracturar la continuidad de una exposición, usando términos que no ofendan o sean azarosos arrebatos de imprudencia. Se requiere tino y mesura para contribuir con preguntas pertinentes y apropiadas al curso animado de una conversación; y se necesita “delicadeza” para escuchar a otra persona de forma respetuosa, salvaguardando su dignidad y sin utilizar preguntas atrevidas, irreflexivas o precipitadas. 

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“Ha escuchado
el rugir del león, y puede
decir qué gruñe su garganta”.
John Keats

 

Las personas que desarrollan la escucha, los que se toman en serio la voz de los demás, van adquiriendo un temperamento afable y tranquilo. Su carácter evita la confrontación y en sus opiniones son más comprensivas que enjuiciadoras. En realidad, no es fácil desentrañar lo que otro ser trata de compartirnos y más cuando lo hace con conatos de discurso, dejando intersticios en su plática o embozando profundas realidades con un lenguaje hermético. Pero si se afina el sentido del oír y se cualifica la atención seguramente podrá tenerse un mejor mapa de la condición humana en todas sus dimensiones y accidentes. Si se es “todo oídos” aparecerán los matices de lo sustancial humano, contrario al mundo en blanco y negro que suponemos; se descubrirán tonalidades singulares que escapan a la audición común de las personas; nos percataremos del tipo de melodía en que hablan los sentimientos, las emociones, el canto de las vivencias. Los que así escuchan o se preparan para ello son agudos y sutiles, penetrantes y porosos, despiertos y compasivos. No los moviliza la curiosidad novelera ni el provecho surgido de la debilidad ajena, sino otra cosa: un deseo de servir de manera generosa a otro, de ofrecer su tiempo y su voluntad en aras de ayudar a sacar o develar lo que yace agazapado o atorado en lo profundo de una conciencia. Existe cierto altruismo en disponerse a escuchar y una suspensión abnegada de las urgencias propias. Y es gracias a esa generosidad, a ese desprendimiento de la palabra propia, como los escuchas consagrados convierten lo que les dicen en espejos para el reconocimiento ajeno, en una pausa reflexiva encaminada a decantar el agolpar de las emociones.  

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“Di la confesión para irme con ella
y dejarte puro.
No volverás a ver a la que miras
ni oirás más la voz que te contesta;
pero serás ligero como antes
al bajar las pendientes y al subir las colinas.”
Gabriela Mistral

 

¿Qué ganancias trae el ser escuchados?, ¿qué beneficios se obtienen de encontrar a un semejante que, con paciencia y cabal atención, recibe nuestras angustias, nuestras dudas, nuestros secretos? En principio, está el beneficio de la compañía, de la solidaridad, de encontrar una afinidad de almas o la fraternidad frente a problemas semejantes. La escucha genuina permite que alguien pueda destilar los tragos amargos de su existencia, enfrentar con otra actitud las vicisitudes o escollos cotidianos, tomar distancia comprensiva de un hecho al pasarlo por el cedazo compartido del diálogo. Cuando alguien se siente escuchado, escuchado en verdad, logra perdonarse, hace tangible lo que parecía vaporoso, acepta lo que en su fuero interior consideraba reprochable. La escucha logra mitigar la soledad, sobrellevar el dolor, darle forma a los miedos, atravesar vados de faltas que queman el corazón. Hay actos de escucha tan oportunos que salvan a alguien de decisiones lamentables o son tan revitalizantes cuando todo parece cubrirlo la desesperanza. Una pequeña sesión de escucha intensa es definitiva para no caer en juicios apresurados o dejarse arrastrar por el impulso ensordecedor de las pasiones. Los beneficios de ser escuchado, las consecuencias derivadas de una empática audición, son tan diversos como diferentes son los motivos y las temáticas que sirven de eje a un encuentro comunicativo. Escuchar y sanar van de la mano; escuchar y reposar el alma son complementarios. En todo caso, hospedar la palabra del otro, acogerla en el sentido de quien cobija, nutre y protege, es tanto como cuidar la voz de la confidencia o darle al esquivo secreto un refugio para que acampe de sus tormentos o temores. Dichoso aquel que logra ser escuchado cuando lo necesita porque alcanza la indispensable paz en su corazón.   

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 “Escucha el agua, escucha la lluvia, escucha la tormenta;
ésa es tu vida:
líquido lamento fluyendo entre sombras iguales”.
Luis Cernuda

 

Una poética de la escucha quedaría incompleta si no incluye esa sensibilidad fraterna con la naturaleza. Al afinar el oído para descubrir el fluir de la naturaleza, desde allí, desde ese asombro ante lo mayúsculo, se logrará aprender a escuchar la complejidad de lo humano. Al familiarizarnos con esos cantos fluidos de la vida exterior más fácil nos resultará concentrarnos en el movimiento o los cambios de estado anímico de las personas. Los diálogos no se vienen de golpe como un torrente, ni son lineales o consistentes como una roca, más bien son sinuosos y sensibles a los cambios de atmósfera. Una desatención los paraliza, un gesto desconsiderado los torna áridos o poco productivos. Las conversaciones son ondeantes y, por ello, obligan al que escucha a seguir el curso zigzagueante de su manifestación, sus estancamientos y sus rápidos instantes de revelaciones trascendentes. Quien sabe escuchar logra apreciar mejor cuándo la comunicación de otra persona tiene momentos de condensación, de goteo dubitativo o cuándo necesita expandirse a sus anchas sin barreras o esclusas de tiempo. Se olvida con facilidad las particularidades de la palabra oral, se da por sentado que debe salir apenas se la llama, o se cree que es idéntica en todas las personas. No obstante, esa palabra necesita canales apropiados, geografías de atención acordes a su volumen, alguien que sepa regular su cauce. Los escuchas más avezados navegan en el río de la palabra del otro, atentos a sus encajonamientos o sus desbordes, a sus nacimientos y sus desembocaduras. Cuando se escucha el fluir de la naturaleza se pueden captar los ritmos que la gobiernan, y aprender de ellos, con el fin de apropiar la conveniencia de la espera para una confesión y la inasible forma de filtrarse las confidencias ajenas en nuestros oídos.

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“Y que afines tu alma hasta que pueda
escuchar el silencio y ver la sombra”.
Enrique González Martínez

 

Resulta fundamental afinar el oído para que haya una escucha de suprema calidad. Gracias a este aprendizaje se logra evitar sobreposiciones con el discurso ajeno, mantener la tensión en el diálogo y, apoyados en el correlato de la música, adecuar la propia voz con el temperamento de nuestro interlocutor. Mucho va de escuchar estados alegres y juveniles a esos otros furiosos, graves o melancólicos. Una escucha afinada percibe las tonalidades inherentes a una revelación, un secreto o una  declaración y, dependiendo del carácter de cada persona, puede adaptarse para alcanzar la armonía expresiva en el desarrollo de un diálogo. Y como no hay un diapasón que sirva de referente universal para todos los individuos, entonces, a cada escucha le corresponde ir, poco a poco, hallando las alturas, los tonos, el ritmo natural para que aflore la empatía en una conversación. Descubrir el tiempo justo para silenciar la propia voz o encontrar la manera de combinar simultáneamente los turnos de habla, es algo esencial para la calidad de una audición. Un escucha afinado sabe bien cómo mantener equilibrada la línea melódica de quien está escuchando, con sus tensiones y relajamientos, con sus momentos ascendentes o descendentes. Los escuchas más agudos conocen el instante preciso para interrumpir o saben cuándo su silencio es el medio ideal para que repose un alma convulsionada. De otra parte, la afinación de la escucha posibilita detectar la clave en que la otra persona direcciona su mensaje, bien sea como desahogo, confesión o búsqueda de consejo; este punto es vertebral para los encuentros auditivos, pues da indicios de lo que espera la otra persona de quien lo está escuchando. La afinación del oído, en consecuencia, es esencial para crear o afianzar la relación interpersonal, el vínculo comunicativo.

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“Digamos que una tarde
El ruiseñor cantó
Sobre esta piedra
Porque al tocarla
El tiempo no nos hiere
No todo es tuyo olvido
Algo nos queda
Entre las ruinas pienso
Que nunca será polvo
Quien vio su vuelo
O escuchó su canto.”
Giovanni Quessep

 

Detrás de nuestra búsqueda o nuestra necesidad por hablar con otro ser humano, de refugiarnos en su escucha, hay un deseo por dotar de sentido la existencia. Quien escucha a otro convierte aquellas peripecias en relato, transforma tales vicisitudes en algo digno de recordarse, muda esos hechos cotidianos en genuinos acontecimientos. La escucha convoca a la memoria, es un registro de los incidentes críticos de una vida o los episodios relevantes de una existencia. Escuchar es invitar a recordar, a desovillar el mundo de la contingencia; es asumir el rol de testigo o depositario de una historia, de una historia personal. Cuando narramos a otro lo que nos afecta, nos preocupa o nos maravilla, al darle voz a todas las circunstancias por las que pasamos, no solo se produce un efecto de reconocimiento personal, sino que se descubre la fraternidad de la tribu. El ser escuchados con suma atención nos dignifica, nos particulariza, ratifica las marcas de identidad que nos constituyen; y, a la vez, nos socializa, nos emparenta con nuestros semejantes, amplía las fronteras de nuestro mundo. La escucha vuelve consistente lo pasajero, retiene lo efímero; es un antídoto contra el olvido o por lo menos un intento para “grabar” sucesos y personas que tienden a olvidarse entre la agitada y sorda muchedumbre. Hay lazos fuertes entre la escucha y la rememoración, entre la escucha y el conocimiento, entre la escucha y las herencias culturales. Quien se detiene a escuchar a un semejante es porque considera valiosas sus experiencias, singulares los eventos por los que pasó o porque siente dentro sí una solidaridad que lo impulsa a ofrecer su ayuda. La escucha atenta es la cadena melódica de la tradición, la forma como las voces del pasado se transforman en legado de sabiduría.