“Las malas palabras” en el lenguaje del cómic.

A los colegas de la Tertulia deL CLEO, de la Universidad de La Salle

 

Estimados lectores, hoy quisiera pedir su atención porque me agobia la desmejora de la oralidad que noto en muchos escenarios sociales. ¿Acaso no han escuchado en la radio o en el parlamento las frecuentes declaraciones de nuestros políticos quienes no logran hilar un argumento sin pasar a la ofensa del contrincante, balbucientes en la exposición de un tema o repetitivos hasta el cansancio en sus planteamientos? ¿O no han oído a los jóvenes que deambulan en las universidades o hasta a sus propios hijos adolescentes, hablar a tropezones, usando las groserías como muletillas incesantes y dejando todo a medio camino, con alguna palabra comodín que supla sus deficiencias expresivas? ¿O no han vivido en carne propia las discusiones en familia que terminan en conflictos prolongados porque alguien de la parentela es incapaz de hablar tranquilamente y, por el contrario, convierte esas reuniones en un tinglado para la ofensa o el trato indigno? ¿Qué ha pasado con el aprendizaje de la oralidad? ¿Por qué las generaciones de antes, se preciaban de hablar bien y con fluidez, mostraban una amplia variedad semántica y eran hábiles para usar en sus discursos el humor, la ironía o la sutileza del lenguaje alegórico, y las de ahora parece importarles poco estas habilidades comunicativas que son, en últimas, recursos expresivos para la sociabilidad y el ejercicio ciudadano?

¿Qué ha pasado?, podemos preguntarnos.

Yo creo que una de las razones está en el descuido de la escuela, de las instituciones educativas por formar a las nuevas generaciones en esta habilidad comunicativa. Se ha creído de manera errada que no es necesario educar en la oralidad porque niños y jóvenes ya hablan o conversan; pero lo que no se ha observado es su mínima capacidad expresiva, su poca competencia lexical, sus miedos para hablar en público o convencer a sus propios compañeros de una iniciativa. Creo que los educadores, por haberse centrado durante mucho tiempo en la exposición en clase, fue olvidando fortalecer en el aula las hablas pluripersonales como el foro, el panel o el debate. Tampoco les han dado suficiente importancia a los asuntos de la oratoria, que antes se enseñaba en las denominadas clases de retórica y que, en nuestros días, ha quedado al garete o a una suerte de improvisación por parte de los alumnos. O para decirlo de otra manera, los docentes se han ido plegando o resignando a las lógicas comunicativas del consumo que pregonan los mensajes estereotipados y vacíos, las jergas de gueto y un individualismo expresivo que riñe con los discursos vinculantes o los acuerdos de habla de lo colectivo.

La otra razón, es la poca o nula formación de los hijos en el hablar bien por parte de los padres de familia. Es evidente que se habla menos hoy en el hogar o que no se buscan los espacios para compartir y platicar sobre algún asunto que sea de interés para todos. Y si hay esos momentos, cada quien estará pegado a su celular, chateando en silencio, aguantando el paso del tiempo para ir a refugiarse en la burbuja de su cuarto o en el micromundo de sus audífonos. A los padres y madres no se los escucha cuando hablan porque convirtieron esos momentos de oralidad en solo recriminaciones o dar órdenes; lo excepcional son los discursos edificantes, la conversación con anécdotas sugerentes o divertidas, las lecciones de vida usando géneros como el cuento, el apólogo o la fábula. La mayoría de las veces el habla de la familia consiste en repetir las mismas noticias de la televisión o en el regodeo del chisme o el rumor de las redes sociales que, como se sabe, dista mucho de utilizar un lenguaje exquisito o de altísima calidad. Déjenme expresarlo fuerte: ¡Los padres de familia han dejado de mostrar una oralidad a sus hijos en la que esté viva la impronta de los valores, la forja de ciertas virtudes, el talante formativo de un carácter! Quizá todo esto ha sucedido, porque los mismos progenitores no son un ejemplo del habla entretenida, prolífica e interesante, y ya no se nutren de lecturas variadas y abundantes, ni enaltecen el ejercicio de escucha que requiere una conversación. 

Y ni qué decir de la parlanchina y tendenciosa oralidad de los medios masivos de información que, cada día, en su propósito de captar más seguidores se convierten en tribuna del comentario insidioso y calumniador o en una franca diatriba contra aquellos que no están en su bando o no defienden sus mismos intereses. Esta vocación incendiaria ha hecho que la radio, por ejemplo, copie los modelos ofensivos de las redes sociales y propague rumores que tienen el tono y la forma de las habladurías de callejones oscuros o fondas de mala muerte. Los medios usan una oralidad repetitiva, restringida en su afán por provocar el escándalo; tiñen sus informaciones de exclamaciones trágicas que avivan el resentimiento de las gentes; fomentan una opinión pública basada en el cotorreo sin argumentos de respaldo, en la murmuración que parece decir cosas esenciales pero que, al final, no dice nada. Esta cháchara de los medios, tan lenguaraz como imprudente, ha ido banalizando la realidad social, la política, nuestra percepción del mundo y de la vida. Y el resultado es apenas obvio: los oyentes de esa oralidad, plagada de lugares comunes y estereotipos, se convierten en heraldos de resonancias superficiales que reducen cualquier situación compleja en un monosílabo teñido de agresiva incomprensión o en proclamas malintencionadas de un fanatismo intolerante.  

Por supuesto, habría otras razones sobre esta despreocupación por la formación en los saberes y habilidades de la oralidad; pero me he detenido en tres de estas causas porque necesitan ser atendidas con urgencia. Porque, en primer lugar, nos competen y retan a docentes y padres de familia. Yo sé que para un maestro son importantes los contenidos de su asignatura y sé también que para un jefe de hogar proveerles techo y alimento a sus hijos es fundamental. Sin embargo, en este momento hay que dotar a discípulos e hijos de otro saber u otro alimento: el de la oralidad. El que ellos sepan expresarse con claridad y de manera locuaz, que puedan argumentar un planteamiento de manera coherente, que sepan cómo tocar los corazones de quienes los oyen, que sean más inclusivos cuando hablan, que sus palabras eviten el fanatismo o el sectarismo… todo ello es un legado que merece atenderse cuanto antes. Los discípulos o los hijos, estoy seguro de ello, les agradecerán enormemente esa herencia del lenguaje hablado. Ese capital les será muy útil para su desarrollo personal y para interrelacionarse hábilmente con los demás.

Y, en segunda medida, porque también les compete a los medios masivos de información que, como se sabe, son “formadores” de la opinión pública. La libertad de opinión siempre habrá que sopesarla con la responsabilidad de lo que se dice. Es vital para la profesión de los comunicadores entender que su oralidad afecta positiva o negativamente a sus audiencias, y que el descuido en el comentario virulento o el infundio venido de una sola fuente refuerzan los extremismos, agravan los conflictos sociales. Entonces, reconociendo que las masas son proclives a emocionarse más que a reflexionar, los medios necesitan mostrar con ejemplaridad una oralidad reposada, meditada, documentada, en la que las nuevas generaciones aprendan a escuchar más de un punto de vista, a entender que dialogar con palabras es mejor que tratar de resolver un conflicto mediante los puños o la intimidación. La oralidad de los medios, su labor cotidiana de llegar a sus oyentes, debe estar orientada por un cuidado de sus receptores o, lo que es más importante, salvaguardada por una ética de la comunicación.

Sólo agregaría, para terminar en un tono autocrítico, que cada uno de nosotros también contribuye a ahondar o no en esa pérdida de la riqueza de la oralidad. Si nada hacemos cuando notamos que nuestra oralidad es muy limitada o circunscrita a un habla soez o marcadamente procaz; si nos es indiferente incorporar nuevas palabras o nutrir nuestro limitado vocabulario para aumentar nuestra competencia lexical; si poco leemos buenas obras literarias, si hemos dejado de lado el hábito lector, y nos contentamos con los liliputienses mensajes de las redes sociales o el visionado fugaz de los cortos videos de TikTok; si nada nos esforzamos por desarrollar un pensamiento articulado desde las ideas, las razones y los argumentos; si poco conversamos con la escucha dispuesta para aprender de los demás… seguramente estaremos ayudando a empobrecer las potencialidades y el uso variado de los géneros de la oralidad. No hay nostalgia en mis palabras, sino una preocupación personal que deseo hacer pública: ¿por qué abandonar esa riqueza expresiva?, ¿por qué privarnos de sus dones, si fue con ella como aprendimos a ser seres sociales, forjamos una idea de democracia y logramos recibir el legado de una cultura? No podemos condenar a los que nos sucederán a una interacción oral escasa, vulgar y pendenciera. Vale la pena, entonces, que cambiemos o renovemos nuestra manera de expresarnos oralmente en el ahora si queremos dejar como impronta en nuestros descendientes un modo de comunicación prolífico, excelso y cordial para su futuro.