—Mi koinonós —me decía — cuando iba a su encuentro o a veces para despedirse de mí.
Y a mí me bastaba saber que yo era eso para él, su koinonós, a pesar de que Juan quisiera ese título para rubricar su mayor cercanía con el Maestro. Tal vez por eso, porque los otros discípulos escucharon más de una vez que Jesús me llamaba de esa manera, es que procuraban alejarlo de mí o no compartirme el lugar donde iba a predicar.
En otras ocasiones él me decía Marianne, quizá para no confundirme con su madre o con las otras Marías que lo seguían y estaban dispuestas a servirlo. Marianne me gustaba también que me dijera porque reflejaba mi espíritu rebelde. Sólo una vez me nombró María, pero eso es algo que contaré después, hacia el final de esta historia.
Yo supe de él una tarde cuando venía del muelle de piedra, subiendo por la calle central de Magdala, en la que el olor intenso del pescado seco contrastaba con las voces estridentes de los pescadores que alargaban un rumor hasta los sótanos de sus locales.
—Es uno que afirma que si alguien lo sigue no tendrá hambre…
Esa frase me caló hondo, porque yo he sido una mujer con hambre, desde pequeñita, cuando la pobreza se adentraba en nuestros vientres y ni el sueño podía aplacarla. Así que, corrí en su búsqueda, pero nadie sabía decirme con certeza en qué lugar estaba ese Mesías de cabellos largos y paso lento.
He de confesarles, de una vez, que también soy una mujer curiosa, y así no haya podido viajar como quisiera, mi imaginación me ha ayudado a romper las fronteras de mi pueblo de Magdala. Mi madre decía que yo era una soñadora y mi padre, para hacer más gráfico mi temperamento, usaba un giro verbal que de tanto escucharlo enrutó mi destino.
—Ella anda siempre de paseo por la bóveda del cielo.
Pero la suerte quiso que un día, cuando íbamos con mi hermano hacia Cafarnaúm, me llamara la atención a un lado del camino un grupo numeroso de personas reunidas en una pequeña colina alrededor de alguien que les hablaba. Invité a mi hermano a acompañarme, pero él dijo que tenía muchas cosas que hacer como para perder el tiempo entre niños y gente desocupada.
—Yo sí quiero ir —le respondí—, dirigiéndome hacia aquel corrillo resguardado por el sombrío de los algarrobos.
Lo primero que llamó mi atención fue el tono de su voz. Si bien no hablaba fuerte, sus palabras llegaban clarísimas a mis oídos. Alrededor de él estaban los que parecían sus más cercanos amigos. El silencio contribuía a que su mensaje se expandiera como el viento tibio de esa mañana.
—¿Cómo se llama? —pregunté a un viejo de ojos cansados.
—Jesús —me respondió, sin dejar de mirar al hombre de túnica blanca.
Busqué un lugar en el prado y me senté a escucharlo con atención. Me cautivaron sus manos y el modo como ellas acompañaban su discurso: “Un hombre sensato edificó su casa sobre rocas. Vinieron las lluvias, soplaron los vientos, pero esta no se derrumbó, porque estaba construida sobre cimientos fuertes. Otro hombre insensato, edificó su casa sobre la arena; y apenas cayeron las lluvias y soplaron los vientos, derrumbaron su casa…”.
De inmediato comprendí que él hablaba con paroimías, esa manera de explicar de las gentes de Galilea. Así que no me pareció extraño su modo de expresarse, aunque me sorprendió que hubiera fijado en mí sus ojos azules. Esa mirada era como un gesto de invitación, como un llamado silencioso. Después siguió hablando de otras cosas, pero siempre usando comparaciones para explicar lo que pensaba: “Había un sembrador que salió a sembrar. Algunas de sus semillas cayeron en el camino y pasaron los pájaros y se las comieron; otras semillas fueron a parar sobre las piedras, trataron de crecer, pero como no tenían raíces fuertes, vino el verano y se secaron; otras más terminaron entre los abrojos y, por lo mismo, fueron ahogadas por las ortigas. Pero hubo otras que cayeron en terreno fértil y esas sí crecieron y dieron fruto por millares”.
Dicha paroimía se adentró en mi ser. Sentí de inmediato que yo era tierra fértil para acoger las semillas de sus palabras, que ese iba a ser ahora mi destino: seguirlo, acompañarlo, fuera donde fuera.
Cuando volví a mi casa le compartí a mi madre lo que había visto y oído. Ella apenas comentó que no era la primera vez que escuchaba la llegada de un mesías a estas tierras resguardadas por el monte Arbel. Por eso no le dije nada de lo que comentaba la gente sobre los milagros y del reino por venir que él anunciaba. Vino la noche y las palabras de Jesús apartaban cualquier asomo de sueño. Casi entrada la madrugada pude dormirme, pero ya en mi pecho sabía que debía huir de mi casa para sumarme al grupo de los que se llamaban sus discípulos.
*
Durante mucho tiempo yo formé parte de la turba de enfermos, lisiados, hambrientos y viudas que seguían a Jesús. Caminé detrás de él y lo oí predicar, estuve en el Monte Eremos que ahora llaman de las bienaventuranzas, lo vi apaciguar a endemoniados y curar a los leprosos, observé de lejos cuando una mujer le enjuagó los pies con un perfume, lo vitoreé cuando entró a Gadara y Gergesa y dormí a la intemperie en las llanuras de Betsaida, de donde eran tres de sus discípulos. Quizá por mi constante presencia y por mi voluntad de servicio fue que Andrés, primero, y después Santiago, rompieron sus prevenciones hacia mí y me acogieron como su hermana. Gracias a ellos fui hallando un lugar en la barca en la que hacían sus viajes y formaba parte de su comitiva.
Yo creo que Jesús ya me reconocía cuando a las orillas del lago Tiberíades decidió alimentar a los miles de seguidores famélicos y enfermos que lo venían siguiendo desde hacía varios días. Cogió unos pocos panes y los repartió a sus discípulos con el fin de que ellos los fueran entregando a las personas que se multiplicaban en filas interminables. Jesús me entregó a mí uno de esos pedazos de pan y, obediente, lo vi multiplicarse a medida que lo entregaba a otras manos. No supe a cuántas personas alimenté con ese mendrugo. Después hizo lo mismo con unos cuantos pececillos secos que alcanzaron para alimentar a toda la multitud. En todo caso, hacia el final de la tarde sentí que ya hacía parte de los suyos, junto a Pedro, Juan, Felipe y Tomás… Y por más que lavé mis manos con vinagre, el olor a pescado seco permaneció conmigo varias semanas.
Pero fue en Cafarnaúm cuando pude intimar con él y conocer a fondo la ternura de su alma. Después de que Jesús predicó en la sinagoga y le dijo a un paralítico que sus pecados eran perdonados, yo me animé a contarle mis angustias. Le confesé que sentía remordimientos por haber abandonado a mis padres, le hablé de mis insomnios y de mis deseos incontenibles por caminar sola sin rumbo en la noche. También le hablé de la ansiedad que me producía permanecer mucho tiempo en un solo sitio. El me escuchó sin decir nada, con una mirada compasiva y un gesto que albergaba en sí mismo la solución a mis aflicciones y zozobras. Luego tomó una de mis manos, la puso entre las suyas, y expresó una frase que fue como si yo naciera nuevamente:
—No tengas miedo, porque yo estoy contigo.
Quise postrarme y besar sus pies, pero él me detuvo. Sin soltar mis manos me confesó qué él también tenía temores y por eso a veces se apartaba de sus discípulos, para entregarse a la oración. Yo tímidamente lo interrumpí para saber en qué consistía ese modo de proceder del que hablaba. Por un tiempo se quedó mirándome y después me regaló otra de sus enseñanzas:
—Orar es una confiada disposición del alma de pedir para recibir; de buscar para encontrar; de llamar a la puerta para que le abran…
Quise continuar el diálogo, pero Pedro vino a interrumpirnos para decirle a Jesús que dos mujeres venidas de Betania deseaban pedirle uno de sus caritativos milagros. Él se levantó a atenderlas, aunque al salir del pequeño cuarto donde estábamos, un grupo numeroso de personas lo estaba esperando para tocar sus manos, su túnica, untarse de su saliva, beneficiarse de sus palabras. Yo lo seguí a prudente distancia, oyéndolo hablar de un reino que no era de este mundo, de que no solo de pan vivían los hombres y repitiendo una frase que parecía rubricar todos sus actos: “hay más dicha en dar que en recibir”.
No era fácil estar a solas con él. Sin embargo, después de terminar su último discurso público en Jerusalén el maestro me hizo una confesión que, de alguna forma, delineaba el final de su vida. Fue una paroimía, dicha a manera de susurro:
—Mi koinonós, si el grano de trigo que cae en la tierra no muere, queda solo; pero si muere, da mucho fruto.
Lo que siguió después, es algo que pasa en mi mente como un remolino. Me duele aún recordarlo. El vino que ayudé a servir en la última cena con el maestro, su silencio cuando se apartó de nosotros para orar en el monte de los Olivos, la traición de Judas, el juicio, el escarnio, la crucifixión. Yo estuve ahí con su madre tratando de mitigar el dolor de Jesús con nuestro llanto, yo me mantuve arrodillada hasta que exhaló el último suspiro, yo acompañé a José de Arimatea y Nicodemo cuando lo bajaron de la cruz, yo limpié sus heridas y alejé con mis manos calientes el frío de su cuerpo inanimado. Si me había mantenido fiel y cercana durante su vida, cómo no iba a estarlo en su muerte.
*
Tres días después de sepultar al crucificado, invité a María la madre de Santiago, otro de los discípulos, a que fuéramos a visitar la tumba y ungir su cuerpo con especias y aceite. Fue un impulso del corazón y una suerte de compasión por el sufrido final del hombre que hablaba en paroimías. Cuando llegamos, la entrada de la tumba estaba abierta. Con sigilo cruzamos el umbral. La lobreguez del espacio nos silenció los labios. De pronto, vimos un destello tan luminoso que nos enceguecía y no dejaba ver las formas con claridad… el asombro se apoderó de mi cuerpo y un temor extraño poseyó mi alma. Esa visión duró unos segundos. Después de que nuestros ojos se acostumbraron a la penumbra, pudimos comprobar que la losa de la tumba estaba abierta y que adentro no había nadie. Solo el vacío de la ausencia de nuestro Maestro.
—¡Es un milagro! —grito María, arrodillándose y extendiendo sus manos en actitud suplicante. El llanto se confundió con sus plegarias.
Yo preferí buscar el aire fresco. Mi espíritu necesitaba cuanto antes sentir la compañía de los arbustos y la protección del cielo. No sé por qué, pero en ese momento, recordé las palabras del hombre de manos hermosas: “No olvidéis mis enseñanzas”. Su voz sonaba clarísima en las paredes de mi memoria: “Id por el mundo a divulgarlas”. Sentí que la sangre latía fuerte en mi corazón. Llamé a María, pero ella me respondió que deseaba quedarse rezando un tiempo más, a solas, en aquel recinto vacío.
Abandoné el lugar y me encaminé a paso rápido hacia Jerusalén. Debía, cuanto antes, buscar a alguno de los discípulos. Pero mi poco conocimiento de la ciudad y la zozobra que había dispersado a Pedro, Santiago y Juan, hicieron que fuera de calle en calle como una ciega mendicante sin lograr mi cometido. Cansada y con el alma a punto de estallar por la noticia que aún quemaba mi boca, resolví volver al sitio de la tumba de Jesús. Ya eran más de las tres de la tarde.
Al aproximarme a la cueva de piedra caliza una quietud extraña parecía haber detenido el viento y el canto de las aves. Me acerqué otra vez a la tumba del Maestro y, cuando traspasé el umbral con un cierto temor, comprobé que ya María había partido. Mis ojos duraron un poco a habituarse a la oscuridad. En medio de esa soledad, yo sentí que mi deber era seguir a su lado, velar su desaparición, orar en silencio como él me había enseñado a hacerlo. Recosté mi espalda en una de las paredes de la gruta y me fui desvaneciendo entre los recuerdos de ese día y mi anhelo secreto de volver a escucharlo. Un sueño maravilloso y triste a la vez me transportó a un escenario que parecía el huerto de Getsemaní. Estaba yo con él, y lo vi resplandeciente, con un gesto de tranquilidad alejado de cualquier sufrimiento. Me sorprendió observar una pala de jardinero en una de sus manos. Al verlo tan indemne, me sentí inmensamente feliz. De inmediato, di unos pasos hacia él para tocar sus manos, como era nuestra costumbre cuando andábamos por los pueblos ribereños de Galilea. Pero, él, me detuvo nombrándome de una forma como jamás lo había hecho: “María”; después agregó, en un tono de súplica: “no me retengas”. Y siguió su camino, adentrándose entre los arbustos, irradiando luminosidad, como si fuera una luciérnaga enorme de movimientos lentos. Tal fue el impacto de aquel sueño que de inmediato me desperté. Salí de aquella morada totalmente abatida. Las lágrimas me acompañaron todo el tiempo que deambulé a oscuras por las laderas del Gólgota hasta que vi encenderse las primeras luces en las casas de la entrada a Jerusalén.
LUIS CARLOS VILLAMIL JIMÉNEZ dijo:
Apreciado Fernando:
Inspirador relato sobre María Magdalena y su “Koinonós”. Por fortuna, en la vida todos compartimos momentos con nuestros “Koinonós”, los que nos enseñan y forman; nos muestran nuevos horizontes y nos guían por el camino.
Fernando Vásquez Rodríguez dijo:
Estimado Luis Carlos, gracias por tu comentario.