“Hay que escribir en borrador, sin reflexionar demasiado sobre el lugar y la precisión de expresión de los pensamientos. Copiarlo una segunda vez, suprimiendo todo lo superfluo y otorgándole su verdadero lugar a cada pensamiento. Copiarlo una tercera vez, trabajando sobre la precisión de las expresiones”.

 (Tolstoi, Diario, 8 de Enero 1854)

Lo primero es el impulso, la pulsión de escribir. El deseo vuelto gesto: el gesto de la mano o los dedos que buscan delinear una palabra y, tras ella, otra más con miras a ser una frase, un verso. Esa pulsión está hecha de necesidad, de “ganas”, de goce por escribir. No siempre es racional o fruto de un premeditado acto volitivo; las más de las veces, es un impulso visceral, una fuerza inusitada, imprevista, acuciante. En suma, un impulso venido del fondo de nuestras entrañas o gestado desde ciertas profundidades de nuestro psiquismo que no podemos identificar con claridad. Nombrémosla, una dimensión abisal, para señalar con ello tanto su procedencia como esa mezcla de oscuridad y fauna extraña, tan maravillosa como indefinible.

Lo segundo es la copia. El pasar “en limpio”. En ello veo una tarea de destilación, de filtrado, de tamizaje. La inmediatez se ve sometida al yugo de lo mediato; el ojo vigilante de la razón, la luz de la conciencia, llama al orden a esos seres primeros de la noche, a esas fuerzas indómitas que despiden chispas y arañazos de expresión, que lanzan sus rugidos incongruentes de pasiones y obsesiones, de apetitos o loca imaginación. Pero, además, al pasar en limpio la primera escritura –hija de la pulsión inmediata y salvaje–  se logra que el escritor asuma o descubra un nuevo rol: el de lector de su propia producción. El resultado es una escritura reflejo: una nueva obra en donde podemos evidenciar lo esencial de lo farragoso de las ideas, percatarnos de las repeticiones innecesarias, advertir las incoherencias o descubrir esos conatos expresivos que se han quedado a medio camino entre el grito y la incomunicación.  Armados con la lupa de la totalidad y con ese otro lente que da “el después”, la segunda escritura es un juez que reclama estructuras, lógica en el planteamiento, verosimilitud en el desarrollo de una historia, pertinencia o impertinencia de ciertos comentarios. Este segundo momento podría llamársele, etapa de la doma de la ideas.

La tercera fase, que es también una actividad de copia, es una tarea más fina, más al detalle de las palabras, más centrada en el sonido de las mismas y, especialmente, en su interrelación. Precisión léxica, variedad semántica, concreción expresiva. Ya no la pirotecnia de la expresión inicial, como tampoco el estar atentos a la estructura y organización del conjunto, sino una labor de filigrana, un oficio de relojería sobre ese reloj de complejos mecanismos que es la gramática, la sintaxis, la estilística. El último momento, que de una vez deberíamos bautizar como fase de la corrección idiomática, nos invita a tener a la mano diccionarios especializados, unas fuentes capaces de sacarnos de las dudas sobre el uso apropiado de un término, o determinados textos guía, faros de nuestro lenguaje, para ayudarnos a navegar con cierto experticia en los mares de una lengua. De una lengua especial: la lengua escrita.

Es obvio que el proceso de escribir no termina con esta tercera etapa. Se me ocurre que con el nuevo borrador en limpio –producto de la tercera fase–, se prosigue a una posible nueva copia o a otras más, en las que muy seguramente las supresiones y las adiciones hechas al momento de escribir, o puestas como apostillas manuscritas al margen, irán royendo esas páginas al igual que los gusanos de seda devoran poco a poco las hojas de la morera. Salta a la vista: no se acaba de escribir. La escritura es un continuará. Porque siempre es posible la nueva corrección, porque pasado el tiempo nos percatamos de otras falencias o consideramos innecesario un término que en un primer momento nos pareció una reiteración contundente. Pero, además, porque el escritor va cambiando, porque ha cosechando nuevas experiencias, porque tiene más oficio de escritura a sus espaldas. El trabajo de corregir la escritura es otro de las tareas de Sísifo. Tal vez por eso, y la frase si mal no recuerdo es del maestro Alfonso Reyes, nos lanzamos a publicar. Para no seguir haciendo copias. Aunque, queda la posibilidad de la segunda edición. Recordemos que para un escritor auténtico, el libro impreso es, de alguna manera, una copia bastante limpia pero no por ello cerrada a la admisión de nuevas correcciones.