Las palabras son al escritor lo que el cuerpo al danzarín: su medio y su obstáculo.

Lo que vemos como claridad en la escritura no es sino el lustre dejado por los múltiples tachones.

Al escribir las palabras dejan de ser solo signos para nuestros ojos y se convierten en espejos para nuestro pensamiento.

La forma como avanza la escritura es retrocediendo sobre sí misma. Reescribir, por lo tanto, no es repetir los pasos del camino andado sino recorrerlo limpiándolo de obstáculos.

Aunque son las ideas la estructura ósea de la escritura, es el hábito de escribir el que provee los músculos y los nervios.

Cuando el escritor está dedicado a su oficio percibe las palabras como signos foráneos; cuando después lee lo que ha escrito, las convierte en extranjeras señales para sus propios ojos.

La coma es un movimiento de cabeza, el punto y coma un giro del cuerpo sobre un mismo asunto. El punto seguido, un paso a un tópico contiguo; el punto aparte, una zancada a un aspecto lejano… Puntuar es darle movimiento y dinamismo a las ideas.

La página en blanco tiene tanto de provocación como de rechazo. Invita y repele; provoca y desprecia a la vez. La página en blanco es una seductora perfecta: a la par que nos ofrece sus delicias insospechadas las va escondiendo con su propia blancura.

Hay escritores que se autoproclaman profundos, porque pocos lectores los entienden; pero, en verdad, apenas son confusos.

El escritor es libre de decir lo que le venga en gana hasta que consigna las primeras palabras; en ese momento empieza su esclavitud. Y si continúa escribiendo es porque confía en que esos mismos signos le confieran algún día su manumisión.

Si bien parece que se escribe con palabras, lo cierto es que son las ideas las que empuñamos cuando tratamos de escribir.

Cuando nos ponemos a escribir el pensar halla su ambiente más propicio. Es el afuera de la escritura el que le otorga condiciones para su desarrollo. En suma, el pensamiento es un organismo aeróbico.

Hay escritores búhos y escritores alondra. Los primeros, cazan de noche; los segundos, cantan a las primeras horas del día. La lección, entonces, es bien sencilla: el buen escritor debe indagar en su biotopo más indicado.

La escritura, que es fijeza, detiene la fluidez de la vida. Pero este acto de muerte es una estrategia para atrapar la evanescente eternidad.