Ilustración del irlandés Jimmy Lawlor.

Ilustración del irlandés Jimmy Lawlor.

Buena parte de las creencias que defendemos ardientemente como propias en realidad son heredadas.

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La creencia lucha por conquistar a la verdad, pero esta última la considera indigna de sus favores.

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La semilla de la creencia necesita para crecer el abono fértil de nuestros padres y el agua lluvia de la tribu.

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Una gran puerta abierta tenemos para las creencias cuando somos niños y un reducido espacio al llegar a viejos. De la credulidad a la incredulidad transcurre el ciclo de nuestra vida.

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Las creencias y las costumbres son hijas de la misma madre, la repetición.

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Cuando las creencias miran hacia el futuro se las denomina ideales; cuando observan hacia el pasado, convicciones.

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Lo que llamamos opinión pública no es otra cosa que el rumor vuelto creencia.

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Las creencias se fascinan con el espejo; de allí por qué les guste tanto las sectas y las hermandades.

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Lo más difícil de compartir nuestras creencias es que terminamos, sin proponérnoslo, adoctrinando a quienes nos escuchan.

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Para bien o para mal, los educadores son los profesionales de inculcar creencias.

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Hay creencias que sacan de los hombres sus mejores talentos; otras, por el contrario, permiten poner afuera lo peor de sus pasiones.

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Las creencias más celadas por la tradición de los pueblos son los valores.

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Las creencias son de origen popular; el saber, aristocrático.

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Se puede creer en el absurdo como también en lo más disparatado. El radio de acción de las creencias es mayor que el de la ciencia y la lógica.

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Hay credos que son cabestros y credos que son riendas para gobernar nuestra vida.

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Las religiones son, en su esencia, la ramificación compartida de una creencia.

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Los llamados medios masivos de comunicación actúan hoy como los antiguos inquisidores: convierten las creencias de unos pocos en la opinión de la mayoría.

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Miradas en retrospectiva algunas creencias pueden parecer irrazonables; puestas en prospectiva, son principios rectores no sólo útiles sino justificables.

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Los sectarios ven creencias equivocadas por todas partes. Un sectario tiene delirio de creencia.

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El creyente confía en sus creencias como el chamán en sus talismanes.

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Las creencias absolutas son la fe; las creencias relativas, opiniones.

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El juicio es juez para la creencia: pide pruebas, exige testigos, acude a las evidencias.

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La duda es el demonio tentador de la creencia.

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La tragedia de las creencias es que partiendo de un punto de vista terminan convirtiéndolo en el único mirador.

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El fanatismo es el brazo armado de las creencias.

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Cuando las creencias son vistas por Medusa se convierten en dogmas.

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Aprendamos de la etimología: el creer proviene del corazón y no de la cabeza.

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La mejor fórmula de los buenos modales de la creencia es ésta: “estaba equivocado”.

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Las creencias son nómadas; los credos, sedentarios.

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La creencia se entrega a la confianza con obcecado y ciego amor; de allí por qué sufra tantos desengaños y desilusiones.

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Las creencias son más sensibles al oído que a la vista. Por eso son otomaníacas y oftalfóbicas.

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Las creencias tienen una doble personalidad; cuando salen de día, se convierten en ideologías; cuando andan de noche,  se asumen como imaginarios.

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Hay creencias por las que los hombres ofrecen su vida y creencias por las que los hombres dan muerte a sus semejantes. Sea como fuere, en los dos casos, el creyente perfecto está al borde de los límites.

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La razón pone en tensión a la creencia; así que es la elasticidad y no la rigidez la que muestra la calidad de las mismas.

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A la figura del rompecabezas de la creencia siempre le hace falta una pieza. Esa es su fuerza y su debilidad.

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El testimonio de la creencia sirve a los creyentes como substituto de la verdad.