Pintura del ruso Vladimir Kush

Pintura del ruso Vladimir Kush

Las ropas secándose al vaivén del viento. El sol cayendo despacio sobre las paredes a manera de estuco brillante y un contraste de sombras, hecho de postes, árboles, cuerdas y personas, daban a la casa un porte majestuoso, imperial.Arriba en la azotea vigilante los colores de las prendas seguramente húmedas se movían con ritmo intermitente, dejando ver por momentos las montañas que, al fondo, seguían volviéndose más y más azules. Junto a la cuerda de ropas, pero un poco más alta, una antena de televisión apuntaba a un norte impreciso; el sol le daba de frente y, al hacerlo, la convertía en un haz de luz aluminada. Mucho más arriba, en un cuartito hecho precisamente para sostenerlo, un balde cisterna mantenía su postura estática y confiada mientras dejaba salir de él, como fingiéndose algún inmenso corazón, tubos y más tubos que se despeñaban por las laderas adoquinadas de las paredes…

De pronto, como interrumpiendo la construcción visual, como imponiéndose al diseño urbano de un paisaje de tarde, apareció la figura de una mujer anciana vestida de inmensos y largos delantales negros, con cabellos grises; un perro lanudo la seguía de cerca, saltando alrededor, invitándola a un juego que la vieja no podía ni quería aceptar. Deteniéndose cerca a la baranda, casi sin apoyarse en la figura de arabescos blancos, la mujer empezó a escudriñar las tres esquinas del vecindario; después, sin mover el cuerpo, girando ligeramente la cabeza, se detuvo en un inmenso árbol que estaba justo en la mitad de la avenida y duró así, en una contemplación solitaria, largos minutos mirándolo. La brisa movía sus cabellos y, el perro, como sabedor de su juego solitario, alzaba sus patas traseras, se echaba sobre su propia espalda, levantándose luego para empezar una frenética carrera en pos de su cola…

Alguien desde abajo de la casa gritó un nombre y la vieja, sin poder evitar un gesto de asombro, se retiró de inmediato de la baranda, yendo despacio a meterse nuevamente por donde había salido.

—Mi mamá no hace sino salir a resfriarse —comentó Jorge.

—El problema de mamá es que se está enloqueciendo.

Marta, la hermana de Jorge, cortaba con una tijera un corte de tela burda para una señora que, recostada sobre el mostrador, trataba de crear un diálogo fingido.

—Está muy mal, Jorge, muy mal.

La señora cogió el paquete, entregó un billete enrollado y como queriendo no interrumpir el diálogo entre los dos hermanos comentó que lo mismo le sucedía a su mamá.

—Cuando les entran los años ya no sirven sino para causar molestias.

Otra vecina, más joven, y que por cierto estaba embarazada, asintió con la cabeza, agachándose con dificultad a una de las vitrinas para ver más de cerca un nuevo juego de esmaltes, removedor de uñas y crema para las manos.

—Don Jorge —dijo—, ¿cuánto vale este jueguito de belleza?

—Sí, eso también le pasó a papá; ya nadie se lo aguantaba… Nueve mil quinientos. Son importados… Uno termina soportándolos por lo que hicieron con uno, pero en realidad son como niños.

Marta le dio las vueltas a la señora y después, enfrentándose a la vecina embarazada, reiteró el hecho de tener en su negocio productos de importación.

—Son mejores. Paga un poquito más pero son para toda la vida.

—Bueno —replicó la cliente—, extendiendo dos billetes de a cinco mil, a la par que formaba con su rostro la expresión justa del que pide rebaja.

—Déjeselos en nueve mil pesos —interrumpió Jorge a su hermana— hablándole desde la esquina del almacén.

La tarde había caído totalmente y la noche empezaba a mostrar sus primeras sombras. El viento estaba ahora inmóvil y el frío imponía su fijeza citadina. Un grupo de niños pasó cerca de la puerta del negocio de los Martínez; Marta se despidió de una niñita, y otros miembros del grupo levantaron las manos en señal de saludo.

—Mamá es una terca —dijo Marta a la señora embarazada—, dándole una disculpa que la cliente no le había pedido.

—Es una terca —volvió a decirle—, devolviéndole un billete de mil como vueltas. —Y que vuelva.

Al salir del negocio la mujer agregó algún comentario de rutina, pero antes de tomar la acera norte fue atropellada por el correr acezante de un pequeñín.

—¡Mamá! —le dijo el niño­— sin poder contener algunas lágrimas. —¡Mamá!

La mujer embarazada una vez más volvió a despedirse de la señora Martica, una vez más volvió a sonreírle a Don Jorge y tomando a su hijo de la mano le dijo a manera de reprensión:

—Has debido quedarte en la casa. Ya te he dicho que no salgas.

La noche era dueña ahora de la azotea, las paredes de la casa esquinera estaban oscuras como el hollín. Las luces de las farolas de las busetas contrastaban con las otras luces blancas, las fluorescentes, del almacén de los Martínez. Y el árbol, el árbol que había embebido la atención de la anciana, de la anciana de delantales negros y cabellos grises, había desaparecido entre la oscuridad.

—Ve y busca a mamá, Marta —dijo Jorge. —Ve y búscala, no sea que se haya quedado dormida en el patio trasero contemplando las estrellas.