En la amplia autobiografía de Doris Lessing, hacia el inicio del primero de sus volúmenes, la escritora británica advierte que dicho ejercicio de escritura es una tarea de “creación de su propia vida”. Una labor de “crear el recuerdo”. En este sentido, cuando relatamos la propia vida, lo que hacemos en verdad es una reconstrucción de nuestra identidad; una identidad que, entre otras cosas, no necesariamente empieza con nuestro nacimiento. Dicho de otra manera, el relato nos permite refigurar lo que nos fue dado como herencia o determinación y, mediante la alquimia de la escritura, lograr transformar nuestra vida en un campo que es toma de posesión de la subjetividad y emergencia de la autonomía.

El relato o, para ponerlo en un espectro más amplio, la narrativa es un útil potente de nuestra mente para dotar de sentido el tiempo. Al narrarnos le aplicamos a la cronología genérica e impersonal el matiz de la duración, tanto más particular cuanto impregnada de marcas personales. La narración humaniza la biología; le da rostro al cuerpo. Cuando acudimos a la narración lo que hacemos es apropiarnos de un útil capaz de darnos distancia comprensiva, perspectiva sobre nuestro propio acontecer. Ahora las acciones y las circunstancias, las personas y las peripecias cotidianas comienzan a tomar forma dentro de ese paisaje que cuando lo recorríamos no podíamos apreciar en su totalidad. Al llevar nuestra vida hasta el yunque del relato lo que hacemos es crear las condiciones para forjar una historia, para sabernos dueños de la elección de un pasado y la prefiguración de un porvenir. El que se relata se singulariza, se apropia de la tradición en la misma medida que la dota de sentido. Y lo que en su momento parecía una anécdota intrascendente o un hecho sin importancia, cuando lo volvemos a mirar con el lente de la narrativa, descubrimos con asombro que fue un incidente determinante a la hora elegir un camino o afirmarnos en una vocación. El relato jerarquiza lo vivido; le da a la inmaterialidad del tiempo, peso. Aquilatamiento.

Precisamente, cuando se trabaja en el aula o se miran en detalle relatos de maestros es donde puede evidenciarse este poder reconfigurador de la narrativa. En esas historias, por ejemplo, podemos leer historias de vida centradas en algún hecho o acontecimiento de la escuela en las que después de relatada la anécdota, emergen espontáneamente las reflexiones profundas sobre la propia práctica, los descubrimientos de fondo sobre la condición humana, las preguntas que movilizan un cambio de actitud o de ser. Leyendo esos relatos se logra aprender, entre otras cosas, cómo ciertas palabras de los maestros “pueden hacer tanto daño en un chiquito que apenas comienza vivir”; o dar cuenta de cómo un gesto puede ayudar a otro; darle valor, transformarlo o posibilitarle un cambio positivo en su vida. De igual modo se puede evidenciar que hay que aprender “a escuchar lo inaudible” de los más pequeños, “a ir a más allá de lo que vemos”;  o a tener presente que muchas veces se castiga de manera rápida e injusta a un alumno porque se desconoce que su silencio, su agresión con los compañeros o su bajo rendimiento escolar, es fruto de un encierro familiar continuo y una falta mayúscula de cariño por parte de sus padres. Esas historias de vida, en últimas, pueden ayudar a entender mejor el oficio de ser maestro. A subrayar cuánto marca positiva o negativamente un profesor; a mostrarnos que siempre se sigue aprendiendo de la tarea de enseñar; a recalcar que los docentes trabajan con una materia sensible y frágil, una argamasa  no siempre maleable a sus intenciones o a los intereses de la escuela.

De otra parte, la escritura de anécdotas, experiencias, situaciones difíciles, imágenes fundacionales, pueden ser un dispositivo interesante para provocar o explorar en las clases el contacto con la narrativa. Estrategias que buscan, ante todo, indagar en un comportamiento de un pequeño alumno que no se logra comprender o que sufre una reacción inexplicable. Porque la narrativa permite poner afuera el corazón de los estudiantes; porque les habilita desahogarse para contar o decir esos secretos relacionados con el padre que está preso, con ese intento de violación por parte de un familiar, con aquel temor a un retraso mental o compartir una genialidad extraordinaria que tiene que ocultarse hasta el mutismo absoluto. La narrativa permite o posibilita que el cuerpo, los afectos y los sentimientos entren también al aula. Digamos que es una vigorosa herramienta de trabajo para que el pedagogo ajuste su función de impartir conocimientos con aquella otra tarea ineludible de colaborar en la formación de un carácter o el desarrollo personal.

Empecé citando a Doris Lessing, permítanme cerrar este ensayo con un apartado de la conferencia preparada por la novelista inglesa para la ceremonia de entrega del premio nobel. Dice la escritora hacia el final del discurso: “el narrador vive dentro de todos nosotros. El creador de historias va con nosotros. Supongamos que nuestro mundo padeciera una guerra, los horrores que todos podemos imaginar con facilidad. Supongamos que las inundaciones anegaran nuestras ciudades, que el nivel de los mares se elevara…, el narrador sobrevivirá, porque nuestra imaginación nos determina, nos sustenta, nos crea: para bien o para mal y para siempre. Nuestros cuentos, el narrador,  nos recrearán cuando estemos desgarrados, heridos, e incluso destruidos. El narrador, el creador de sueños, el inventor de mitos es nuestro fénix, nuestra mejor expresión, cuando nuestra creatividad alcanza su punto máximo”. Eso parece ser un aspecto medular de la narrativa: el de servirnos de apoyo para recrearnos, para hacernos dueños de nuestro proyecto vital. Con el relato podemos reconducir nuestra existencia, volver nuestros errores nuevos adoquines para una futura torre, resignificar lo que parecía un saber absoluto o definitivo.