Es conocida la afirmación de Chéjov, el médico y cuentista ruso, según la cual, él podía escribir un cuento de cualquier cosa. Un cenicero, por ejemplo. Y que podía hacerlo en menos de un día. Muy seguramente eso fuera cierto. Sobre todo después de manejar el oficio, de haberse enfrentado a muchas faenas con tantas personas y situaciones cotidianas. Pero más allá de la anécdota, lo que vale la pena resaltar es esa invitación de Chéjov a atreverse a escribir sobre asuntos u objetos relativamente poco importantes.
Retomemos el motivo en cuestión; un cenicero. Sabemos que es un objeto dependiente, subsidiario de otro: el cigarrillo o el tabaco. Tal vez podríamos lanzarnos a mirar en esa dependencia un símbolo de alguna persona o la manera particular de una relación. Qué tal si el personaje, que debía ser un fumador consumado −por supuesto−, cuando hablaba del amor que sentía por su pareja, cuando reflexionaba sobre sus sentimientos, veía cómo la mujer le ofrecía “amablemente” un cenicero. El hombre pensaba que era por la obsesión de ella por la limpieza del apartamento. Pero el cuento podía cifrar en el cenicero una relación de dependencia… Aunque cabría otra manera de enfrentar el asunto: que el dicho cenicero fuera un objeto herencia, de esos que se traen como obsequio cuando se visita a un país extranjero y su funcionalidad es desplazada por el escudo de un país, el distintivo de un museo o la marca especial de una empresa… Que ese cenicero tuviera un valor sentimental para la mujer… algo así como una joya de pocos quilates, pero valiosa al fin de cuentas. Aunque cabría otra aproximación: preguntarnos en la importancia de los ceniceros cuando discutimos con alguien que amamos, especialmente de los que están en las barras de los bares o en las mesas de ciertos restaurantes. El objeto, entonces, se convierte en un amuleto, una especie de talismán para afrontar la recriminación, el llanto o el afilado estoque de la culpabilidad. A veces el cenicero haría las veces de escudo; en otras oportunidades, se convertiría en excusa, en una extensión del silencio. Un silencio redondo y transparente. Un silencio en el que vamos guardando las palabras no dichas: las cenizas de nuestra desconfianza o las verdaderas razones de nuestro miedo. Podríamos ir más allá: contar la historia de un cenicero de plata, su pérdida misteriosa y cómo el protagonista lo encuentra después por casualidad en una tienda de antigüedades; o las cenefas extrañas de un cenicero de barro, comprado en un mercado de las pulgas, que dependiendo de la persona que lo usara, asumían diferentes tonalidades… O la historia del vicioso fumador que un día, recibió por internet, una imagen preventiva del consumo de cigarrillo: un cenicero con forma de pulmones. El impacto fue tan fuerte que deseó conocer al creador de esa campaña. Descubrió que era una mujer, una mujer que él había olvidado pero ella seguía amándolo…
Ahora bien, como de lo que se trata es de atreverse a escribir sobre objetos aparentemente sin importancia, bien valdría la pena ahora −y es un ejercicio que uso en los seminarios de investigación− hacerle una “analítica al concepto”. Exploremos, entonces, en una analítica al cenicero. Lo primero que se me ocurre es que es un tipo de recipiente; un receptáculo para recoger excedentes… Un objeto para “echar las cenizas del cigarro y las colillas”. Este punto, ahora que lo escribo, me parece relevante: en el cenicero queda una parte del cigarrillo, es como el cementerio del tabaco. Y la manera como se apilan las colillas se asemeja mucho a las fotografías de los judíos muertos en los campos de concentración. El cenicero, a pesar de ser tan diminuto, también es una fosa. “En un cenicero también reposan las cenizas”. Otro camino de pensamiento analítico es el de centrarnos en la forma del cenicero: una pequeña bandeja, un platillo, una fuente. Desde este ángulo, el cenicero guarda una relación inversa con esos objetos utilizados para ofrecer o servir alimentos o bebidas; el cenicero participa de la lógica del menú, del coctel, de las pequeñas viandas que se brindan como aperitivo, pero no desde el envite sino desde la recolección. El cenicero forma parte del menú o el banquete pero desde la perspectiva del acopio, el amontonamiento, el recaudo de pavesas o residuos. Y mientras escribo estas cosas pienso en el tipo de envase que es el cenicero; en su encierro de poco calado, en esas ondulaciones huecas que sirven de descansadero al cigarrillo. El cenicero es una reducida muralla, una fortaleza diseñada para que sea fácil entrar o caer, pero una vez adentro, sea difícil salir. Las cenizas y las colillas de los cigarros son presos grises, son escoria condenada a su mazmorra diminuta.
Por supuesto, la deriva de esta analítica puede seguir explayándose. Hasta podríamos lanzarnos en clave analógica y llegar a la conclusión de que nuestra frente, especialmente en época de Cuaresma, sirve o se convierte en otro tipo de cenicero. Es un receptáculo de fe pero, además, de humildad frente a nuestra condición finita. De alguna forma también somos un rollo de tabaco y el tiempo es el fuego que nos va consumiendo. “Recuerda que polvo eres y en polvo te convertirás”, dice la mano del tiempo, mientras impone o deja caer en forma de cruz la ceniza sobre nuestra frente. “Pulvis es et in pulverem reverteris”.
Rosa Amparo dijo:
Fernando, gracias. Sí yo lo hago.
Fernando Vásquez Rodríguez dijo:
Rosa Amparo, gracias por tu comentario.
Rosa Amparo dijo:
Fernando, interesante escrito, la forma como relacionas y ejemplificas el cenicero con diferentes acontecimientos de la vida y la cultura, resaltan la invitación de Chéjov para escribir textos relacionados con los objetos sin importancia; el proceso de análisis que presentas en el texto sobre el objeto de los sencillo a lo complejo, me ha impactado.
Fernando Vásquez Rodríguez dijo:
Rosa Amparo, gracias por tu comentario. ¿Y si hicieras un ejercicio semejante?, ¿te animas?