Todo empezó así: vi en la librería Lerner el último libro de Vargas Llosa, El viaje a la ficción. El mundo de Juan Carlos Onetti, publicado por Alfaguara. Esa misma tarde devoré el prefacio que, es un homenaje a los primeros narradores de historias. Por ser un tema de mi interés, por haber escrito ya algo sobre el primer narrador, me llamó la atención el comentario de Vargas Llosa, sobre una novela suya El hablador, centrada en “una imaginaria averiguación de esos albores de la civilización cuando aparecieron, con los contadores de historias, los gérmenes de lo que, pasado el tiempo y con la aparición de la escritura, llamaríamos literatura”. Aunque seguí la lectura del libro y de cómo Onetti fue construyendo el mundo desesperanzado de Santa María, me impuse la tarea de conseguir la citada novela.
Después de algunas pesquisas infructuosas, porque pensé que el texto existía publicado de manera independiente, logré por fin hallar en mi querida librería Lerner, en uno de los tomos de la Obra Reunida, bajo el acápite de Narrativa breve, el mencionado texto. Esa misma tarde, y en los días siguientes (de eso no hará más de una semana) comencé a adentrarme en el mundo de los machiguengas, de Mascarita, del Instituto lingüístico de verano, de la selva amazónica y la calurosa Firenze… Hoy, hacia las ocho de la mañana he concluido las 255 páginas.
Tomo distancia y reviso mis subrayados: “Gracias a lo que cuentas, es como si lo que ha pasado volviera a pasar muchas veces”; “El hablador, o los habladores, debían de ser algo así como los correos de la humanidad”; “Es probable que sea, asimismo, la memoria de la humanidad. Que cumpla una función parecida a la de los trovadores y juglares medievales”; “Son una prueba palpable de que contar historias puede ser algo más que una mera diversión. Algo primordial, algo de lo que depende la existencia misma de un pueblo”; “La memoria es una pura trampa: corrige, sutilmente acomoda el pasado en función del presente”; “Yo, ¿qué tengo? Las cosas que me cuentan y que cuento, nada más”; “Mucho aprendo en cada viaje, escuchando”; “Escucho con atención, como él hacía. Con cuidado, con respeto, escuchando (…) Ahí están: hablando. Los huesos, las espinas. Los guijarros, los bejucos. Las matitas y las hojas que están brotando. El alacrán. La fila de hormigas que arrastra el moscardón al hormiguero. La mariposa con arcoiris en las alas. El picaflor. Habla el ratón trepado en la rama y hablan los círculos del agua. Quietecito, tumbado, con los ojos sin abrir, el hablador está escuchando (…) Todos tienen algo que contar. Eso es, quizá, lo que aprendí escuchando”; “Algunas cosas saben su historia y las historias de los demás; otras, sólo la suya. El que sabe todas las historias tendrá la sabiduría, sin duda”; “Como los troveros ambulantes de los sertones bahianos que, acompañados por el bordón de su guitarra, entreveraban, en las polvorientas aldeas del Nordeste brasileño, viejos romances mediales y chismografía de la región”; “Pero, todavía más que el trovero del sertón, fue el seanchaí irlandés quien me había evocado, y con qué fuerza, a los habladores machiguengas. Seanchaí: ‘Decidor de viejas historias’, ‘aquel que sabe cosas’, tradujo al inglés, distraídamente, alguien, en un bar de Dublin”; “Los habladores machiguengas habían vivido conmigo, intrigándome, desasosegándome, y que, desde entonces, mil veces traté de imaginarlos en sus peregrinaciones a través de la floresta, recogiendo y llevando historias, cuentos, chismes, invenciones, de una islita machiguenga a otra, en ese mar amazónico en el que flotaban, a la deriva de la adversidad”; “El hombre que perora, ante ese auditorio arrobado, ¿quién podría ser sino aquel personaje encargado de atizar ancestralmente la curiosidad, la fantasía, la memoria, el apetito de sueño y de mentira del pueblo machiguenga?”; “Porque hablar como habla un hablador es haber llegado a sentir y vivir lo más íntimo de esa cultura, hacer calado en sus entresijos, llegado al tuétano de su historia y su mitología, somatizado sus tabúes, reflejos, apetitos y terrores ancestrales”…
Espoleado por la escritura precisa y cadenciosa del novelista peruano (no me había percatado del cuidado en su manera de puntuar) me animo a seguir mis disquisiciones sobre los primeros narradores.
La novela confirma en gran parte mi tesis de que el primer narrador debió salir de lo conocido para indagar en lo desconocido y, luego, retornar a lo conocido para hacer eso desconocido, familiar. Hay cierto nomadismo en el primer narrador, cierta valentía para adentrarse en la selva de lo desconocido, en ese otro mar, o en ese otro desierto. Siempre la infinitud, lo inabarcable, lo insondable. Tal vez ese arrojo es el que les da a los primeros narradores cierta aura de seres sagrados o al menos de personajes heroicos. El narrador fue y volvió. Retornó ileso. Allí radica su poder y, en gran parte, su sabiduría. Conoce que hay más allá de las montañas, allende los mares, al final de las dunas. Su saber está sazonado con los conocimientos propios del afuera, de lo que crece en el abismo o abajo de los desfiladeros. Es una sabiduría recogida, recolectada en sus viajes; una sabiduría que, como en el hablador machiguenga va guardado en su bolsa, en su memoria. Determinada raíz, una piedrecillas especiales, un ungüento, un mito, una anécdota, una invención…
También el relato de Vargas Llosa me sirve para ejemplificar, o al menos para sentir solidaridad en otra tesis personal: la narrativa es un esfuerzo del primer hombre para sortear el olvido, para romperle el espinazo a la nuestra condición finita. El narrador conserva, preserva, tutela, cuida lo más preciado de una comunidad, una tribu, un pueblo, una familia o un individuo. Y aunque pueda parecer una lucha fallida, el narrador persiste en esa tarea de recontar para no dejar perder, de volver a decir para reconstruir, de relatar para reconocer. La comunidad al oír esas historias se reconcilia con sus mayores, con sus ancestros, con sus tradiciones, con sus dioses; los oyentes, a través de las historias del narrador, toman conciencia, caen en la cuenta, despiertan su imaginación, trascienden su rutina o sus hábitos. Es como si el narrador fuera un puente entre lo deleznable y lo perdurable; entre lo sabemos pasajero y aquello otro que entrevemos como permanente. El lubricante de ese mecanismo o como lo llama Vargas Llosa “la savia circulante” es el relato, los cuentos que cuenta el narrador, la literatura, en suma. Las historias del narrador anclan sus pies en el pasado para conectarlo con el presente; son otra forma de filiación, de herencia. Por eso cuando se está sentado alrededor de la voz del narrador, cuando se entra en ese magia o encantamiento, lo que se vive es un no tiempo, un tiempo eternizado, que los cuentos maravillosos saben convocar a partir de una fórmula intemporal: “Había una vez…” Ese pasado rememorado por el narrador es también un hoy y, de alguna manera, un mañana. Su voz aglutina las formas gelatinosas de la temporalidad; les ofrece un canal, les abre una boca a su fuerza tectónica. Entonces, el viejo querido de la aldea vuelve a aparecer con su chicote y su sombrero de paja, con sus anécdotas y su perro sarnoso; y el tío fantástico, que ahora se encuentra postrado por el Parkinson, se lo ve otra vez echándose encima de sus hombros bultos de yucas o costales de maíz, recupera su juventud y sube vigoroso por los caminos agrestes, abriendo con sus pasos de campesino auténtico una trocha inédita… Todo se restituye. El narrador sutura las fisuras ocasionadas por el tiempo; zurce olvidos; amarra anécdotas sin las cuales nuestra vida sería como un álbum desencuadernado o un espejo vuelto trizas. Las historias del narrador son en verdad un pegamento, un adhesivo de nuestra identidad como personas o como grupo social. El narrador nos recuerda: lo que éramos y lo que somos. A la par que nos pone en situación de escucha, nos exacerba la sensibilidad para no perder la esencia de nuestra mismidad.
Edwin Rodríguez dijo:
El viaje de la vida transita por caminos diversos, coloridos y variables, mas hay algunos que siempre están a la espera de ser retomados. Bien sea por la experiencia del caminate o la fuerza mágica del trecho y, en algunas ocasiones, el destino. Hoy regresar la escritura ha sido una experiencia mezclada por las tres aserciones anteriores. El deseo, el destino y la luz del camino: empezar un nuevo mes en el blog.
La actividad ha comenzado al revés de lo común, probablemente el apetito de lectura del texto fue más intenso que la observación de la imagen, así que Leí y luego observé. Este texto me ha ayudado para construir otro peldaño del andamiaje que respecta al narrador. La brevedad de las frases construye la profundidad, el matiz de la narración y el narrador. Por lo tanto, la narración es la magia que revive los acontecimientos del pasado; el telón que discurre los lugares no visitados, pero anhelados; es la acumulación de experiencias de todos los colores y sabores; es, ella, el carruaje de la historia.
Ahora bien, no hay congruencia si el narrador y la narración no están en armonía. De ahí la importancia del narrador y sus habilidades para abordar el mundo y las experiencias que le rodean. De hecho, debo subrayar la importancia de escuchar y no escatimar aquellos sonidos que no provienen del hombre, porque no solo se debe escuchar esas voces, sino de “la vida” en todo su esplendor. Una tarea que obliga al narrador a callar su voz para poner en primer plano a aquella que lo interpela. Es dejar la cordura a un lado para interpretar los diálogos de los seres vivientes, el sonido inquieto de la naturaleza al despertar, la melancolía de un poso, la musicalidad de las mansas aguas o el mugir de los mares y los ríos. Además, la habilidad del narrador se desarrolla al cobijarsecon la empatía “sentir y vivir lo más íntimo de la cultura” Esas experiencias le convierte en un antropólogo empírico, conociendo los aspectos sociales del hombre y el comportamiento de la naturaleza. El narrador es
En conclusión, la tarea de la narración es vital para la trascendencia de la memoria, pero esa responsabilidad requiere una tarea diligente de cultivar al narrador en el desarrollo de sus habilidades, de búsqueda de nuevas experiencias y la sensación que producen otras culturas y lugares. Bien lo describe Léopold Boilly a través de la pintura “Y el ogro se la comió” La narradora cargada en años, recorrida por la vida toma la letra escrita, con el objetivo de transmitir una historia que encarna en la oralidad. La audiencia que palpita de maneras diferentes. Unos sorprendidos, otros asustados y, ella, rodeada por sus hermanos, de semblante pálido, cabello crespo recogido permanece ahí, mientras su mente la ocupan otros pensamientos.
Maestro, ¡muchas gracias!
Fernando Vásquez Rodríguez dijo:
Edwin, gracias por tu comentario.
Rodolfo Alberto López D dijo:
Este hermoso texto no solo es un homenaje al primer narrador o a todo narrador…Es también un homenaje a quien escucha, imagina y traza desde su mismidad los senderos ofertados por el narrador. La historia, a diferencia de la literatura, entonces, resulta ser una narración más pública.
Un abrazo por tanta y tanta narración puesta en este espacio que, por lo que veo, cada día cosecha más oidores.
Rodolfo.
fernandovasquezrodriguez dijo:
Rodolfo, gracias por tu comentario. Quizá el narrador lo que hace es devolverle a la tribu sus palabras originales. Esas palabras que, por momentos, parece olvidar. Y con ese espejo, la tribu puede reconocerse o acabar de conocerse.