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Fernando Vásquez Rodríguez

~ Escribir y pensar

Fernando Vásquez Rodríguez

Archivos mensuales: enero 2013

Carta para Custodio IV

25 viernes Ene 2013

Posted by fernandovasquezrodriguez in Cartas

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Orgullo de padre 2

Hola, viejo querido,

Durante todo este día te he tenido atravesado en mi pensamiento y en mi corazón. Y aunque siempre estás presente, bien sea por una forma de decir tuya o por alguna anécdota en particular, hoy ha pesado más tu recuerdo. De pronto es porque el miércoles estuvo aquí don Miguel, el maestro que el año antepasado arregló nuestra casa; y al volver a pensar en ciertas mejoras de este espacio como que se removieron tus gestos, tus indicaciones, todas tus palabras de arquitecto campesino. Hasta mi mamá intervino en la conversación para derramar algunas lágrimas y recordarnos a todos tus indicaciones de la manera correcta en caso de cambiar el tablado del primer piso. O, a lo mejor, fue por una visita de Héctor, para contarnos a empellones la tristeza que lo embargaba porque su hijo, de sólo 24 años, se iba a casar. O quizás, sea por el hecho de haber dictado una charla muy exitosa el jueves pasado, a unos ochenta comunicadores organizacionales de varias partes del país, y sentir la alegría y el aplauso y no tener tu voz y tu presencia para hacerte partícipe de esos triunfos que eran también los tuyos.

No sé bien o no puedo definir con exactitud la sensación de tristeza que ha marcado este día. Con decirte, viejo mío, que por esas lógicas extrañas del azar, hacia el cierre de la tarde, mi vieja me llamó a tu cuarto para mostrarme un programa que estaban presentando en la televisión. Se trataba de una entrevista homenaje a Leandro Díaz, a ese ciego que tú tanto admirabas. Cómo te añoraba mi vieja, cómo suspiraba en cada historia de ese trovador, en especial cuando rememoraba su niñez pobre y desolada. Y ahí, en silencio, con mi vieja compartimos esta misma pena. A lo mejor ella también haya estado habitada por esa desazón de tu ausencia.

Después busqué el casete que había grabado, justo en la semana siguiente a tu muerte. Y lo hice sonar bien alto, como para que aquellas melodías inundaran todos los cuartos de nuestra casa, como una manera de espantar con la memoria de un dolor más fuerte, esta incierta pesadumbre. «Ya se murió me viejo»… Entonces, vine acá a mi estudio, prendí el computador, busqué mi diario de escritura y empecé a escribirte.

«Amigos de Colombia, buen viento y buena mar»… Me veo de niño, en las mañanas, sentado al lado tuyo escuchando Radio Santa Fe. La pequeña mesa de comedor, el radio Sanyo, las manos de mamá sirviendo el desayuno. Tú y tu blusa beige, tú y tu devoción por el trabajo, tú y esas largas horas nocturnas empacando bolsas y bolsas con jabón… Me detengo y escucho con atención, ahora es una cumbia: «Marbella». Sé que compré el disco en el aeropuerto de Rionegro para traértelo de regalo, y de inmediato al escucharlo se te alegró el corazón. Creo entender que con esa música bailaste tu juventud en las montañas de Capira, o en el Cerro o en Lomalarga. Allá, de pared a pared, como tú mismo lo decías, estabas hasta la madrugada tejiendo amores, soñando amaneceres… «Hay cosas bellas que nunca se olvidan y sólo con la muerte pueden acabar, como la herencia que le puede dar un padre a un hijo para toda la vida…» El casete sigue su curso y yo me dejo llevar por él, me abandono a tu memoria, a tus palabras, a mis lágrimas… La música y la escritura intentando descifrar mi tristeza: eso pienso ahora mientras mis manos avanzan por este teclado gris.

¿Qué es lo que se pierde cuando se muere un padre?, me he preguntado en estos meses… En mi caso, un lugar, un mirador, desde donde se puede avizorar el horizonte. Muerto tú, viejo mío, se han perdido los hombros que me permitieron de niño poder ver, en medio de la multitud, a «Cochise» o al «Ñato Suárez», cuando la vuelta a Colombia entró por la carrera 30. Se perdieron los hombros para ver de lejos… La música vuelve a interrumpir mis reflexiones, la voz de Jorge Veloza. Música alegre esa, merengues fiesteros, melodías que en tus últimos meses, tendido en la cama, te hacían sonreír, o al menos le provocaban algo de liviandad  a esos huesos tuyos repletos ya de tanta muerte. «Que no falte nunca la alegría, la parranda, la vida, el amor… Para que el campo se vuelva bonito, para que el campo se vuelva mejor…». 

¿Qué es lo que he perdido con tu muerte? Tal vez al artesano capaz de convertir lo cotidiano en extraordinario. Porque un padre es un alquimista de los actos de su hijo, porque logra transformar lo más banal en una hazaña o algo memorable. Un padre transmuta los hechos en acontecimientos: cuando fui acólito y abría, con un estandarte, la procesión en el día de Ramos; los primeros pasatiempos que me publicaron en el periódico El Vespertino; la compra de «Sancho», el primer computador;  el día en que conseguí mi empleo en la Universidad Javeriana… Y sé que de tanto celebrar esos pequeños logros con mi vieja, tu familia o tus amigos, los fuiste convirtiendo en leyendas, en la saga de «El nené» o «El niño».

«Hijo de tigre, tigrito… Eso le digo a papá…» Otro de los discos que te encantaban. Dejo de escribir por un momento para recibir un agua aromática que me ha traído tu vieja. Tomo el primer sorbo. Releo lo escrito. Siento mi corazón menos pesado. Levanto el pocillo y bebo un segundo sorbo. Ahora es el tiple y las guitarras, «Garzón y Collazos» los que entran cantando «La sombrerera». El río. El Magdalena, los anzuelos, las atarrayas, el nicuro, el bocachico… y te vuelvo a ver sentado en el comedor narrando, una y otra vez, tus historias de boga… «Morenita de mi alma, vente conmigo, yo te convido, a la choza que tengo cerca del río, junto a la playa…». Y sigue el bunde, el bunde tolimense. Y te veo feliz en tu tierra de niño y te veo correr por esos playones y te imagino orgulloso de poder llevar a la abuela Clara al menos algunos plátanos, de esos que quedaban como hijos abandonados en el piso de las canoas…

¿Y si esta tristeza la hubiera ocasionado la lectura que hice de Los argonautas del Pacífico Occidental? Porque allí hay muchas páginas dedicadas a la construcción de la canoa, al ritual de darle un nombre, a la botadura,  a los conjuros… Y sé, que durante toda esa lectura, te vi a ti, barquero mítico, padre mío. ¿Acaso estas ayudándole a Caronte, ese otro boga de los ríos inferiores? ¿Sigues remando acaso? ¿Hay también, en ese tu reino de ahora, subiendas de pescado? ¿Te encontraste con tu mentor, Don Bonifacio Guerra? Ay, mi viejo, se me han venido encima tantas obras y palabras tuyas que debe ser por eso que amanecí con una tortícolis insoportable. ¿Y si fuera esa tu manera de agarrarte a alguna rama de la memoria para no caer en el remolino del olvido?

El casete ya terminó su repertorio. Son las nueve y media de la noche. Voy a llamar a Mauricio, un amigo taxista, para decirle que nos recoja a las ocho de la mañana. No sabes las ganas que tengo, viejo mío, de seguir conversando contigo, en silencio. Aunque ya lo sabes, quiero anunciarte que mañana vamos a visitarte, a llevarte flores. Y mi vieja, como fue su promesa, te llevará agua, agua fresca de tu casa.

No sé por qué, pero después de escribir esta carta, tengo la sensación de estar otra vez sobre tus hombros y puedo ver de nuevo el paso de los ciclistas… «Cochise… Cochise».

En el filo de la espada

20 domingo Ene 2013

Posted by fernandovasquezrodriguez in Apólogos

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Ilustración de Norman Rockwell

Ilustración de Norman Rockwell

Cuando el bufón imitaba la forma de hablar del rey, éste último reía a carcajadas pero, a sus más secretos consejeros, les hacía saber que dichas bromas eran intolerables. Y cuando el bufón imitaba el caminar de cerdo del rey, éste último aplaudía sus mimos, pero para sus adentros sentía unos deseos enormes de deshacerse de tal payaso. Y cuando el bufón profería largos monólogos contra el Gobierno, bien fuera en las comidas cortesanas o en la misma sala de palacio, el rey y los otros ministros celebraban cada ocurrencia del pequeño humorista, pero luego, en sus privadas comitivas, conversaban de los límites que debían imponerle a dicho hombrecillo… Pero cuando el rey, y los demás miembros de la corte, veían cómo quería el pueblo al bufón, cómo admiraban su desfachatez, su lengua chocarrera, y su ironía tan festiva como ácida, sabían que  tenían que conservarlo al lado suyo. El bufón parecía serles de mucha utilidad, sobre todo para divertir a toda esa caterva de pobres, tan necesarios para pagar impuestos como inútiles a la hora de defender las fronteras del reino. Por eso, a la par de soportar las bromas pesadas, el humor descomedido, todos los señores del palacio, le permitían al bufón husmear por cualquier zona del castillo. Aún por las habitaciones más secretas. Y el bufón saltaba de un lado a otro, iba de habitación en habitación, hablando en voz alta, gritando, haciendo colorear de vergüenza a las damas más recatadas y a las doncellas más finas. Unas veces era propagando la infidelidad de la esposa del rey, otras, el embarazo no querido de algunas de las infantas regentes. O se dedicaba a repetir hasta el cansancio algún error de cierto ministro o a volver canción cualquier despilfarro de gobierno. En otras oportunidades, el bufón, que gozaba mucho disfrazándose, se dedicaba a recorrer las calles y las pequeñas villas, anunciando con  el mismo estilo del heraldo del rey, las nuevas políticas del mandatario. El pueblo se reía a carcajadas y festejaba con júbilo sus ocurrencias. Pero, en los espacios habituales de Gobierno, se rumoraba que tales salidas podrían traer repercusiones negativas; que ya estaba bien con tales licencias. Hasta se dijo, aunque esto no fue comprobable, que algún miembro de la corte había sugerido matarlo. Pero el bufón conservaba su misma ironía, la misma afilada palabra. Tal vez, en su interior, el bufón sabía que tal riesgo era inherente a su oficio: un viejo maestro le había enseñado que el envés de la risa no es el llanto, sino la muerte. Que lo más difícil es hacer reír, porque cuando uno ríe se libera del miedo. Y el poderoso necesita del miedo para poder gobernar; aunque también necesita del bufón para que ese miedo se aplaque. Esa era la paradoja de ser bufón, le había repetido el maestro: ser a la vez la contra y el veneno. Todo lo que hacía el bufón a alguien beneficiaba y a alguien ofendía. Lo riesgoso de su tarea consistía en que, con el mismo dardo, provocaba el amor y la enemistad. Su humor estaba en medio, como en el filo de una espada.

(De mi libro Ser viento y no veleta. Pistas de sabiduría cotidiana).

El recolector de basura

16 miércoles Ene 2013

Posted by fernandovasquezrodriguez in Cuentos

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Ilustración del polaco Pawel Kuczynski

Ilustración del polaco Pawel Kuczynski

«Era el ruido de una explosión. Una explosión de las muchas que la ciudad soportaba noche a noche. El hombre corrió hacia la ventana, la abrió y sacó la cabeza, buscando con sus ojos la detonación. Un nuevo ruido, esta vez más cercano, lo sacudió. El hombre apenas tuvo tiempo para comprender lo que pasaba. Un vidrio se le había clavado en el cráneo. Instintivamente guardó la cabeza, replegándose sobre sí, como un animal herido de muerte. La sangre se le amontonaba sobre el rostro y las gotas empezaron a ensuciar el tablado del piso de la habitación. El hombre pidió ayuda…»

—Es demasiado descarnado —dijo Carlos.

Ernesto guardaba silencio ante los comentarios de su amigo. Apenas sonreía. Carlos volvió a increparlo:

—Muy realista. Excesivamente realista.

Ernesto buscó entre el escritorio, otros papeles. Escogió uno de ellos y se lo entregó a Carlos, quien empezó a leer:

«El hombre sintió en la garganta la necesidad de un café. El frío de la madrugada lo incitaba. Buscó la puerta lateral del taller, bajó las escaleras y, dejando atrás el sonido de la rotativa, desembocó en el corredor que llevaba directo a la cafetería de la Empresa. Se adelantó, abrió la puerta de vidrio y antes de pronunciar el acostumbrado saludo, oyó y sintió, al mismo tiempo, un sonido mayúsculo, descomunal. Sintió que los oídos le ardían, que una turbina de avión le estaba taladrando el cráneo. El hombre no tuvo tiempo para verse el pecho: un vidrio enorme estaba incrustado en su corazón…»

—Muy imaginativo —advirtió Carlos.

Ahora Ernesto miró con fijeza al amigo. Se detuvo en las manos regordetas de Carlos y en la manera como sostenía la hoja de papel.

—Aunque me parece muy dramático.

Ernesto guardó un silencio largo. Luego, tajante y sin esperar ninguna respuesta empezó a hablar en voz alta, como leyendo alguna historia épica, gestora de mundos:

«El hombre llegó temprano al paradero de buses. Estaba feliz. Confiado en el tiempo que tenía a su favor buscó un quiosco, ubicado una cuadra más hacia el norte, justo hacia el cruce de la calle y la avenida. Prendió un cigarrillo y empezó a caminar. Imprevisiblemente, sin que pudiera precisar el lugar, oyó una explosión atronadora. El estruendo se le metió por el oído y fue creciendo en intensidad hasta convertirse en un silencio chillón. El hombre cayó al piso. Del cielo, de arriba, una lluvia de vidrios vino como corona sobre su cabeza…»

—Pero, ¿por qué siempre vidrios? — lo interrumpió Carlos.

 Ernesto se encogió de hombros. Luego contestó:

—Porque a través de ellos vemos y nos ven…

—A mí los vidrios me parecen más fantásticos que trágicos —le replicó Carlos, echándose hacia atrás de la silla de madera.

 *

Llevaban más de una hora en ese diálogo mediado por la literatura, hablando de lo que Ernesto consideraba una alternativa, el realismo lírico. Una propuesta paralela a la situación que vivía su país.

—Es un intento —dijo Ernesto—. Un intento, si se quiere, ético.

—¿Pero para qué agregar más violencia a la que ya tenemos? —le replicó Carlos.

—Es que no se trata de replicarla sino tener otros ojos para poderla apreciar.

—¿No sería mejor, entonces, utilizar espejos en lugar de vidrios?

Ernesto miró con detenimiento a su amigo. Observó la corbata vino tinto y el vestido gris. Después, agregó:

—Los vidrios son espejos sin marco y sin fondo… Los vidrios son genuina reflexión…

Carlos recibió las palabras de Ernesto como si ya la supiera la respuesta de antemano. No en vano se conocían desde hacía tantos años y no era gratuito el haber caminado juntos tantas calles hablando de cine y de poetas entrañables.

—¿Sabes cuál es el que más me gusta? —pronunció Carlos.

—¿Cuál?

—El que me leíste por teléfono la semana pasada.

—¿Ese?

—Sí.

Ernesto abandonó la silla, caminó hasta uno de los archivadores, situado en la esquina de la habitación, abrió una de las gavetas y sacó otro manojo de papeles. Carlos lo miraba atento.

—¿Lo estás buscando? —preguntó

—Sí. Eso hago.

—Bueno, léemelo.

«El recolector de basura se asombró de ver tantos pedazos de vidrio tirados en la calle, en los andenes; vidrios dispersos entre los pequeños antejardines, clavados entre las flores como un rocío denso y cortante. Vidrios grandes y pequeños. El recolector detuvo el carro carretilla y contempló las ventanas de los edificios y de las casas. A lado y lado se podían apreciar pedazos de transparencia, vitrales a medio camino. La mirada del recolector de basura se detuvo en las formas de fractura de los ventanales; era un paisaje nuevo para él. Varias veces había pasado por esa calle y nunca se había percatado de los colores o la calidad de los ladrillos; mucho menos había descubierto la infinidad de plantas que crecían en los techos de las viejas casas coloniales. El recolector sintió bajo sus pies el sonido rechinante de los vidrios. Caminó unos pasos más, como para habituarse al sonido, y se dispuso a barrer. El cepillo no sabía por dónde empezar. El recolector fue haciendo pequeños montoncitos de vidrios, como si estuviera recolectando patatas; pequeños montones que parecían pirámides de diamante. La luz del sol les daba un brillo fantástico. El cepillo buscaba los cristales y, ellos, huían; se escabullían entre los intersticios de las cerdas de plástico. Más y más montoncitos. Ahora el recolector empezó a agrupar las pequeñas dunas de vidrios con otras más cercanas y éstas con otras, hasta formar unas pequeñas montañas iridiscentes. Vistas desde lejos parecían castillos, chatarra de estrellas. El recolector dejó limpia la calle y los andenes de cualquier señal de vidrio. Se preocupó por hacer un trabajo perfecto. Después echó a la caneca de su carro carretilla la cosecha de cristales. Lo hizo lentamente, como preocupándose de no romperlos más, como teniendo el mayor cuidado posible. Concluida la recolección, metió el cepillo y la pala entre la caneca, disponiéndose a mirar la obra terminada. La calle había quedado perfectamente barrida. Satisfecho, siguió su camino; poca importancia le dio a esa mancha rojiza, entre ocre y morada, que cubría un largo trecho en uno de los andenes. Una mancha de sangre sobre el pavimento no es nada extraño para un recolector de basura».

Dar relieve a los valores

12 sábado Ene 2013

Posted by fernandovasquezrodriguez in Ensayos

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Ilustración de Quint Buchholz

Ilustración de Quint Buchholz

Pareciera un tanto superfluo hoy pregonar una educación en valores. Especialmente por la poca importancia que la sociedad actual les da; y por la avalancha de antivalores que campean en la vida pública de los dirigentes o en un modelo económico que los saca por la puerta de atrás para mantener protegidas sus ganancias.

Sin embargo, o quizá por ello mismo, repensar una educación en valores es una necesidad de primer orden tanto en los espacios de formación como en otros escenarios de socialización. Es vertebral volver a colocar los valores en el centro de nuestras preocupaciones y, lo que es más importante, otorgarles su justa medida y verdadero alcance.

En esta perspectiva, bien vale la pena recordar que los valores están asociados a la cultura, a lo que llamamos tradición o legado de los pueblos. Los valores nacen como pautas de comportamiento valiosas para una comunidad; son unas pistas de acción que determinado grupo de personas consideran vitales para el buen funcionamiento o la mejor interacción entre sus miembros. Por eso los valores son acuerdos sociales, modos de actuar o comportarse en los que un grupo humano coincide por considerarlos referentes esenciales para mantener la convivencia, la armonía y una cierta identidad colectiva.

Dadas tales características, los valores empiezan a troquelarse en los más jóvenes desde el taller formativo de la familia, se acendran en la escuela, se refuerzan en el día a día comunitario, hasta el punto de convertirse en una segunda naturaleza para cada persona. En este proceso es definitivo el papel de los hábitos. Allí, en esa persistencia de determinadas pautas o en la reiteración de una forma de comportarse con los demás, los valores dejan de ser ideales para convertirse en genuina práctica. Sin hábitos es muy difícil que los valores encarnen.

Y ya que lo mencioné, digamos que los valores requieren encarnarse para que signifiquen. De lo contrario, son castillos de naipes o frágiles propósitos. Es en su ejemplaridad o en el testimonio como los valores toman vida. De nada sirve, demos por caso, hablar de la honradez, predicarla por doquier, si en las acciones cotidianas no puede evidenciarse ese valor. O para decirlo de manera más contundente: hay que testimoniar los valores más que predicarlos. Porque, así nadie fiscalice o vigile las acciones de un individuo, así no reciba ningún premio o beneficio, será la vitalidad o mostración de los valores la que despertará en otros el deseo de imitarlos o que lleguen a ser, en verdad, faros morales para orientar determinada sociedad.

Creo, además, que los valores requieren de un ambiente propicio o un hábitat en el que puedan crecer y desarrollarse. De otra parte, los valores necesitan de un tiempo para crecer. No puede forzarse su cosecha o esperar que con unas mínimas actividades den sus mejores frutos. También es necesario contar con el suficiente tacto para ir cultivándolos. Demasiada imposición puede hacerlos fastidiosos o inalcanzables; demasiada permisividad puede hacerlos parecer vanos o innecesarios.

Agregaría que una educación en valores presupone desarrollar el discernimiento, el buen juicio y la toma de decisiones. Si no se aprende a discernir, cada acto de la existencia será resultado de la inmediatez de nuestros deseos o el capricho de nuestras pasiones. El discernimiento es el que permite revisar el pasado para prever el futuro; es el tamiz de nuestra reflexión a partir del cual sopesamos o aquilatamos nuestras acciones con el fin de comprenderlas o tratar de corregirlas. El buen juicio es la capacidad de los seres humanos para someter sus acciones al sereno proceder de la razón, a las lecciones derivadas de la experiencia y a las advertencias que la previsión de la costumbre o la sabiduría han ido decantando. Por último, la toma de decisiones responde a una habilidad para forjar la voluntad o irla preparando al uso de la libertad con sus respectivas consecuencias. La toma de decisiones es una educación del aprender a elegir, un ejercicio de la autonomía y la responsabilidad.

Por todo lo dicho es que vale la pena poner en alto relieve a los valores. Porque sin ellos, perderíamos una brújula moral capaz de regular las conductas y los comportamientos; porque su ausencia debilita los vínculos sociales, los pactos que garantizan el convivir. Porque sin ese código regulador dejaríamos a nuestros apetitos o a nuestros intereses en la total anarquía o la barbarie de la fuerza. Es fundamental que entendamos el compromiso de legar unos valores a las futuras generaciones: esa riqueza espiritual, además de ser un reconocimiento a tantas personas que nos precedieron, es de igual forma una bandera que podemos y debemos izar al porvenir.

 

Cuidar el renovarnos

08 martes Ene 2013

Posted by fernandovasquezrodriguez in Ensayos

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Ilustración de Pawel Kuczynski

Ilustración de Pawel Kuczynski

El hombre debe inventarse cada día. 

Jean-Paul Sartre

Lo que nos hace conservarnos vivos es nuestra capacidad de renovación. Los seres humanos necesitamos, cuando de mantenerse vigentes se trata, mudar de formas de ser y de pensar. Es esa capacidad para reconstruirse de nuevo, para desenredar y volver a tejer un carácter o una personalidad, la que le otorga a las personas su actualidad. Si no nos reinventamos diariamente, aunque nuestro cuerpo continúe sobreviviendo, la existencia de nuestro espíritu apenas parecerá un sudario.

Tal es nuestra tarea esencial: forjarnos permanentemente. Buscar cada día una nueva respuesta, una nueva ruta intelectual, otra salida a algún inconveniente. No contentarnos con lo que ya hemos conquistado o con la solución que parece a todas luces ya definitiva; no “dormirnos sobre los laureles”; no dejar de explorar o de intentar otros campos de acción u otros senderos del conocimiento. Todos los días tenemos como tarea reanudar ese inacabado ejercicio de introspección y avanzar un poco en los insondables misterios de la vida. No podemos quedarnos quietos ni asumir que ya no necesitamos evolucionar. Por el contrario, es en la afirmación de nuestro cambio donde está la certeza de nuestra pervivencia.

Tenemos que convencernos de que es transformándonos como lograremos enfrentar el paso de los años. Sólo y en la medida en que estemos dispuestos –tanto nuestro corazón como nuestra cabeza– a migrar de ideas o de comportamientos, de hábitos o de convicciones, podremos mantenernos en pie frente a los continuos y diversos vendavales de las horas. La única manera de no derrumbarnos es aprender a variar o mudar, a alterar nuestra condición habitual por otros rostros o por otros semblantes más acordes a los nuevos escenarios o las nuevas necesidades. Este hecho nos advierte, por lo mismo, que no debemos apegarnos demasiado a un determinado avatar; que necesitamos valorar el desprendimiento; que cualquier solidificación nos incapacita para proseguir con ese inagotable proceso de transmutaciones que es la vida misma. No podemos encarcelarnos por la nostalgia ni debemos aferrarnos a lo ya pasado. Cada día nos impone la tarea de volver a delinear nuestra cara, de dibujar una vez más el mapa de nuestra identidad, de nombrar otra vez las génesis cotidianas. Cada nuevo amanecer diluye, de alguna forma, los irrefutables colores del ocaso del día anterior.

Lo peor que nos puede pasar es dejar que se nos calcifique nuestro dinámico corazón. La mayor de nuestras desgracias es que nos sintamos tan “realizados”, tan completos, que cancelemos toda nueva iniciativa, toda nueva curiosidad. Debemos luchar contra esas osteoporosis que van cubriendo nuestra alma: ponerla en cuidados intensivos. Y cada vez que sintamos que ya todo está hecho o dicho, o que pensemos que “no hay nada nuevo bajo el sol”, tenemos que ponernos en guardia porque son síntomas de esa enfermedad que nos condena a parecer estatuas o meros espectadores de la existencia. Si son más las respuestas que las preguntas, si son más las rutinas que las innovaciones, si predominan más nuestras quejas que nuestras propuestas, necesitamos cuanto antes aplicarnos la vacuna de la metamorfosis. Es urgente que tomemos –en grandes dosis– esos reconstituyentes de la renovación y el cambio.

Vale la pena que renovemos nuestro ropero espiritual. Como sucede en los trasteos, debemos hacer habitual desechar algunos “trapos viejos” para que quede algún espacio para las nuevas prendas. Hay que botar algunos “chécheres” antiguos si es que deseamos albergar nuevos objetos en nuestra casa. Deberíamos estar en actitud de traslación. Si alguna verdad nos fue útil durante un tiempo, no tengamos miedo de abandonarla por otra que nos parece más transparente o más acorde a nuestra edad o nuestro momento; si algún trabajo u ocupación nos sirvió de soporte y de razón de ser, no temamos en cambiarlo por otro que se ajuste más a nuestro actual proyecto de vida o a nuestra realización personal; si alguna relación afectiva nos pareció perfecta y duradera durante una edad de nuestra vida, no tengamos temor ahora en aceptar su imperfección o su término. Asumamos, con tranquilidad, que la esencia de lo humano es fluida, cambiante. Más que lamentarnos por lo que no sigue igual o porque “las cosas ya no son como antes”, pongamos todo nuestro ser en disposición de mudanza.

(De mi libro: Custodiar la vida. Reflexiones sobre el cuidado de la cotidianidad).

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