Ilustración de Quint Buchholz

Ilustración de Quint Buchholz

Pareciera un tanto superfluo hoy pregonar una educación en valores. Especialmente por la poca importancia que la sociedad actual les da; y por la avalancha de antivalores que campean en la vida pública de los dirigentes o en un modelo económico que los saca por la puerta de atrás para mantener protegidas sus ganancias.

Sin embargo, o quizá por ello mismo, repensar una educación en valores es una necesidad de primer orden tanto en los espacios de formación como en otros escenarios de socialización. Es vertebral volver a colocar los valores en el centro de nuestras preocupaciones y, lo que es más importante, otorgarles su justa medida y verdadero alcance.

En esta perspectiva, bien vale la pena recordar que los valores están asociados a la cultura, a lo que llamamos tradición o legado de los pueblos. Los valores nacen como pautas de comportamiento valiosas para una comunidad; son unas pistas de acción que determinado grupo de personas consideran vitales para el buen funcionamiento o la mejor interacción entre sus miembros. Por eso los valores son acuerdos sociales, modos de actuar o comportarse en los que un grupo humano coincide por considerarlos referentes esenciales para mantener la convivencia, la armonía y una cierta identidad colectiva.

Dadas tales características, los valores empiezan a troquelarse en los más jóvenes desde el taller formativo de la familia, se acendran en la escuela, se refuerzan en el día a día comunitario, hasta el punto de convertirse en una segunda naturaleza para cada persona. En este proceso es definitivo el papel de los hábitos. Allí, en esa persistencia de determinadas pautas o en la reiteración de una forma de comportarse con los demás, los valores dejan de ser ideales para convertirse en genuina práctica. Sin hábitos es muy difícil que los valores encarnen.

Y ya que lo mencioné, digamos que los valores requieren encarnarse para que signifiquen. De lo contrario, son castillos de naipes o frágiles propósitos. Es en su ejemplaridad o en el testimonio como los valores toman vida. De nada sirve, demos por caso, hablar de la honradez, predicarla por doquier, si en las acciones cotidianas no puede evidenciarse ese valor. O para decirlo de manera más contundente: hay que testimoniar los valores más que predicarlos. Porque, así nadie fiscalice o vigile las acciones de un individuo, así no reciba ningún premio o beneficio, será la vitalidad o mostración de los valores la que despertará en otros el deseo de imitarlos o que lleguen a ser, en verdad, faros morales para orientar determinada sociedad.

Creo, además, que los valores requieren de un ambiente propicio o un hábitat en el que puedan crecer y desarrollarse. De otra parte, los valores necesitan de un tiempo para crecer. No puede forzarse su cosecha o esperar que con unas mínimas actividades den sus mejores frutos. También es necesario contar con el suficiente tacto para ir cultivándolos. Demasiada imposición puede hacerlos fastidiosos o inalcanzables; demasiada permisividad puede hacerlos parecer vanos o innecesarios.

Agregaría que una educación en valores presupone desarrollar el discernimiento, el buen juicio y la toma de decisiones. Si no se aprende a discernir, cada acto de la existencia será resultado de la inmediatez de nuestros deseos o el capricho de nuestras pasiones. El discernimiento es el que permite revisar el pasado para prever el futuro; es el tamiz de nuestra reflexión a partir del cual sopesamos o aquilatamos nuestras acciones con el fin de comprenderlas o tratar de corregirlas. El buen juicio es la capacidad de los seres humanos para someter sus acciones al sereno proceder de la razón, a las lecciones derivadas de la experiencia y a las advertencias que la previsión de la costumbre o la sabiduría han ido decantando. Por último, la toma de decisiones responde a una habilidad para forjar la voluntad o irla preparando al uso de la libertad con sus respectivas consecuencias. La toma de decisiones es una educación del aprender a elegir, un ejercicio de la autonomía y la responsabilidad.

Por todo lo dicho es que vale la pena poner en alto relieve a los valores. Porque sin ellos, perderíamos una brújula moral capaz de regular las conductas y los comportamientos; porque su ausencia debilita los vínculos sociales, los pactos que garantizan el convivir. Porque sin ese código regulador dejaríamos a nuestros apetitos o a nuestros intereses en la total anarquía o la barbarie de la fuerza. Es fundamental que entendamos el compromiso de legar unos valores a las futuras generaciones: esa riqueza espiritual, además de ser un reconocimiento a tantas personas que nos precedieron, es de igual forma una bandera que podemos y debemos izar al porvenir.