Ponente y auditorio

La ponencia es un tipo de texto en el que se combina la fuerza persuasiva del ensayo y el tono didáctico de los documentos expositivos. Además de ello, la ponencia reclama para sí ciertas técnicas de comunicación oral a partir de las cuales se logre interpelar a un auditorio.

Del poder persuasivo del ensayo, la ponencia subraya el deseo de presentar una tesis, una propuesta, un asunto específico. Tal apuesta debe ser lo suficientemente clara como para invitar a los oyentes a tomar partido o al menos interesarse motivados por la curiosidad. Este asunto amerita pensarse con detenimiento. ¿Qué es lo que deseamos compartir o exponer en la ponencia? ¿Cuál es el asunto puntual que garantiza la atención de la audiencia? Ni los temas generales, ni las divagaciones atropelladas, llevan a feliz término una ponencia. Lo mejor, entonces, es –así como lo hace el ensayista– tomar una postura, asumir una elección, casarse con determinada propuesta. Sin esa tarea reflexiva y profundamente crítica de saber si en verdad “tenemos algo interesante que decir” lo ponencia queda huérfana de argumentos y raquítica en sus alcances comunicativos.

De los textos expositivos la ponencia asume su voluntad de ir paso a paso, de proceder parte por parte al dar cuenta de un asunto. Aquí es importante resaltar el tener una estructura de base, un camino que facilite la coherencia y articulación entre el todo y sus elementos. Al mantener esta vía expositiva la ponencia selecciona los contenidos, se centra en lo esencial, elimina datos innecesarios, saca partido de lo fundamental o de aquellos aspectos que pueden ser relevantes para el auditorio. La ponencia no opera por acumulación de datos, sino por selección; su mayor efecto se logra concentrando la información, jugando estratégicamente sus mejores cartas.

Hay que insistir en esto: el ponente no cuenta con demasiado tiempo para compartir un hallazgo investigativo, una propuesta de intervención, un modo innovador de proceder o una técnica específica. A veces dispone de 20 minutos o, de manera excepcional, de una hora. Por tal motivo, el material que elija el ponente debe seleccionarse con mucho cuidado, y al escribir la ponencia debe privarse de incluir párrafos de relleno, hacer largas disquisiciones que pueden ser ingeniosas al leerlas pero tediosas al escucharlas, o presentar saltos bruscos en el discurso que conlleven a la desatención y la confusión del público. Por lo demás, y esa ya es una práctica habitual en las ponencias, siempre queda un tiempo al final para las preguntas del auditorio en el que el ponente puede ampliar, completar o precisar determinados aspectos de su ponencia.

El otro punto a tener en cuenta al presentar una ponencia es el relacionado con la puesta en escena. Recordemos que la ponencia se lee frente a un público. Es un acto en el que el expositor debe involucrar técnicas de comunicación oral, como el manejo de su voz, el uso de la mirada y algunas ayudas audiovisuales si la concurrencia es voluminosa o el espacio así lo requiere. La variedad en la entonación es clave. Al leer la ponencia se necesita transmitir al auditorio una emoción o un ritmo que provoque su interés, su atención vigilante. Las pausas y los silencios contribuyen a darle mayor efecto a lo que dice el ponente. De otra parte, mirar al auditorio, hacer como si le habláramos a determinada persona, contribuye a lograr nuestro objetivo comunicativo. Los buenos ponentes no se quedan atrapados en las hojas de su ponencia; más bien van del texto al auditorio y del auditorio a su texto. Y si el ponente requiere el apoyo de una imagen o el recurso tecnológico de un programa de presentaciones, sabe que dichos útiles son medios que no pueden suplantar su voz. Es riesgoso confiarse demasiado en dichas ayudas y perder el contacto y la interacción con el público. Hay que recalcarlo: lo esencial de la ponencia es el vínculo que establece un ponente con su auditorio.

Cabría en este momento agregar dos características más de este tipo de texto. La ponencia necesita incluir párrafos de amarre. Dichos párrafos sirven para que el público no se pierda en el desarrollo de la exposición. De allí por qué algunos ponentes entreguen al auditorio una página que hace las veces de ruta de viaje o que se sirvan de alguna imagen (un esquema, un grafismo) para ir mostrando al auditorio los hitos de su itinerario expositivo. Los párrafos de amarre al igual que esos otros de encuadre o de síntesis son fundamentales para que el escucha se sienta seguro del mensaje recibido. El otro aspecto que no debe olvidarse es el del título que ponemos a la ponencia. A veces se deja para último momento o se opta por algo tan general que no dice nada a los demás. Aquí vale la pena decir que en los foros, congresos o seminarios, los asistentes eligen ir a una u otra ponencia dependiendo en gran medida del título que aparece en la programación del evento. En este sentido, el título es un llamado, una convocatoria, una invitación. Lo mejor, por lo mismo, es que el título esté en directa relación con lo vertebral o esencial de la ponencia. Y debe ser expresado en términos de las necesidades o intereses de los asistentes más que en el capricho del ponente. Ese mismo criterio debe seguirse si se desean emplear subtítulos o si la estructura prevista requiere de establecer varios apartados. Lo importante es no perder de vista que todos los elementos de la ponencia deben estar imantados por las demandas de una audiencia particular.

Los otros detalles, como son el nerviosismo y la falta de seguridad frente a un público, sólo pueden mejorarse con la práctica y sacándole partido a los posibles errores dados en cada acto expositivo. Un ponente no debe olvidar que su discurso estará sujeto a la adhesión o a la repulsa del público; que para unos oyentes su texto será objeto de interés y, para otros, motivo de comentarios ácidos o irresponsables. Nada de eso debe intimidar al ponente, porque si por algo es valiosa una ponencia es por su empeño en mostrar cómo alguien se atreve a poner sus ideas, sus descubrimientos, sus propuestas al debate de lo público. Allí está su dificultad y su mayor ganancia.