Libreta primaria cuarto

Apreciado maestro,

Aunque quizá no recuerde mi rostro, seguramente sí se acordará de Vásquez, su alumno de 4 y 5 de primaria, en el Colegio San Gregorio Magno. Yo era, según usted, el mejor dibujante del curso, y el que, para una semana cultural del colegio, dibujó y presentó una exposición sobre los volcanes más importantes del mundo. Tal vez eso le ayude a recordar mi rostro. Mas no es por eso que le escribo esta carta, sino por otra razón.

Pero antes de hablarle de eso, le cuento que después de dejar la institución donde nos conocimos, terminé mi bachillerato en el colegio Carrasquilla. Al año siguiente me presenté a la Universidad Nacional a estudiar diseño gráfico; pero allí me entusiasmé con la política y decidí entrar a estudiar derecho en el Externado de Colombia. Varios años estuve en aquel claustro hasta que la literatura me hizo renunciar a tal carrera. Busqué entonces las aulas de la Javeriana y allí hice también un posgrado en educación. En esa universidad empecé mi labor como docente en la Facultad de Comunicación Social. Como puede ver, ha sido variada mi búsqueda profesional y sinuoso el trasegar por las academias universitarias. Actualmente dirijo un posgrado en educación, asesoro instituciones educativas y me he convertido en un capacitador en temas como la comunicación empresarial y en campos relacionados con la formación de maestros.

Durante toda esa travesía no he dejado de enseñar, y es por ello, precisamente, que he sentido la necesidad de escribirle esta carta. Es que no sé cómo acabar de agradecerle su pasión por enseñar, su dedicación a este oficio. Lo recuerdo de pie, frente a nosotros, hablándonos de temas que aún hoy me resultan interesantes. Tengo en mi memoria su puntualidad, la organización de las actividades, su manera particularísima de calificar y revisar los cuadernos −¿se acuerda que usted usaba una estilográfica de tinta verde? – y ese trato cordial con nosotros que nos hacía sentir importantes para su clase.

Yo creo que me convertí en maestro por su ejemplo. Usted sembró en mí la importancia de esta profesión. Lo recuerdo impecablemente vestido, con una gabardina beige, esperándonos a la entrada del salón con un gesto de acogida y una invitación a entrar cuanto antes al salón del curso. Todas sus clases me gustaban, su forma de propiciar en el aula la discusión, sus regaños cuando alguno de nosotros se burlaba de un compañero por una intervención desafortunada o cuando nos sorprendía en juegos violentos. Tengo en mi memoria aquellas palabras de que “los puños eran las muecas del que no ha aprendido a hablar”, o su consejo que también le escuché a mi padre de que “lo cortés no quita lo valiente”.

De igual forma rememoro la manera como usted explicaba. Yo creo que nadie se quedaba sin entender. Sarmiento, Ayala, Mejía, Baena…, todos salíamos de sus clases convencidos de lo que habíamos escuchado. Además, hacerle sus tareas era algo apasionante. Tal vez sea porque a mí me ha gustado desde pequeñito el estudio. Sin embargo, cada tarea que hacía para usted era una forma de sentirme digno de sus comentarios, de esas pequeñas anotaciones que usted colocaba debajo de la calificación. No sé si usted lo supo, pero entre nosotros nos mostrábamos esas anotaciones, y cada uno se sentía orgulloso de tener en su cuaderno más de uno de esos elogios. Otra cosa que me gustaba mucho, era la última parte de sus clases en las cuales usted pedía sintetizar lo visto o lo que usted llamaba “el momento de la recapitulación”. Esos diez minutos me encantaban y ponían al salón en un frenesí de manos levantadas que rara vez he vuelto a ver.

De otra parte, y eso se lo agradezco de verdad, me entusiasmaba cuando usted me ponía a exponer frente al grupo porque, según me decía, “yo tenía talento para eso”. Me acuerdo, entre otras, de la exposición que hice sobre el ciclo del agua y otra sobre los dioses de la mitología griega. Usted se quedaba de pie, recostado en una de las paredes laterales del salón, mirándome fraternalmente y cuidando que los demás compañeros –especialmente Tibocha– se mantuvieran atentos. Después, como si yo fuera uno de sus colegas, retomaba palabras mías en su exposición. Yo me sentía muy orgulloso. Y aunque eso no tuviera ninguna nota, para mí era suficiente estar al lado suyo sintiéndome un pequeño profesor.

Es una lástima que la vida no nos haya permitido reencontrarnos. Creo que tendríamos muchas cosas sobre qué conversar. Según supe, usted dejó el colegio y se fue a vivir a Neiva. Al menos eso fue lo que me contó Murillo, un compañero con el que  coincidencialmente nos encontramos en la pasada Feria del Libro de Bogotá. Él también se acordaba de usted, y de su gabardina color beige. En todo caso, así no nos veamos de nuevo, quiero comunicarle con esta carta todo lo que poco a poco he ido descubriendo que le debo. Su herencia de docente es para mí un legado invaluable.

Y sabe qué, maestro, lo más importante es que usted me mostró, con su alegría, con su pasión por enseñar, que a pesar de los escasos salarios, de las condiciones adversas, esto de educar era  un oficio gratificante. Que bien vale la pena asumir esta labor de tallar espíritus, formar personas y contagiar a otros el deseo de aprender y conocer. Usted es un vivo testimonio de la dignidad de esta profesión. Por sus consejos, por su cordialidad, por los retos que me propuso, por el libro que me regaló al final del año, ese libro de tapa dura de El Quijote de la mancha, por todas esas cosas y otras que seguramente siguen creciendo en mí y que más tarde descubriré, quiero decirle muchísimas gracias.

Espero que cada clase que imparta o cada acción de mi trabajo como docente no sean menores al ejemplo que recibí de usted durante esos dos años de primaria.

Con mi aprecio y admiración,

Fernando