Curso Santillana, Bogotá, Leer textos argumentativos

Admiro y celebro con alegría la actitud de algunos maestros de seguir calificándose o manteniendo vivo su deseo de aprender. Esa tenacidad por no sucumbir a la rutina o conformarse con lo ya sabido es algo que vale la pena elogiar y darle su justa importancia.

Desde luego, para asistir a un curso, un seminario, un taller o algo semejante, lo primero que se necesita es no haber dejado de querer y amar la profesión de enseñar. Sin esa primera convicción, sin ese fuego en el corazón, todo lo que se haga será inútil. Considero  que nadie desea cualificarse en algo si antes no valora su propio oficio, si a lo que hace cada día no lo dota de dignidad o trascendencia.

Lo otro es estar convencido de que alguien también puede enseñarnos alguna cosa nueva. Que, como se dice coloquialmente, un maestro ‒así lleve muchos años en su labor‒ no se las sabe todas. Bajo esta óptica es que cabe asistir con expectativa y emoción a escuchar una charla o una conferencia. Y por considerar que un colega puede enseñarnos algo es que se vuelve a retomar el rol de estudiante, con todo lo que implica de curiosidad y zozobra. Esta disposición de continuar aprendiendo es fundamental  para sacar el mayor provecho de determinado curso de formación.

Un tercer asunto es el de saber organizarse o planificar el tiempo. Digo esto porque el monstruo mayor de los maestros ‒aunque no únicamente de ellos‒ es la de ser devorados por la rutina, por el día a día con sus fauces de tiempo omniabarcante. Así que, si no hay organización en los horarios y las tareas cotidianas, lo más seguro es que no se cuente con tiempo para asistir al curso que nos interesa o a ese otro taller que podría servirnos para cualificar nuestra tarea docente. En algunos casos, no basta con esto sino que, además, hay que “luchar” con las directivas o los jefes inmediatos para hacerles ver la importancia del evento; que no es una pérdida de tiempo sino una genuina inversión en los estudiantes.

Ya en el teatro o en el sitio destinado para el encuentro, fuera de estar atentos, hay que disponer el espíritu o el intelecto de tal manera que en realidad se capte y aproveche lo que se va escuchando. Tomar apuntes, revisar la bibliografía recomendada, seguirle las huellas a ciertas pistas dadas por el conferencista, contribuye a que lo oído no termine en el impacto momentáneo o en una emoción sin resonancia en el tiempo. Entonces, lo mejor es darle a aquellas informaciones una aplicación en el aula o enriquecerlas adaptándolas al propio contexto de trabajo. Si lo escuchado no se valida, se contrasta o se somete al yunque de la cotidianidad docente, lo más seguro es que muera sin haber fecundado la esencia de enseñar y aprender.

Considero vital, en este mismo sentido, el diálogo posterior que se da con los colegas asistentes y con aquellos otros de la institución donde se labora. La charla informal, el compartir un texto entregado o la referencia a una estrategia o un recurso de enseñanza expuesto en el evento, todo ello, contribuye a que lo nuevo reverbere o se agarre mejor a nuestro pensamiento. Hablar con otros de lo escuchado, poner a circular una propuesta, hace que la información se transforme en genuina formación. Permite, en suma, que los datos externos se interioricen y hagan parte de nosotros.

Vuelvo al inicio. Me siento orgulloso de los maestros que sacan unas horas para sentarse otra vez a aprender con el gesto y la actitud de los auténticos estudiantes. Allí, en tal disposición, está una de las claves de mantener la calidad de la docencia y una bonita manera de continuar siendo vigentes o innovadores en la práctica educativa.