Custodiar a nuestros maestros

Los maestros nos enseñan lo que es posible para alcanzar lo imposible.
Paul Valéry

La función primordial de un maestro es crear las condiciones favorables para que el alumno pueda desarrollar su propio ser. A partir de su ejemplo o de sus conocimientos, el maestro habilita al aprendiz para que logre desplegar sus potencias y con ellas alcance sus más preciados ideales. Es a partir de esa referencia personal propuesta por el maestro como aquellos que aprenden se sienten más confiados y más seguros de empezar su personalísima aventura.

 Sobra decir que esta tarea comporta una especial condición. No cualquiera puede arrogarse el título de maestro. Porque para serlo en verdad, para alcanzar ese estadio de hito o mojón, de faro o brújula para noveles viajeros, se requiere haber trasegado por muchos caminos, sortear variadas odiseas, haber leído y olvidado muchos libros. No basta con saber alguna asignatura o posar de erudito. El maestro no tiene como fin su propia persona. Lo que en verdad pretende es que otros, a través de él –como si fuera una piedra de toque para el espíritu– se enciendan o hallen su propia melodía. Lo que busca el maestro con cada una de sus actitudes es que el alumno sufra una transformación o, mejor, que se descubra. Y sus palabras, sus gestos, van encaminados a lograr tal metamorfosis: a veces empleando medios sencillos y gratificantes y, en otros casos, forzando el material, forjándolo con la fuerza de la exigencia o la penosa disciplina. Pero siempre teniendo en su mente y en su corazón que lo importante está en que el aprendiz sufra o alcance esa mutación, que tenga su verdadero nacimiento.

Como puede colegirse, el ejemplo es consustancial a la labor del maestro. Es muy difícil tratar de enseñar lo que no se pude mostrar o de lo cual no se puede dar fe. El maestro es maestro por lo que habla y por lo que hace o deja de hacer. Todo él, es plena enseñanza. Entonces, cuando se asume esta profesión, se asume también una responsabilidad que la mayoría de las veces no somos capaces de dimensionar. Perdemos de vista la densidad o el alcance de una frase o el impacto de una conducta en alguien que tenemos al frente en actitud de aprendizaje. Cuántos de los comportamientos de algunos maestros marcan la conducta de un individuo para toda su vida; cuántas vocaciones se coartan y cuántas otras despuntan sólo por un gesto o una palabra de un maestro. Tal responsabilidad nos advierte de una ética que deben observar aquellos que optan o desean ponerse en esa situación de pilar formativo para otros. Al ser señales que convocan las miradas, los maestros adquieren un compromiso histórico. Algo más está en juego que la simple transmisión de un saber; lo que de él depende es otra cosa: un hito de sentido para las nuevas generaciones, una perspectiva capaz de construirle horizontes a la humanidad del mañana.

Desde luego que no son únicamente maestros los que laboran en escuelas o centros formales de educación. Hay maestros también en ciertos ambientes institucionales, en la familia o en espacios comunitarios. Lo que importa es el deseo o la intención de alguien para favorecer el desarrollo de otra persona. Cuando eso sucede, cuando un ser humano dedica lo mejor de sus fuerzas y su inteligencia para que un otro avance y logre aflorar en plenitud, de alguna manera se está instituyendo como maestro. Por supuesto, si a eso se suman didácticas y métodos específicos, si se cuenta con útiles adecuados y se tiene la paciencia para saber dosificar y adecuar el tipo de saber a una determinada edad o necesidad, entonces los resultados serán más provechosos o de mayor amplitud. Digamos que si a esa voluntad inicial se le suman unos fines precisos y una estrategia pertinente, estaremos más cerca de adquirir el título de verdaderos maestros. En todo caso, independientemente de la experiencia y de un aval institucional, lo que moviliza la esencia del maestro es su dedicación y su entereza para que un aprendiz se apoye en él y pueda escalar otro estadio de su personalidad, otro nivel o fase de su evolución moral, mental o espiritual.

Nunca acabaremos de agradecer a esas personas que nos ayudaron a ser lo que somos. Serán pocas las palabras para enaltecer a quienes nos sirvieron de hombros fuertes y seguros para divisar otros mundos y otros aires. Por ellos, gracias a su cotidiano esfuerzo, es que descubrimos en nosotros mismos talentos insospechados, habilidades inimaginables, destrezas ocultas o secretas. Gracias al ejemplo de esos maestros afianzamos nuestra confianza y llenamos nuestro pecho del suficiente aire como para desplegar las alas de nuestra existencia y sortear animosos los abismos de nuestro crecimiento.

(De mi libro Custodiar la vida. Reflexiones sobre el cuidado de la cotidianidad, Editorial Kimpres, Bogotá, 2009, pp.53-56).