Fotografía de la Agence France-Presse

Fotografía de la Agence France-Presse

De todas las circunstancias y anécdotas relacionadas con la elección del nuevo Papa Francisco lo que más me ha llamado la atención es la fuerza del ritual, la atracción y fascinación que genera.

Desde luego, la religión y, especialmente la iglesia, ha sido celosa guardiana de los rituales. Buena parte del acceso a la trascendencia está en este cuidadoso ir paso a paso, en estar atento a los tiempos, en darle valor a un color, un objeto, un gesto. Eso acaece no sólo en el cristianismo sino en otras tantas prácticas religiosas del orbe. Nada queda por fuera del ritual: ni el tipo de discurso, ni la manera de interactuar, ni el ambiente, que ya de por sí invita a disponerse o entrar en un espacio distinto, en un lugar “sagrado”.

Sabemos que “el rito actualiza el mito”; al menos eso es lo que nos han enseñado etnólogos, antropólogos e historiadores de las religiones. El rito vuelve a recordarnos lo que de tanto decirse o hacerse comienza a perder su genuino significado. El rito hace que el presente mire hacia el pasado en pos de un origen, una causa, un motivo esencial. El rito es el lubricante de los vínculos con un relato fundacional o con aquellas raíces de un credo, una ideología o un comportamiento colectivo. Si no fuera por los ritos viviríamos fracturados en nuestra herencia cultural; andaríamos iniciando siempre o improvisando permanentemente los escenarios de la socialización. Los rituales, en suma, nos ponen en sintonía con los fundamentos de un comportamiento, una costumbre, o los basamentos de una institución.

Piénsese, a partir de la elección del Papa, en todas esas cosas que convierten este hecho en algo de excepcional importancia. Está, por ejemplo, la forma como se elige al sumo pontífice –toda la gravedad del secreto−, o aquella clausura de los cardenales mientras se llega a la elección; o esas otras particularidades de las papeletas, su cosido y destrucción. Y ni qué decir del humo blanco o negro como índice de haber llegado o no a un consenso sobre el sucesor de Pedro, el apóstol milenario. Por lo demás, hay una serie de personas especialmente designadas para contar las papeletas, para anunciar el nuevo pontífice y, de igual modo, un sitio determinado para presentar al pueblo el primer saludo y dar la primera bendición. Nada queda por fuera del ritual: las campanas, la guardia, el hecho de no saber hasta dentro de cincuenta años cómo quedaron las cuentas de los comicios. Y, claro está, a eso también contribuye la lengua en la cual se dice o se anuncia tal rito, el latín. Esa lengua “muerta”, recobra toda su fuerza cuando el ritual la toca con sus cantos y sus protocolos solemnes.

Bien pensadas las cosas, en el rito se juega la sacralización de lo cotidiano. El ritual dota a las acciones rutinarias de una pátina o una luz que les confiere una nueva identidad o, al menos, les devuelve una frescura o un valor desapercibido. Esto lo sabemos o los hemos experimentado cuando, dada una ocasión especial, preparamos de otra forma la mesa del comedor o nos vestimos de una manera especial para agradar a un invitado; o cuando organizamos y aseamos con tanto esmero un sitio para una celebración que resulta irreconocible para aquellos que allí viven. Ritualizamos un encuentro amoroso, un onomástico, un logro académico, una actividad dentro de una profesión. Cuando esto acontece, los mismos alimentos que comemos regularmente saben distinto, la misma piel que amamos la sentimos más exquisita; la indumentaria habitual nos parece más elegante o vistosa. El ritual permite que lo común ocupe por un momento un sitio de privilegio, un lugar muy cercano a lo extraordinario. Son los ritos los que nos ponen en comunión con el misterio o la maravilla.

Pero no sólo eso. Entrar en un ritual es asumir un rol, una actitud y una disposición específicas. El rito nos invita a hacer conscientes una forma de comportarnos, a atender el sentido de las reglas y las normas sociales; el rito necesita para su justa escenificación que los actores regulen su voluntad o su capricho. Por lo mismo, los rituales nos exigen estar atentos, vigilantes de un cambio de postura o de saber responder a una solicitud lingüística. No se puede participar de un ritual sin estar despiertos e interesados. El rito pide vigilancia y compostura. Tales demandas traen consigo que los asistentes, además de compartir o acceder a dicha ceremonia, logren una dignificación o un enaltecimiento singular. Los rituales le otorgan a los seres humanos honra, valía, prestigio, respeto.

No deberíamos perder de vista estos asuntos, especialmente en esta época en la que todo parece informalmente masificado, en que se van olvidando o desconociendo las ceremonias, en que el estrés y la comida rápida y el tener todo a la mano, parece condenarnos a estar privados de trascendencia y, por el contrario, sometidos a una bruma consumista de lo profano. La reciente elección del Papa Francisco puede servirnos de ejemplo para observar cómo en medio del escepticismo y la incredulidad actuales un ritual puede renovar cierta voluntad de creer y, especialmente, conferirle a un cargo la majestuosidad y la relevancia que merecen.