Verso

La poesía no es un producto de consumo masivo. No es una mercancía promocionada como un bien de primera necesidad –aunque debería serlo–. Los tirajes de esos libros, con muy contadas excepciones, son reducidos. De igual modo, las editoriales especializadas en publicar poesía no son muchas. Sin embargo, el poeta aspira encontrar un lector dispuesto a tomarse un tiempo para conversar tranquilamente con sus versos; un lector atento a las imágenes sutiles y a los ocultos mensajes dispuestos en esa pirámide de signos que es todo poema. Y que también tenga un excelente oído para escuchar el palpitar de una armonía, la modulación de la vida repartida línea a línea en una forma de palabras. En suma, lectores apasionados por la magia de las palabras y su ritmo.

Profundicemos en lo dicho. Los versos hay que catarlos, oler sus imágenes, degustar su estructura, saborear su cadencia o su ritmo. No es recomendable apurarlos de una vez; se puede perder lo mejor de su sabor y su color. Y como pasa con algunos vinos, hay ciertos poetas que merecen, una vez leídos algunos de sus poemas, dejarlos reposar en nuestra mente. Lo que quiero decir es que la poesía –la palabra de la poesía– es una bebida para saborear muy lentamente, ojalá en silencio o con una buena música que no interrumpa este ritual de libar copa a copa, verso a verso, un buen vino elaborado artesanalmente por las manos de los cultivadores de las palabras.

No se trata, por lo mismo, de agotar en orden todo un libro, o de leerlo como si fuera una lección escolar. El libro de poesía, a diferencia de otros textos, permite diferentes entradas, tiene intersticios por los que puede colarse la curiosidad del lector. Hay una lúdica que guía el ojo del apasionado de la poesía: primero, mira allí, lee uno; luego pasa las hojas, leyendo las primeras líneas de otros; después, va hacia la parte final del libro y se detiene en un poema, cuyo título le llamó poderosamente la atención. Termina de leer la primera estrofa y salta otra vez hacia el inicio. Ahora se detiene en un poema, pequeñísimo, que lee varias veces… En el lector de poesía se combinan la mirada del ave y la parsimonia de la tortuga; el gesto de la liebre que salta curioseando y el ritmo del caracol, devoto de su propia lentitud.

El poema exige, pide releerse. A diferencia de otros géneros o tipos de escritura, el poema no se capta en plenitud de una sola pasada. Sus significados brotan en la medida en que toquemos de nuevo cada una de las palabras o cuando unimos los versos  que parecen –en la poesía contemporánea– ya no bastarles el asiento de una sola línea. La relectura, hay que insistir en ello, es un acto de profundizar en el sentido, de perforar o abrir las capas internas de un texto para apreciar mejor las semillas que esconde. Y a los poetas les gusta envolver con metáforas, cubrir de imágenes sus secretos. El poema pide como los enamorados o ciertos enfermos solitarios la fidelidad del lector para volver a visitarlos.

Estoy convencido también de otra cosa: el lector de poesía debe encontrar sus poemas o su poeta. Una voz que armonice con su espíritu o con la cual pueda establecer algún vínculo íntimo. Esto puede durar muchos años. Se lee y se lee poesía hasta que un día, a veces por azar, se da con un poema que hace vibrar nuestra alma o conmueve nuestro pensamiento. Y sentimos la necesidad de buscar otros poemas de este autor, saber de su vida, adentrarnos en su mundo de palabras. Con ese poeta se inicia, entonces, una relación que es para toda la vida, así no lo leamos todos los días. La poesía de ese autor se convierte en parte de nuestra conciencia, sirve de guía, de solaz, de estímulo cuando las cosas no van por buen camino. Los poetas que descubrimos y hacemos parte nuestra son, en verdad, amores eternos.

Por supuesto, a lo largo de nuestra existencia vamos hallando otras voces poéticas capaces de interpelarnos o de tocar nuestro espíritu. Nuevas preocupaciones, diferentes preguntas, traen consigo también a otros poetas. Lo extraño es que esas nuevas voces no condenan al olvido a las anteriores. El buen lector de poesía no cambia unos versos por otros, no va desechando lo antiguo por lo nuevo. Puede suceder que al Neruda de su juventud sume el Yeats de su adultez. Es posible, también, que el libro de Los Heraldos negros de Vallejo –el que llevaba a todas partes cuando era un estudiante universitario– comparta un sitio ahora en la biblioteca con el nuevo libro El alfabeto del mundo de Eugenio Montejo, un amigo reciente del camino, cercano a la sensibilidad de alguien que ya tiene más de cincuenta años. No es cuestión de hallar el mejor poeta, sino de dar con esos autores que tengan resonancia en nuestro corazón o que interpreten de mejor manera la partitura cambiante de nuestra vida. Tal vez la causa de que a algunas personas no les guste la poesía es que no han encontrado aún esa voz hermana, esa alma gemela oculta en unos versos.

Es de anotar que el encuentro con ese poeta o con algunos de sus versos puede provenir no de las propias búsquedas sino de un iniciador que los puso en nuestro camino. Esto sí que es fundamental, cuando se trata de la poesía. Si se quiere aprender a estimarla, es decisivo tener promotores o inspiradores apasionados. Personas que, como participantes de un ritual órfico, nos logren entregar parte de los secretos del canto escrito. Esos iniciadores pueden estar ocultos en un humilde maestro, en los brazos de alguien que amamos o –y eso es lo más común– en las manos fraternas de un amigo. Son ellos los que nos animan a leer un poema, a explorar en un autor o un libro específico. Puede que esa fascinación provenga de que siempre andan citando a un poeta, porque nos sorprenda la explicación que nos dan del significado profundo de unos versos o porque, al escucharlos, por la modulación de su voz, por su arrobamiento, nos inciten de tal manera que lleguen a cautivarnos hasta la emulación. Sea como fuere, para ser un buen lector de poesía tenemos que pasar por la etapa de novicios. Alguna vez, al menos, necesitaremos la compañía y el consejo de un iniciador adepto al canto sublime de las musas.

Pongamos punto final con una reflexión: la prisa de nuestra época y el cultivo de la frivolidad parecen oponerse a que existan lectores de poesía; la cifrada manera de usar un lenguaje y la poca divulgación de los libros de poemas puede ser otro motivo para considerar a la poesía un gusto de minorías, un alimento escaso y difícil de consumir. Pero a pesar de todos esos signos negativos o poco favorables lo cierto es que hay lectores de poesía. Personas consagradas, gozosamente, a paladear esencias cotidianas, escuchar las voces aladas de los sueños o extasiarse con el rumor de delicadas verdades.