Escalera y nube

«Lo poético es poesía en estado amorfo; el poema es creación, poesía erguida».

Octavio Paz

Es un hecho que la poesía, lo que llamamos poesía, no le pertenece sólo a los poetas. A la par que los nutre, los desborda. La poesía es una fuerza, un estado, una situación; el poema, una concreción de la escritura, una forma hecha con palabras. Una y otro se retroalimentan, comparten sus secretos, pero cada quien defiende sus fronteras y su campo de gravedad.

Miremos con algún detalle a la poesía. Si la consideramos en su origen etimológico, está asociada a la creación, al producir, al elaborar o gestar alguna cosa. La poesía, por lo mismo, es inherente a todas las manifestaciones donde el ser humano crea algo, construye o asume el papel genesíaco de la naturaleza. Hay poesía, en este sentido, en el artesano que saca de la madera una forma oculta, en el pintor que plasma un paisaje en un lienzo o en el bailarín que con su cuerpo pone en escena un mundo imaginario. También hay poesía en ciertas obras arquitectónicas o de ingeniería porque son ejemplos supremos de creatividad, de cabal engendramiento. Y, por extensión, también hay poesía en el nacimiento de una nueva vida, en el florecer de una semilla, en los actos humanos de absoluta entrega o abnegación y en variadas manifestaciones de la naturaleza, especialmente aquellas en que el universo se recrea a sí mismo. La poesía, así entendida, rebasa el campo de las palabras para recalcar aquellas obras o acontecimientos que logran interpelar nuestra sensibilidad.

Me gusta pensar que la poesía, desde otra perspectiva, se da cuando confluyen lo infinito y lo finito. Eso que otros llaman, lo sublime. Hay algo sobrecogedor cuando se presenta ese encuentro: un hombre solo frente al mar, la llanura o el árido desierto; alguien contemplando el cielo estrellado… En todos esos casos, la poesía es la emoción de ver en el mismo espacio y en el mismo tiempo, realidades o seres que por su misma condición son lo más contrario, lo más opuesto: ahí está la pequeñez del hombre, su diminuta figura, de cara a la inmensidad del universo o la vastedad del mar. La poesía es una sensación de pequeña grandeza, de limitada inmensidad. Son los sumos contrastes, la amalgama de realidades bien opuestas, las que pueden provocar en algunos espíritus está sensación de ser dios y hormiga al mismo tiempo. Los que han subido a la pirámide del sol en Teotihuacán, sabrán de qué estoy hablando. O esas otras sensaciones, cuando los amantes llegan el éxtasis: el arrobamiento erótico es sublime, es altamente poético, porque por unos segundos el límite se besa con la eternidad. O, si prefiere, el culmen de la vida se encuentra frente a frente con la muerte. ¿No llaman los amantes a esa cúspide, la pequeña muerte? La poesía, en esta segunda mirada, proviene de un rasgo de nuestra condición humana: el de ser seres hechos de tiempo y de memoria; el de sabernos finitos pero al mismo tiempo capacitados para fantasear e imaginar lo ilimitado.   

Ahora detengámonos en el poema. En él o con él, como si fuera una cesta de entomólogo, se busca capturar la evanescente poesía. Cada palabra elegida por el poeta aspira a agarrar la sensación magnífica, el sentimiento desbordado, la pasión abrasadora, la nostalgia que hace doler el vientre, la alegría que entra como nuevo aire a los pulmones…Todo eso lo captura el poeta con sus versos. El poema vive una situación paradójica: la poesía es la que lo hiere, la que toca su rabo estelar; la poesía es la que anima al poeta a atraparla, a tenderla complaciente sobre la hoja en blanco; pero la poesía también es lo que huye, la que se niega a ser encarcelada por el poeta y prefiere los ojos y las manos del lector. Y el lector de poemas, una vez vive la experiencia estética de la poesía, una vez ha hecho catarsis en su corazón, ve cómo la poesía se pierde o disuelve en el rayo de sol mañanero o se confunde con las primeras gotas de lluvia que caen como pequeños meteoros sobre la árida tierra de los caminos. El poema que es un fin en la mente del poeta, para la poesía es un medio, un puente a través del cual sigue su existir errabundo.

Agreguemos que el ritmo, la métrica, son astucias del poema para atrapar el viento que, como la poesía, es invisible. Las cadencias que el poeta usa son trampas de caza para agarrar la presa salvaje de la poesía. El ritmo, la búsqueda del ritmo, ayuda enormemente a los poetas a dialogar con la poesía. Aquí debemos decir, de una vez, que la música es la más cercana amiga de la poesía, porque no tiene referentes directos con el mundo que conocemos; porque los sonidos, agudos o graves, cortos o expandidos, se asemejan más al ritmo de nuestro corazón, al ritmo de la vida. El poeta, al saber esas cosas, sopesa sus palabras, las mide con el oído, las combina en su partitura, para dejar en ellas algunas huellas de la huidiza poesía. Y por eso también, mide cada uno de sus versos: heptasílabos, endecasílabos, alejandrinos, verso libre, encabalgamientos; porque sabe que en esas cesuras, en esos compases, la poesía es más fácil de convencer, más benigna a escuchar la voz de quien la llama. El ritmo es, en verdad, un recurso de las silentes palabras para atrapar el canto armonioso de la poesía.

Y por eso también existen formas poéticas: el soneto, el cuarteto, la canción… Cada una de esas formas son útiles diversos para el cazador. No sobra decir que la poesía no tiene una única forma; se transmuta permanentemente. Tiene el don de la metamorfosis y el mimetismo. Dado esto, el poeta sabe que necesita más de una herramienta, diferentes artes de pesca: la pasiva nasa, para cuando los peces de la poesía habitan en aguas profundas; la activa atarraya, para esa poesía que va por la superficie de las aguas, saltando como peces de subienda… Y, por supuesto, también está la cimbreante caña de pescar, con cebos naturales o sintéticos. Cada una de esas formas empleadas por el poeta, no hay que perderlo de vista, nace de una necesidad interior: por momentos la poesía viene solitaria y, otras veces, se mueve como un cardumen, y hay que pescarla de otra manera. Por eso es un error, a no ser que sea como ejercitación o aprendizaje del oficio, el querer imponerle a la irrupción de la poesía una forma predeterminada. Más bien es lo contrario: el poeta tiene que adaptar qué útil se ajusta mejor al cuerpo de la multiforme poesía. Esto es tan definitivo que algunos poetas han dejado pasar la poesía por emplear un artilugio inapropiado o por quererla meter violentamente en una camisa de fuerza. Los poetas experimentados saben que las formas utilizadas por los pescadores dependen de la variedad de peces y del caudal o la fuerza de las aguas.

Intentemos un epílogo a estas reflexiones: la poesía es un bien común, una riqueza asequible dependiendo de la sensibilidad y la capacidad de asombro de los seres humanos; el poema es una manera de apreciar en concreto la poesía, una evidencia de su emerger silencioso. La poesía espolea al poeta; el poema son las bridas que el poeta le pone a la poesía. La poesía es el caballo desbocado; el poema, el jinete que intenta dominarlo.