Ilustración de Leszek Żebrowski

Ilustración de Leszek Żebrowski

ACANTILADO
Hay otra forma de vivir,
pero seguimos aferrándonos
al acantilado, sobre la espuma del mal.
Seguramente alguien nos dio
el mar de danza irrepetible:
Nosotros escogimos la roca de la culpa
de donde no podemos mirar cielo ninguno.
Giovanni Quessep

Aunque hay otra forma de vivir, como nos dice Giovanni Quessep en su poema “Acantilado”, lo cierto es que a muchas personas les gusta aferrarse al abismo permanente de la culpa. Teniendo la posibilidad de elegir una existencia soberana convierten su día a día en un tormentoso despeñadero de remordimientos. Tal vez estas personas, de tanto redundar en su culpabilidad, olvidan que es posible vivir de otra manera. 

Es clarísimo, como se muestra en el poema, que los seres humanos tenemos la posibilidad de elegir nuestro destino. No es un castigo de los dioses ni un plan predeterminado. Cada persona, al tomar sus decisiones, va delineando la figura de su propia vida. Y, por supuesto, al elegir una opción –afectiva, profesional, económica o de otra índole– debe hacerse responsable también de sus consecuencias. La culpa emerge, precisamente, cuando nos arrepentimos de las elecciones hechas o cuando no queremos aceptar las implicaciones de alguna decisión tomada. Es bueno aclarar esto porque los únicos causantes de estar en los bordes del precipicio de la culpabilidad somos nosotros mismos. A nadie más puede achacársele nuestra particular manera de aferrarnos a un vacío.

De otro lado, la vida nos ha sido dada como un “mar de danza irrepetible”. Esa es su maravilla y su fascinación. Nadie puede vivir por otro y no es posible, como se dice coloquialmente, “vivir en borrador”. Cada día que pasa, cada persona que encontramos, cada experiencia que tenemos, por más que quisiéramos, es irrepetible. ¿Cuándo, entonces, aparece la culpa? Pues en el instante en que nos lamentamos de algo que no vivimos o en el momento que anhelamos volver a vivir de manera diferente algo que ya pasó. La culpa, en este sentido, es la no aceptación de la irrepetibilidad de la existencia. Aunque parezca extraño, la culpa niega la vida, se opone a su desarrollo único, se obstina en resucitar lo que ya ha cumplido su ciclo. Quizá sea esa “la espuma del mal” a la que se refiere el poeta: una maléfica obstinación en reversar la vida; una fascinación no por seguir adelante sino por volver atrás, retractándose o abjurando de lo vivido.  

Quessep dota a la culpa, además, de la consistencia de la roca. A lo mejor, para subrayar esa falta de dinamismo, esa fijeza que no le permite a los culpables moverse al ritmo propio de lo vivo. El culpable se queda momificado en una decisión, en un hecho, en una determinada acción. Siempre busca regresar a ese punto; o mejor, el culpable se ha quedado fijo en un lugar. Su conciencia, su memoria, sus emociones y sentimientos están prisioneros del sedentarismo de alguna decisión. Al culpable le faltan músculos y energía para decir, “bueno, no fue lo correcto, me equivoqué en esa elección, no pensé mejor las palabras que dije”, para luego, poder seguir adelante en su recorrido vital. Dada su condición de roca, el culpable repite y repite, como si fuera una letanía, la misma disculpa, el mismo llanto, la misma retahíla del “yo no quería hacerlo”, “a mí me obligaron”, “no sé por qué lo hice”, “qué bueno sería seguir como estábamos antes”. Por tener una consistencia pétrea, el espíritu del culpable es un permanente eco. Un repiqueteo que a sí mismo se responde.

El poeta nos hace una advertencia en las últimas líneas: al escoger el camino de la culpa, la consecuencia más grave es que “no podemos mirar cielo alguno”. Si nos asumimos como culpables, nos prohibimos la esperanza, el sueño, la utopía. Por estar preso del arrepentimiento, por vivir revocando los edictos de su libertad, el culpable no puede ver sino hacia el despeñadero, hacia la sin salida o el destino desafortunado. Ni las estrellas, ni el sol más radiante, le son estímulos llamativos. Lo que en verdad convoca su atención es la negrura del abismo, la enrarecida bruma del “no hay nada que hacer”. Pero no debiera ser así; no podemos permitir que nuestra libertad se vea frenada por las lajas afiladas de la culpa. Porque, y es importante repetírnoslo, “hay otra forma de vivir”, tal vez más riesgosa pero más genuina y con una ventaja existencial enorme: la de no perder de vista el vasto firmamento.

(De mi libro Vivir de poesía. Poemas para iluminar nuestra existencia, Editorial Kimpres, Bogotá, 2012, pp. 113-117)