Ilustración de Quint Buchholz

Ilustración de Quint Buchholz

El arte de leer es, en gran parte,
el arte de volver a encontrar la vida en los libros
y, gracias a ellos, comprenderla mejor. 
André Maurois

 

Una de las bondades de la lectura, además de su placer implícito, es la de ayudarnos a comprender la vida. Por eso, quien tiene el hábito de leer va adquiriendo ciertos lentes que le permiten descifrar mejor algunos de los signos en que está escrita la existencia.

No cabe duda: leer es un acto de reencuentro, de reconocimiento. Ahí, frente a nuestros ojos, reaparecen los problemas o las situaciones con las que a diario tenemos que lidiar; o se nos muestran experiencias ya vividas o por vivir; o desfilan seres reales o imaginarios que de alguna manera hemos sido o presentido. Entonces, el acto de leer se convierte en una especie de toma de conciencia, de caer en la cuenta, de luces súbitas que nos permiten esclarecer o vislumbrar actitudes o comportamientos. Cuando se lee de verdad, cuando nos metemos de lleno en esos micromundos de las hojas de los libros, lo que hallamos son pistas clarividentes para explicarnos nuestro pasado, espejos para mirar mejor nuestro presente o señales orientadoras para nuestro futuro. El arte de la lectura de ciertas obras, arroja indicios tanto de lo que fuimos, como de lo que somos y de lo que seremos.

No debe entenderse aquí arte de la lectura como tecnicismo escolar o rapidez ocular; tampoco el poder formativo de la lectura estriba en la cantidad de libros leídos o en la dificultad del tipo de obras que frecuentemos. Arte de la lectura es tanto dedicación como ensimismamiento en ese diálogo mudo. Lugar para establecer una verdadera conversación en donde podamos no sólo deletrear los signos sino en realidad leerlos: degustarlos, rumiarlos, habitarlos. Hacernos parte de aquello que leemos. Arte de la lectura es también el prolongado acto reflexivo que trae consigo el hablar con esas manchas de tinta o con esas figuras que llamamos letras. La buena lectura debe irritar en nosotros la reflexión, la meditación, el examen. Y si logra calar hondo en nuestro espíritu, si nos afecta sinceramente, el leer debería llevarnos de igual modo a la recapacitación, la cautela o la prudencia.

Todavía más: la lectura es otra forma de aprendizaje y de desaprendizaje. Leyendo ampliamos nuestros horizontes y nos despojamos de ciertos lastres que nos impiden volar. Leyendo abrimos sendas para territorios inéditos y leyendo asumimos roles que nunca de otra manera lograríamos interpretar. La lectura nos ensancha el corazón, nos potencia la mente y nos multiplica la imaginación. La materia de que está hecha la lectura nos nutre con un alimento especial que tiene la propiedad de hacernos más leves o más trascendentales. Ese pan de la lectura, hijo del sol, hace que germinen muchas de nuestras más guardadas semillas o que maduren frutos de formas y sabores inéditos.

Deberíamos hacer habitual la lectura. Empezar por dedicar al día quizás unos minutos, para luego gastar otros tantos en meditar sobre lo leído. No se trata de leer cantidades, sino de tener un trato cotidiano con los libros. De convertir a la lectura en una práctica familiar. Después, cuando ya no veamos el leer como algo excepcional o como una actividad de vacaciones, podremos compartir con los más cercanos aquello que leemos. Como quien dice, aprovechar ese capital que nos ofrece la lectura para brindarlo a manos llenas a otras personas, para entregarlo o hacerlo circular –como si fuera una cadena– y así alentar a otros a recibir o continuar esta herencia del espíritu. De esta forma, lograremos hacer que el leer se transforme en consejo, en lección o recomendación para aquellos que caminan al lado nuestro o que, de pronto, solicitan cierta orientación para salir de los múltiples vericuetos que pone la misma existencia. Y mucho más tarde, cuando el leer se asemeje a un viejo amigo o a la más querida de nuestras costumbres, podremos conservar la lectura como una compañía fiel para nuestra vejez o como un murmullo alentador para nuestra postrera soledad.

Nunca sabremos de las rutas o los mapas reveladores que contiene la lectura para la vida si no nos volvemos unos frecuentadores de sus páginas. Quien lee no sólo aprende cosas nuevas, también atesora conocimientos; además de ello, recibe algunas claves que le permiten hacer más legible el mundo y ver con ojos más comprensivos las confusas y paradójicas experiencias que le suceden cotidianamente. 

(De mi libro Custodiar la vida. Reflexiones sobre el cuidado de la cotidianidad, Kimpres, Bogotá, 2009, pp. 117-120).