Si cada uno buscara hacer feliz
al que vive a su lado,
el mundo sería un paraíso.
Goethe

De las muchas cosas   que podemos hacer por los demás, hay una en particular que engrandece nuestro espíritu: es aquella de producir o provocar en otros alguna felicidad. Además de darnos enormes satisfacciones esta es una de las actividades cotidianas que podemos llevar a cabo para mejorar nuestro entorno familiar y nuestra convivencia en el trabajo o en la vida social.

Por supuesto, para lograr este cometido tenemos que orientar nuestra voluntad hacia tal fin. Hay que disponer el corazón y el entendimiento hacia una preocupación o una atención suprema por nuestro hermano o por nuestro compañero. Mirar y detallar cuáles son sus necesidades más urgentes, cuáles sus demandas más acuciantes, cuáles sus clamores más dignos de solicitud. Es necesario tomarnos un tiempo para leer con cuidado esas carencias o esas llamadas que otro ser humano lanza explícita o tácitamente. Porque no siempre los demás dicen tales cosas a pleno pulmón; muy por el contrario, apenas lo sugieren o lo señalan con cierto ademán o alguna palabra indirecta. De allí por qué debamos tener enfilado nuestro espíritu hacia esos “auxilios” lanzados en baja frecuencia o hacia esos “apóyenme” expresados a través del mutismo de una mirada.

Una vez localizadas esas franjas o esos puntos donde un otro se manifiesta como “necesitado” podemos sorprenderlo con un acto gratuito, una voz de aliento, un detalle a manera de regalo. En tal voluntad para la sorpresa podemos generar felicidad. Y no hablamos aquí de costosos bienes o de extraordinarias actitudes, no se trata de celebrar fiestas especiales o de realizar acontecimientos memorables; de lo que hablamos es de asuntos más sencillos y cotidianos, de hechos o situaciones discretas que porten en sí mismas banderas de felicidad. A veces basta un abrazo, en otros casos es un pequeño texto dejado al lado del lecho o encima de la mesa del comedor; puede tratarse de una llamada hecha sin motivo aparente, o de una visita originada por la simple razón de ver a alguien, o la invitación a una sencilla comida. Son muchas las maneras de llevar felicidad a otro ser humano: la disposición para la escucha, el abrazo y la mano abierta, un plato de comida caliente, la búsqueda de un medicamento, la ternura tan cercana al juego.

También es posible generar felicidad en nuestros semejantes creando condiciones o escenarios para que nazca o crezca esa semilla. Hay felicidades que dan su fruto de manera inmediata y hay otras que surten su efecto sólo con el pasar de los años. Estas últimas, que operan de manera invisible y no ruidosa, consisten especialmente en disponer mundos futuros para que otros sean felices o, si se prefiere, sufran menos o tengan pocas dificultades. Ese es el caso de muchos padres y madres que labran, trabajan y abonan ciertas tierras para que sus hijos puedan disfrutar la cosecha y obtener los mayores beneficios. Esa es la situación de personas que apoyan y favorecen las iniciativas de un colega o un empleado para que esa persona alcance, a veces sin reconocer exactamente quién fue el mentor o el nombre de su padrino, la concreción de un sueño o la realización de un proyecto. Digamos que hay también maneras “en diferido” de llevar felicidad a otros. Tanto la forma directa e inmediata, como esta otra que es más lenta y no siempre con rostro identificable, se asemejan en poner en alto relieve a otro ser humano, en convertirlo en objeto digno de nuestra preocupación. Cuando tenemos en mente ser agentes de felicidad es porque nuestro semejante ocupa el lugar más alto de nuestro interés; es porque nuestro hermano es objeto de toda nuestra atención.

Tratemos, al menos por unos momentos, de encapsular nuestro egoísmo. Procuremos, así sea de manera esporádica, dejar en salmuera muchos de nuestros más avaros intereses. Démonos la oportunidad de saborear otro tipo de felicidad que no es el que proviene de nuestro beneficio. Dispongamos nuestra alma y nuestra voluntad hacia los demás; escuchemos atentos sus mayores reclamos; detengámonos a mirar qué cosas o qué actos les son imprescindibles; compartamos alguna parte de nuestras arcas… Ya veremos cómo tales comportamientos pueden enseñarnos otra forma de felicidad desconocida hasta entonces por la indiferencia de nuestro individualismo.

(De mi libro Custodiar la vida. Reflexiones sobre el cuidado de la cotidianidad, Kimpres, Bogotá, 2009, pp.65-68).