Es indudable que las vacaciones son un tiempo de ruptura con las tareas cotidianas; una fractura al orden regular del trabajo y las ocupaciones frecuentes. Son, por decirlo así, la irrupción de otra temporalidad en el normal acaecer al que estamos habituados.
Por ser las vacaciones una fractura a la rutina producen un desacomodamiento existencial; una extrañeza de la que puede dar cuenta nuestro cuerpo o los rígidos esquemas de la costumbre. Las vacaciones nos obligan a asumir otros roles, a aprender otros lenguajes de los ya conocidos, a descubrir el encanto de dejarse habitar por la sorpresa y la aventura. Si no somos capaces o no tenemos la disposición para entrar en esta nueva zona, perderemos su magia, su fascinación, su fuerza renovadora.
Por lo mismo, si no se tiene la disposición para afrontar lo inesperado, si lo que ansiamos es replicar en las vacaciones el orden al que venimos acostumbrados, perderemos la ocasión de disfrutar lo inédito y continuaremos la interminable letanía de lo ya sabido y conocido. No podemos, entonces, pedir que en las vacaciones los alimentos tengan la misma sazón de la de nuestro hogar; o que el lecho sea tan confortable como el de nuestra alcoba; ni que los contextos y las personas sean un calco de nuestros ambientes habituales. Las vacaciones consisten en convertirnos en extranjeros; en proveernos de una ciudadanía de viajeros o caminantes. Si no tenemos espíritu de exploradores, las vacaciones no expandirán su verdadero olor u ocultarán sus riquezas insospechadas.
De otra parte, las vacaciones nos enfrentan al ocio y al tiempo libre. Por unos días, la seriedad del negocio cede su lugar al juego y la entretención. Es como si al ser humano se le diera la oportunidad de disponer de su tiempo, de no pensar en las obligaciones laborales o estar bajo la imposición de jefes, sino en disponer de sus horas a la manera de un pequeño dios que crea su propio génesis. Y cada día de vacaciones se asemeja a crear el universo, a ordenarlo según su capricho o intereses. El qué está de vacaciones –no sobra repetirlo– es dueño de su tiempo. Esa es la magia de esos días. No se obedece sino al mandato de nuestra libertad. Aquí veo una relación profunda entre las vacaciones y la dinámica del carnaval o la fiesta. En dichos eventos se anulan las presiones sociales, se es menos severo con lo prohibido y se permite que lo lúdico deambule a sus anchas tanto en el interior de las personas como en sus relaciones sociales. Las vacaciones son la estación del tiempo apropiado y malgastado a nuestro antojo.
Tal vez por lo anterior, a las vacaciones se las espera con ansia, en especial cuando el exceso de trabajo desgasta nuestro ánimo. Son como una válvula de escape a la caldera de nuestros compromisos laborales. Esperamos las vacaciones para no reventar, para no explotar o fundir nuestro organismo. Pero, extrañamente, ya entrados en las vacaciones, le pedimos a nuestro organismo que se exija al máximo en una larga caminata, o que dé hasta el último aliento para aprovechar todas las horas del día. No es que anhelemos las vacaciones para inmovilizarnos o no hacer nada. Más bien queremos las vacaciones para renunciar al trabajo, para ocuparnos de otros asuntos ya no ajenos sino propios. Y aunque nuestro cuerpo esté agotado al finalizar cada día de vacaciones, al siguiente parece recobrar todos sus bríos para responder a la pregunta, “y hoy, ¿qué vamos a hacer?”.
Decía atrás que las vacaciones participan de la lógica de la aventura. En este sentido, cada cosa que acaece en este tiempo tiene la posibilidad de convertirse en acontecimiento. Las eventualidades de un viaje, el descubrimiento de una ciudad, el consumo de un alimento desconocido, albergan en sí mismos una semilla para volverse relato, historia o fabulación. Son esas peripecias las que se cuentan después a familiares y amigos, son esas pequeñas odiseas las que se relatan a los compañeros de oficina cuando se retorna al sitio habitual de trabajo. Las vacaciones irradian material narrativo originado de los pequeños heroísmos al enfrentar algunos desafíos o de las anécdotas al haber sorteado alegremente un miedo.
Por supuesto, las vacaciones tienen una fecha de vencimiento. Y aunque nos parezcan insuficientes, aunque deseemos una semana de más, lo cierto es que su valor radica en su corta duración. Hay un momento de las vacaciones en que nuestro cuerpo y nuestra mente reclaman el retorno, el reencuentro con lo conocido, la vuelta a las tareas cotidianas. A los seres humanos nos hace falta también lo habitual, lo repetitivo. Esos otros ritmos –tan cercanos al latido de nuestro corazón– son los que tallan un proyecto de vida o regulan el desarrollo de una existencia. De no ser así, si no contáramos con el ritmo de nuestras rutinas, andaríamos todos los días empezando de cero. El retorno de las vacaciones es lo que le otorga a esos días de descanso su magia e importancia: es un tiempo para la renovación, para recuperar energías, para aceitar el engranaje de lo cotidiano. Las vacaciones son ese tiempo excepcional que ayuda a reavivar el tiempo de lo acostumbrado y rutinario.
Beatriz Martha dijo:
“Caminante no hay camino, se hace camino al andar” …
Contigo he aprendido a andar… A mirar… A saborear.
El cansancio es querer más…
El miedo es atreverse a enfrentar lo desconocido…
Tener vacaciones cobra un sentido más significativo hoy, cuando me preparo para seguir caminando tal como lo señalas en el blog!!
fernandovasquezrodriguez dijo:
Beatriz Martha, gracias por tu comentario. No es fácil encontrar cómplices para la aventura; tal vez esa sea una de las claves de la verdadera amistad.