Camino real Capira-Lomalarga, en Cundinamarca.

Camino real Capira-Lomalarga, en Cundinamarca.

¿Qué es viajar? ¿Cambiar de lugar?
No. Es cambiar de ilusiones y de prejuicios.
 Anatole France

Hablemos un tanto de los viajes y de su valor para ampliar los alcances de nuestra mirada y para acrecentar nuestro capital cultural. Reflexionemos por unos minutos sobre esta actividad que nos posibilita cambiar de miradores y, al mismo tiempo, redescubrirnos en nuestra identidad. Pensemos en el viajar y sus beneficios para nuestro espíritu.

Afirmemos, para empezar, que los viajes son hijos de la curiosidad y del deseo del ser humano por traspasar sus propios límites. Querer saber qué hay más allá de lo familiar, indagar en lo lejano, en lo que se esconde más allá de lo visible. Atreverse a salir y dejar lo seguro; atravesar los mares, dejarse habitar por los vientos de la imaginación.  El viajar habla de un aspecto esencialmente humano: ese impulso de libertad que lo lleva a romper cualquier tipo de cadenas, a inventar alas para sus pies y a mantenerse en permanente búsqueda de cualquier forma de misterio. Los viajes son un invento humano que imita o perpetúa esa otra travesía que es la propia existencia.

Rumbo a Lomalarga, en Cundinamarca.

Subiendo por los caminos de Lomalarga, en Cundinamarca.

Ver otras tierras, conocer otras gentes, nos renuevan la mirada y el espíritu. Ensanchan nuestros conocimientos y, al mismo tiempo, airean nuestro mundo cotidiano. Quien tiene el gusto por viajar descubre que muchas de sus más aceradas verdades son apenas opiniones para otras gentes y que lo que en su propio terruño es catalogado como inmoral o salido de tono, puede ser en otra cultura un comportamiento habitual o algo deseable. Por ende, cuando se tiene un espíritu viajero, se es menos dogmático y más flexible; se aprende a ser más tolerante y, especialmente, se cae menos en el sojuzgamiento. Como ya se cuenta con un repertorio de espejos de otros pueblos es más fácil comprender el porqué de un prejuicio o la caprichosa manera de proceder de una costumbre propia. Entonces, más que juzgar o criticar a la ligera, el viajero ha aprendido a tratar de comprender, a tener una mente abierta para apreciar la plural condición de los seres humanos.

Desde otra perspectiva, los viajes nos ayudan a reconocer nuestra propia manera de ser o de actuar. Cuando se está en otras tierras, cuando se convive con otras personas, por lo general lo que sucede es que nos damos cuenta de cómo somos o por qué actuamos de una particular manera. Los demás nos ayudan a descubrir nuestra diferencia: nos advierten que muchas de nuestras habituales costumbres  –vistas con otros ojos– son algo excepcional o raro. Uno sabe mucho más de su propia idiosincrasia cuando deja las fronteras de su país y camina por tierras extrañas. Allí, en ese peregrinaje, caemos en la cuenta del tipo de sazón que gobierna nuestro gusto, de una manera de vestir que refleja cierto modo de ver la vida, de algunas formas de creer que reorganizan una comunidad. Los otros extraños nos evidencian. Nos sirven de contraste para sopesar lo que somos. Al viajar no sólo conocemos; también es una travesía útil para nuestro reconocimiento.

Amanecer en La Laguna, Cundinamarca.

Amanecer en La Laguna, Cundinamarca.

Sumemos a los anteriores beneficios, una condición o un consejo útil para aprender a viajar: aquello de mantener la maleta liviana. Si nuestras valijas son demasiado pesadas, si están muy llenas, es muy probable que no viajemos o que nos cueste demasiado desplazarnos de un sitio a otro. Si queremos trastear –cada vez que salimos– lo conocido, no tendremos posibilidad de acceder a lo desconocido. Por eso es importante, cuando partimos, llevar muy pocas cosas en nuestras maletas; eso nos garantiza que, cuando regresemos, podamos traerlas repletas de evidencias de esos otros mundos lejanos. El que viaja debe acostumbrar su espíritu a la levedad. Tal vez el viajar sea cosa de tener dentro del cuerpo mucho más aire que carne, mucho más viento que peso. Es probable que buena parte de nuestros sedentarismos vitales provenga de tener excesivo lastre en el corazón o demasiadas amarras por nuestros apegos. Así las cosas, si queremos viajar tenemos que habituarnos a desocupar nuestros maletines de todo ese sobrepeso hecho de miedos y atavismos de variada índole.

No debemos olvidar incluir, en nuestra agenda vital, tiempos para viajar, espacios hábiles para el peregrinaje. Y no es sólo cuestión de planear las vacaciones. Se trata más bien de permitirnos o provocar –en la vida cotidiana– fisuras para que entre la extrañeza, momentos para aprender de lo desconocido, períodos para disfrutar de la buena nueva que trae el forastero. Si estamos aclimatados en el viajar constante, más fácilmente asumiremos ese movimiento propio del vivir entre las partidas y los retornos.

(De mi libro Custodiar al vida. Reflexiones sobre el cuidado de la cotidianidad,  Kimpres, Bogotá, 2009, pp. 105-108).