Pintura de Newell Convers Wyeth

Pintura de Newell Convers Wyeth

Por la lectura somos viajeros inmóviles, actores de muchas obras, habitantes de mundos desaparecidos. Con la lectura nos hacemos partícipes del pasado y cómplices del porvenir.

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Aunque parezca evidente, no podemos olvidarlo: los ojos van en pos de palabras; el cerebro, de sentidos.

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Si asumimos con Nietzsche la idea de un lector rumiante deberíamos tragar menos y masticar más cada bocado textual.

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Una buena manera de aprehender lo leído es confiar menos en el globo del ojo y preferir el carruaje de la mano. La escritura ancla lo que divisa la percepción.

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Los leedores van por la superficie; los lectores, exploran en las profundidades.

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Cortázar pedía elegir entre ser lector hembra o macho al momento de leer una novela: fijarse más en los detalles o preferir apreciar el conjunto. Dejarse habitar por el sentido o salir en su búsqueda.

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Ciertos libros sólo entregan sus guardados secretos a un lector especial. Son como románticas princesas que esperan por años la llegada de su príncipe azul.

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Cuando Roland Barthes distinguía entre textos de placer y textos de goce era porque sabía que una cosa es leer con los ojos y otra leer con la imaginación.

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Los títulos de los textos a veces son una promesa que se cumple y, otras, una señal equívoca de seducción.

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El buen lector mira su texto como el pastor su ganado: allí, varias bastardillas; allá, un subtítulo en negrita. Más lejos, una nota a pie de página; a lo lejos, cuatro comillas con una referencia… Pastor y lector saben una cosa fundamental: aunque toda la manada parece igual cada animal es diferente.

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Hay lecturas de diferente dureza. Hay unas para picos de cotorras y otras que demandan la persistencia del pájaro carpintero.

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Los textos botan su mejor jugo sólo si el lector los exprime con la prensa de la relectura.

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Un buen lector debe tener ojo de águila para las tablas de contenido y olfato de topo para moverse por los pasadizos de los capítulos.

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Si poco reflexionamos sobre lo leído terminaremos ahítos de información y poco nutridos de conocimiento.

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Releer es como volver a encontrarnos con viejos conocidos: un instante de familiarización y asombro al mismo tiempo.

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El que relee se extraña por un momento de un subrayado hecho años atrás. Se olvida de que sus ojos son los mismos, pero no así su pasado.

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Ciertos lectores son hijos de Sísifo: apenas creen haber conquistado la cima de lo entendido, deben volver al inicio del texto para cargar lo que aún no han logrado comprender.

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Así como enseña el médico o la madre cuidadosa, si queremos tener lectores vigorosos en el mañana es preciso leer en cierta edad algunos textos que no nos gustan.

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El sentido de un texto al igual que los antiguos imperios anda sepultado debajo de palabras. Todo lector debe actuar como si fuera un arqueólogo.

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Hay lectores alondra y lectores búho. Los primeros tienen mayor viveza en su entendimiento a primeras horas de la mañana; los segundos, aguzan mejor su inteligencia a altas horas de la noche.

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El lector crítico, al igual que Odiseo, no debe ceder al canto de las Sirenas. Detrás de los dulces cantos se esconden terribles suplicios.

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Si leer es ser pioneros de caminos; releer es sentirnos colonizadores de lo ya caminado.

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Cada texto prefigura al lector que lo interpreta; los malos lectores desconocen este vaticinio.

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El hábito de leer que parece solo ejercitar la velocidad de los ojos lo que en verdad provee es más piedras de toque para encender el pensamiento.

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Cuando el pescador de significados lanza su red en un texto aspira encontrar grandes peces pero también captura animales no comestibles, materia de deshecho y restos de antiquísimos naufragios.

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El lector avezado tiene sus ojos como cedazos. Su tarea, en consecuencia, es hacer continuos tamizajes

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Algunos textos dejan en sus palabras las huellas de un enigma que solo el lector inquisitivo puede descubrir. Encontrar el sentido ya es de por sí un caso criminal.

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Los libros clásicos saben mejor cuantos más años pasan. El secreto está en la profundidad temática de la obra y en el tipo de barrica en el que fueron tratados al escribirlos.

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Es bueno recordar las cosas que leemos; pero es mejor olvidarlas para recuperar el asombro  de la primera vez que las leímos.

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Hay obras que nos marcan para toda la vida. La lectura de esos textos son cicatrices particulares visibles únicamente en la piel de nuestro espíritu.

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Algunos lectores tratan al libro como a un enemigo; otros, como a un perfecto cómplice. Los libros reconocen su lector y actúan según dicho trato.

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Los lectores que pedía Nietzsche, los rumiantes, son esencialmente relectores consagrados.

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Determinadas lecturas reclaman para sí a audaces exploradores; otras piden pacientes monjes de abadía; y las hay también que exigen la fidelidad incansable de los amantes obsesivos.

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Aunque ya estemos por acabar de leer la página final del libro no podemos caer en la falsa suposición de que ya comprendemos todo lo leído. En la lectura se cumple la consigna de la tragedia clásica: no puede darse un veredicto definitivo hasta que nuestros ojos escuchen la última palabra.

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La lectura hecha en un avión cumple el sueño arquetípico del lector de vacaciones: sentarse a leer pero con los pies subidos en un lugar bien elevado.

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El sentido de los textos no da sus favores sino a aquellos que persisten en reclamar su amor. No hay amantes fáciles cuando se trata de lecturas académicas.