Ilustración de Claude Serre

Ilustración de Claude Serre

Les he solicitado a mis estudiantes de posgrado que se animen a escribir aforismos sobre el sentido y las características de investigar. Para motivarlos a comenzar –y para cumplir con ese deber ético de hacer primero la tarea– presento aquí esta cosecha de máximas. Confío en que al leerlas no solo se reflexione sobre el ejercicio y los alcances de realizar un proyecto de investigación, sino que sirvan de ejemplo al momento de enfrentarse a la redacción de las sentencias. En todo caso, y esta es una indicación de Lichtenberg, el gran maestro del estilo proverbial, cuando se desee redactar un aforismo debe darse a entender, “con un mínimo de palabras, que se ha pensado mucho”.

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El que investiga sigue indicios. Como un cazador va detrás de las huellas dejadas por una realidad huidiza y montaraz.

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Cuando se tienen demasiadas certezas es más fácil ser catedrático que investigador.

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El investigador nace cuando es capaz de formularse con claridad un problema. Son los problemas y no los métodos los que ayudan a que alumbre una pesquisa.

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Si se tiene actitud de investigador, cada hecho, persona o situación será leída bajo la lupa de una pregunta. La mirada del genuino investigador está impregnada de sospechas.

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Los buenos métodos de investigación deberían tener la calidad de los arcos: elásticos, flexibles, consistentes.

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Las auténticas investigaciones nunca terminan. Siguen extendiendo sus brazos de preguntas como las enredaderas. La investigación pertenece a las plantas escandentes y perennes.

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El investigador no es un experto enterrador, sino un incansable despojador de máscaras.

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Una y otra vez el investigador reformula sus preguntas; una y otra vez precisa sus objetivos. Esto es así porque la investigación se parece menos a operar una máquina de precisión y mucho más a una práctica de tiro con arco.

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Cuando el investigador husmea en pesquisas anteriores lo hace por dos motivos principales: bien porque ansía continuar un viejo rastro o porque necesita alejarse lo más posible de ese falso indicio.

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Todo investigador, especialmente el que trasiega en las ciencias humanas, sabe que trata con versiones y tergiversaciones. De allí que su tarea sea más difícil que la de aquellos dedicados a las ciencias exactas.

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De todos los rasgos de un buen investigador el más importante es el de no perder el rastro de un problema. A veces por días, por meses o por años. Los investigadores sabuesos conservan su gran olfato hasta el final de su proyecto.

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No os canséis, dice el investigador a su pupilo; no temáis rehacer el anteproyecto, vuelve a repetirle. El tutoriado mira al maestro con recelo pues aún no comprende o sabe de la luz que saca a flote con cada tachadura.

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El caminar del investigador tiene más de cangrejo que de guepardo. No tanto de perseguir su presa en línea recta, sino de buscarla andando de lado, y retrocediendo.

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Además de la disposición y el ánimo un investigador debe ser diligente. Es decir, con el celo suficiente para defender con ardor una pregunta que aún no puede responder o una hipótesis todavía no demostrada.

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Eva fue una investigadora radical. A pesar de las voces prohibitorias de la autoridad se obstinó en ir a las fuentes primarias del conocimiento.

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No siempre las conclusiones de un proyecto de investigación son extraordinarias o de alcances inusitados. Pero eso no invalida el ejercicio de una pesquisa. Al igual que en el poema de Cavafis, las conclusiones pueden ser las bahías nunca vistas, la adquisición de perfumes deliciosos y diversos, las humildes conchas recogidas en playas desconocidas.

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Los instrumentos de investigación andan presos de los objetivos del proyecto; y aunque gocen de libertad, ésta siempre será condicional.

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Tres son las diosas protectoras de los proyectos de investigación: Consistencia, Coherencia y Pertinencia. Las tres hermanas, al igual que las vetustas Grayas, tienen un solo ojo insomne y vigilante que rotan entre sí.

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Cuando el investigador ya tiene definido un problema, todos los caminos conducen a Roma.

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Los buenos equipos de investigación son más un acuerdo de diferencias que una suma de semejanzas.

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La atención vigilante es la sangre que corre por las venas de los investigadores. Su corazón, en consecuencia, bombea perspicacia.

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Las hipótesis se verifican, los supuestos se esclarecen. En ambos casos se responde al desafío inicial de una pregunta.

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Los investigadores novatos buscan temas; los expertos, problemas. Los primeros se afianzan en lo ya sabido; los segundos, en lo desconocido.

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Los asiduos registros en un diario de campo son puntos de referencia en el ir y venir de la investigación. La escritura es como un faro en esa larga travesía.

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Los antecedentes son la posta que otros investigadores le entregan al nuevo atleta de la pesquisa. A la vez que un legado, son un reto para seguir adelante.

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Los investigadores hacen parte de una cadena interminable: retoman un eslabón de hallazgos anteriores y forjan uno semejante con sus nuevos resultados. La mesa del investigador es semejante a la fragua de Vulcano.

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Si no hay rigor el investigador fracasa por desorganizado y falto de rumbo; si es demasiado escolástico, la investigación terminará siendo la aplicación de un protocolo estandarizado. Ni extrema lasitud; ni extremo rigorismo. El investigador debe ser cimbreante como las palmeras.

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Así como hay temas que maduran lentamente hasta convertirse en un problema; hay otros que necesitan de largas exposiciones al sol o de lentos tratamientos mecánicos por parte del investigador.

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La curiosidad es el hábitat natural de un investigador. Sin ese ambiente ningún proyecto logrará crecer o dar sus mejores frutos.

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Lo peor que le puede pasar a un investigador es tener un costoso y brillante marco teórico pero sin ninguna pintura digna de enmarcarse.