El rito de caminar por el centro de Bogotá.

El rito de caminar por el centro de Bogotá.

Recuerdo con alegría y emoción los años en que, acompañado de mi madre, caminábamos por la carrera séptima de Bogotá. No solo era un programa esperado sino un acontecimiento digno de referir a mi padre y a compañeros de colegio. Esa pequeña caminata, la entrada al “Ley” o al “Monteblanco” eran cosas que repetía en mi memoria por varios días.

Por ser un acontecimiento era que abundaban los fotógrafos ambulantes y por ser un acontecimiento había que vestirse elegantemente. Los fotógrafos le entregaban a uno un recibo para luego ir a reclamar los registros de dichos paseos. Además de las fotografías en papel podía elegirse también una modalidad de telescopio en la que los pequeños negativos adquirían la grandiosidad de una pantalla de teatro. Mi madre se arreglaba con esmero cuando me invitaba a estas ocasionales salidas: vestido sastre, guantes, cartera y zapatos (los de tacón alto) del mismo color…, peinados y maquillaje acordes a un evento especial. El plan era básicamente caminar varias cuadras, mirar almacenes y comer arroz con leche en el “Tía” o disfrutar de unas onces en el “Yanuba” que, entre otras cosas, ofrecía por la tarde sus platos con melodías de piano.

He recordado todo esto al volver a recorrer el domingo pasado la séptima, desde la calle 24 hasta la calle 13. ¡Qué cambio tan descomunal! A lado y lado el griterío de los vendedores ambulantes, la oferta de comidas y cuanto cachivache haya, el desorden y la barahúnda propia de un mercado callejero contrastaban con el paso de grupos de personas y el pasar de las bicicletas. ¡Cuánto contaminación auditiva!, ¡cuántos números de circo! Según se dijo, la idea era que al suprimir el tránsito de vehículos, esta avenida sería un espacio peatonal como hay en ciudades europeas. Pero el resultado es otro: unos árboles-matera que sirven de bolardos o de estorbo a los peatones, un reguero de ofertas de comidas en las que puede adivinarse la usencia de planeación y de regulación, una falta de espacio para caminar y apreciar ésta mal llamada Atenas sudamericana. Con pesar lo digo: la séptima se ha convertido en una larga avenida de mercado de las pulgas.

Es probable que esto suceda porque la apremiante pobreza y el desempleo busquen oportunidades para sortear sus precarias condiciones; pero hay maneras y estrategias de organizar el que cada quien busque y rebusque su sustento. Deberíamos unir nuestros esfuerzos para cuidar nuestra ciudad, para no convertir cualquier calle solitaria en un mingitorio o cuanto andén vacío es un bazar de feria. En esto nos falta organización como ciudad y educarnos como ciudadanos.

Así como están las cosas, considero que sería mejor que los automóviles volvieran a transitar por la séptima. Al menos así quitaríamos esas feas materas y los peatones reclamarían su habitual condición de caminar por los andenes.

Resulta obvio compararse con otras ciudades –y no necesariamente europeas– para observar qué tanto ha desmejorado Bogotá en este aspecto. La séptima es un ejemplo del desgreño, la desidia gubernamental y la consecuencia de una forma de hacer política en la que prima el cohecho, el peculado y el abandono del bien común. Asumir y hacernos responsables de lo público sigue siendo una tarea de estas ciudades que no pueden seguir considerándose como meros lugares de habitación o de trabajo. Las ciudades son también un espacio para el desarrollo de otras dimensiones humanas como el tiempo libre, la socialización y la construcción de comunidad. ¡Qué pronto olvidamos las campañas y el sentido profundo de la cultura ciudadana propuestas por Antanas Mockus! ¡Cuánto pierden las ciudades cuando dependen de las prebendas de la politiquería!