Ilustración de Chris Gall

Ilustración de Chris Gall

“En la formación uno se apropia por entero
de aquello en lo cual y a través de lo cual
uno se forma”
 
Hans-Georg Gadamer, Verdad y método

Una vez más la idea de mediación se convierte en motivo para definir el trabajo del educador. La mediación como puente, como paso de un estadio a otro. La mediación como un ejercicio de permanente reinterpretación del pasado (he ahí la importancia de la hermenéutica) y, a la vez, como una tarea propiciadora hacia lo nuevo, hacia lo desconocido (campo para las poéticas y las retóricas). En ese oscilar de péndulo entre la tradición y la novedad, el oficio del educador halla su eje. Su valor.

De una parte el educador pone en contacto el presente con el pasado: teje o elabora redes de intercomunicación. Es un pasado recobrado, al estilo de Proust; un pasado seleccionado, elegido, reconstruido. No es el pasado muerto. Todo lo contrario. Es un pasado reescrito y reencontrado a partir de los nuevos indicios que da el presente. Entonces, el educador hace que la tradición perviva; propicia el encuentro; abona el diálogo. Y el tiempo del educando logra algún tipo de sintonía con esos otros tiempos del pasado. Los apropia (recordemos que esta apropiación es individual, particular). En esa labor de poner en relación (tiempos y lenguajes, sensibilidades y saberes) el educador subraya la información.

Pero de otro sector, el educador propicia también una relación del presente con el futuro. Con lo posible. Claro, al ser el hombre un proyecto, algo inconcluso, algo sin terminar; al ser el hombre siempre un devenir, el educador busca formar al educando, pero no como un objetivo académico, sino como una conquista personal. Ahora el educando debe reencontrarse. Es él y no el pasado. Es la ganancia de la conciencia sobre la especie. Tal propósito corresponde al sentido último de la educación, a esa tarea revolucionaria, de cambio, de “desarrollo humano”: reinterpretar el presente para delinear el futuro. En esa labor de poner en relación el presente con el futuro (lo inmediato con la mediatez, lo histórico con lo posible) el educador subraya la formación.

Cabe decir que al poner en diálogo información y formación se generan encuentros y confrontaciones. Es innegable que una educación de calidad debe ser capaz de producir “epifanías”, generar revelaciones, potenciar descubrimientos. Entrar en un proceso de educación es una continua tarea de reconocimiento. Y, al igual que en la tragedia griega, esa agnición produce “choques”, “desestabilidades”, “asombros”. De allí el papel fundamental de la aventura en un proyecto educativo; de allí la validez de la creatividad como herramienta estratégica. Es casi seguro que una tarea educativa de calidad, busque poner al educando en permanente encuentro y confrontación. Ponerlo en la zona de los enigmas a dialogar con la Esfinge. Porque sólo gracias a lo otro, a lo diverso o lo distinto, es como vamos constituyéndonos como identidad.

Por supuesto en ese espacio de encuentro, de diálogo, lo que el maestro busca desarrollar es lo virtual del ser humano. Sus posibilidades. La teleología profunda de la educación tiene como horizonte al hombre en plenitud, al hombre como constructor y producto de la cultura. El hombre como segunda naturaleza. Lo que la educación quiere desarrollar es una capacidad o una disposición para que el hombre pueda vivir en un mundo siempre cambiante. Si la educación avala cierto tipo de desarrollo lo hace desde esta perspectiva de formar hacia lo distinto, hacia lo diverso, hacia lo general. Desarrollar nuevas formas de hacer, nuevas formas de interactuar. No es el desarrollo economicista, no es la educación como capacitadora para el progreso, es el desarrollo como ganancia y descubrimiento del propio hombre, de la propia cultura. Lo que se quiere es que el hombre, al educarse, a la par que se descubra, conquiste nuevas “formas de hablar”. El desarrollo que avala la educación no prescinde de la tradición ni se entrega a una revolución desaforada. Más bien es en ese interregno del diálogo, de la mediación, de los vasos comunicantes, en donde la educación ubica gran parte de sus responsabilidades.

En la medida en que el educador ya no es un ser de verdad sino de posibilidad (dado que él mismo es un proyecto), cada día se hará más importante que revise “las palabras que da y que recibe”. Dicho en otros términos, el maestro tendrá que estar dispuesto a hacer permanentes correcciones, continuos ajustes sobre su lenguaje, sobre su decir. Además, tendrá que estar atento a las distintas variaciones, a las diferentes traducciones que los educandos van elaborando sobre un mismo mensaje. Si de veras anhela entrar en diálogo con sus alumnos, el educador debe ser capaz de poder “escuchar” las diferentes interpretaciones. Es más: el maestro debe alcanzar un tacto, una sensibilidad para distinguir o separar lo bello de lo feo, la buena de la mala calidad de ciertas melodías particulares. Luego no es un papel de celestino mudo o cómplice fácil; tampoco se trata de destituir la corrección o el consejo. El maestro sigue teniendo algo que enseñar, pero –a diferencia de ciertos modelos de educación autoritarios–, también tiene mucho que aprender. Y aprende con el alumno. Es un proceso dual; un proyecto entre dos partes. Un acto de negociación, de diálogo. Con todos los malentendidos y todas las incomprensiones propias de un ejercicio de la palabra. Pero, por lo mismo, una tarea de mutuos descubrimientos, de progresivos intentos por la comprensión, de lucha por el sentido. El sentido que siempre es un intento de nombrar lo posible. 

(De mi libro Oficio de maestro, Javegraf, Bogotá, 2000, p.p. 27-29).