Pintura del canadiense Rob Gonsalves.

Pintura del canadiense Rob Gonsalves.

La clase es un lugar físico, no siempre cómodo y confortable, pero en lo posible limpio y adecuado a las necesidades educativas de reunirse para compartir saberes y experiencias. En este primer sentido, la clase se emparenta con el escenario de un teatro o la sala de cine. Advirtamos que, en cuanto espacio preparado para una función específica, la clase demanda ciertos comportamientos y normatividades: no cualquiera puede entrar a ella y, dentro de ella, hay que atender a determinadas prácticas que pueden convertirse en genuinos rituales.

Pero la clase es también un “no lugar” en donde confluyen expectativas no cumplidas, deseos subterráneos, conflictos de una determinada edad, angustias y esperanzas de aquellos que se consideran estudiantes. Este otro sentido de la clase, tan cercano a lo que algunos estudiosos han llamado el currículo oculto, también habita o gravita en el lugar físico. La clase, desde esta mirada, puede ser sentida como “pesada”, aburrida”, “innecesaria”, “cansona” al sopesarla o aquilatarla con ese otro fluir de los jóvenes en el que parece más necesaria la aventura, el estar en movimiento o el experimentar la vida que comienza. Esta fractura es inevitable. Entre otras cosas porque el estar en clase riñe muchas veces con una verdadera vocación o porque en la edad de las diásporas no siempre es fácil aceptar el sedentarismo.

Por supuesto, existen docentes capaces de involucrar o percatarse de ese no ambiente en su salón de clase. Maestros con apropiadas estrategias didácticas para volver  interesante o al menos entretenido ese espacio físico de las cuatro paredes. Educadores que no dejan por fuera las angustias, los sueños, los conflictos, las frustraciones, los miedos de sus estudiantes. A veces logran cabalmente su cometido y, otras, los no lugares de los estudiantes se quedan como sombras o brumas informes afuera de la clase. No siempre es fácil que confluyan; no siempre es conveniente; no siempre puede saberse con certeza que hemos logrado apropiarlas o delinear su figura.

Si tenemos en mente a Roland Barthes, cuando hablaba del seminario, lo más interesante de la clase, es el “ir a ella”. En esa acción de camino, de tránsito, puede entreverse un escenario esencialmente educativo o formativo. Decimos, en esa misma perspectiva, que vamos al cine o vamos de paseo. Ese ir subraya una intención, una voluntad y un propósito. Quizá nuestros estudiantes no han acabado de entender las implicaciones de tal encaminarse, o de pronto nos ha faltado tacto a las instituciones educativas para enseñarles lo esencial de tal acción. A lo mejor hemos dejado el ir a clase como ocupar un sitio en un lugar físico, dejando de lado “los no lugares” que también acompañan a nuestros estudiantes.

Es posible también que los docentes hayamos banalizado este acto y nos quedamos con la mera cáscara de la asistencia de nuestros estudiantes. Especialmente cuando las resonancias de lo virtual parecen desdibujar los espacios físicos. Sin embargo, así sea en la fría mole de un edificio o en el confortable espacio de nuestro cuarto, el ir a clase demanda entrar en una zona o una dimensión diferente a las cotidianas. Implica disponerse o adentrarse en el espacio del aprendizaje. O, si se prefiere, conlleva a que nuestros estudiantes reconozcan y asuman las particularidades del territorio educativo. Una tierra que sigue siendo, a pesar del tiempo, zona sagrada.