Ilustración de Tullio Pericoli.

Ilustración de Tullio Pericoli.

Si Santiago Nasar hubiera sido prevenido a tiempo, seguramente habría prestado poca importancia a la noticia y habría continuado su recorrido hacia la casa de Margot… es más, si hubiera hecho caso a Nahir Miguel de llevar la escopeta, con toda seguridad, se le habría encasquetado a la hora de dispararla; pero si por simple casualidad hubiera portado su 357 mágnum, muy seguramente habría olvidado las balas blindadas. Cualquier circunstancia salvadora estaba vedada para Santiago Nasar. Él ya estaba muerto y “los muertos –al decir de Pedro Vicario– no disparan”.

Esta es la primera impresión que queda después de leer Crónica de una muerte anunciada. El sabor del destino llena nuestro paladar. Gabriel García Márquez construye a través de la narración la más compleja trama de lo inevitable. Y es el mismo autor quien al lado de María Alejandrina Cervantes reafirma esta ferocidad del hado de Santiago Nasar, “que le había cobrado 20 años de dicha no sólo con la muerte, sino además con el descuartizamiento del cuerpo, y con su perdición y exterminio”.

LA ABSURDA FATALIDAD

Si entendemos por destino lo que Spengler consideraba como “lo que no se puede eludir” y si agregamos lo dicho por Scheler de que ese destino, “es independiente del querer y del deseo, así como del acontecimiento objetivo real”, la muerte de Santiago Nasar es la posibilidad del absurdo. Gabriel García Márquez aproxima esta suma de casualidades hasta el punto de convertirlas en circunstancias literarias. Es la misma reiteración que hace el instructor del sumario –que por algo será conocedor de Nietzsche–, al verse envuelto en tan intrincado como inexplicable suceso: “nunca le pareció legítimo que la vida se sirviera de tantas casualidades prohibidas a la literatura, para que se cumpliera sin tropiezos una muerte tan anunciada”.

Otra situación que debemos tener en cuenta al hablar del destino es la explicación “a posteriori” de los acontecimientos. Una vez ocurridos los hechos se brinda alguna explicación de los mismos, pero cuando esa respuesta es imposible de dar, la intervención de la idea de destino se hace inevitable. Por eso, cada uno de los familiares y conocidos de Santiago Nasar lo vieron de una determinada manera el día de su muerte, y sólo en ese día. Divina Flor no sintió susto al sentir las caricias cotidianas de Santiago sino “unas horribles ganas de llorar”; Clotilde Armenta al verlo vestido de pontifical le pareció “un fantasma”; Cristo Bedoya notó “una insistencia rara” de Margot al invitar a desayunar a Santiago Nasar, a pesar de ser una costumbre familiar.

Los acontecimientos narrados se tornan grandiosos, misteriosos, desconcertantes, tan sólo al cumplirse el asesinato. De otra manera, no habrían tenido ninguna trascendencia. Todo el pueblo sabía de la muerte de Santiago Nasar, pero ninguno logró avisarle porque como bien lo escribiera el juez instructor en el folio 382: “la fatalidad nos hace invisibles”. Otro tanto sucedió con Plácida Linero que aunque era la mejor intérprete de los sueños, ese día se equivocó en el vaticinio y anunció a su hijo que “todos los sueños con pájaros son de buena salud”.

Un segundo aspecto que compromete la idea de destino es la no explicación causal de los fenómenos. Podríamos decir que en Crónica de una muerte anunciada, el asesinato de Santiago Nasar es una profecía que debe cumplirse aun a costa del no entendimiento de la misma. De ahí la reacción de Santiago ante los asesinos que “no fue de pánico, sino que fue más bien el desconcierto de la inocencia”. Entre la respuesta sentenciosa de Ángela Vicario dada a sus hermanos y el asesinato de Santiago Nasar, existe lo aleatorio. Ese espacio pertenece a lo fortuito, pero al mismo tiempo, está determinado por una fuerza superior que hace del “honor una acción que no espera”. Y como “la honra es el amor” y “los asuntos de honor son estancos sagrados a los cuales sólo tienen acceso los dueños del drama”, el círculo profético se cierra sobre la humanidad de Santiago Nasar que, al decir del autor, “murió sin entender su muerte”.

LAS TRES CARNICERÍAS

Santiago Nasar le había dicho a Victoria Guzmán, cuando ella arrancó de cuajo las entrañas de un conejo: “No seas bárbara, imagínate que fuera un ser humano”, esa frase no logró ser interpretada a tiempo por la cocinera. Ella no era adivina; por tanto, las entrañas de los animales no le reportaban ninguna significación. Desde este episodio, los intestinos juegan un papel fundamental dentro del desarrollo de la “Crónica”. Las tripas aparecen como una facultad negada, como una forma adivinatoria prohibida.

Pedro y Pablo Vicario son carniceros, y aunque ningún carnicero “cuando sacrifica una res se atreve a mirarle los ojos”, ellos sí pudieron contemplar el sacrificio de Santiago Nasar y ver cómo salían los verduzcos intestinos. Más adelante, cuando el padre Amador hace la autopsia, que es la segunda muerte de Santiago, nuevamente el símbolo visceral abarca todo el espacio narrativo. La descripción de la autopsia es idéntica a la del asesinato, pero en lugar de ser los cuchillos que entran, son los hierros de artesano los que van abriendo el cuerdo de Santiago. Por cada puñalada, una incisión; por cada incisión, una herida.

La causa de la muerte de Santiago Nasar según el informe del cura–médico se debió a “una hemorragia masiva ocasionada por cualquiera de las siete heridas mayores”; pero esto que podría cerrar la etapa del descuartizamiento, no basta. El párroco que “había arrancado de cuajo las vísceras destazadas”, sin saber qué hacer con ellas, “las tiró en el balde de la basura”. Indudablemente, la frase de Santiago Nasar dirigida a la madre de Divina Flor, fue una sorprendente “revelación”.

Gabriel García Márquez no abandona este simbolismo en ningún instante, y ya al final de la obra lo torna paradojal: el horror de Santiago Nasar por las tripas tiradas a los perros se convierte en veneración íntima; pues él, aún herido de muerte, “tuvo el cuidado de sacudir con la mano la tierra que quedó en las vísceras colgantes”. Quizá esta forma de aceptar su destino, no fue otra cosa que una gran metáfora de su “resurrección”.

LA “DESCRESTADA” DEL OBISPO

El gusto del obispo por consumir únicamente las crestas de los gallos y botar el resto de los cuerpos, es un símbolo de la gran “descrestada” al pueblo, que tanto se entusiasmó con su venida, pero que tuvo que contentarse con una sarta de bendiciones hechas de memoria. Este acontecimiento condiciona la novela. El obispo es esa “ave de mal agüero” que llena de soledad y desconcierto cada una de las vidas de los habitantes de este pueblo ribereño. Y Santiago Nasar no podía ser la excepción.

Plácida Linero no se equivocó. El obispo no se bajó del buque, “echó una bendición de compromiso y se fue por donde vino”. El odio del obispo se tradujo en el chorro de vapor a presión que dejó ensopados a los que estaban más cerca de la orilla. El autor de Cien años de soledad vuelve a mezclar lo real y lo fantástico en esta “ilusión fugaz”. Lo trascendental no es que el obispo hubiera hecho caso a la multitud y se detuviera para hacer el protocolo de rigor, sino que, muy por el contrario, lo esencial de esta visita del obispo reside en el hecho mismo de venir. Él es la anunciación de la tragedia y, en esa medida, los gallos que cantaban en los huacales, la banda de músicos, el pito de dragón del buque, no son sino manifestaciones de su llegada, otras formas de estrella de Belén. Y es Margot precisamente quien nos habla de ese gozo fallido: “estaba haciendo un tiempo de Navidad”.

Pero si el obispo no hubiera anunciado su visita, Santiago Nasar no habría vestido el pontifical y tampoco habría salido por la puerta principal. Sin embargo, a Santiago “los fastos de la iglesia le causaban una fascinación irresistible”, no pudo detener la curiosidad por el espectáculo, que fue más fuerte que el sueño. Le bastó una hora para reponerse de la parranda de la noche anterior. Santiago Nasar sabía que todo ritual “es como el cine”.

El obispo es la piedra de toque. Tan sólo fue necesario su aliento para que Santiago Nasar se encontrara de una vez por todas con su propio destino.

LA CASA DE LA FELICIDAD

La casa de la felicidad “estaba en una colina barrida por los vientos, y desde la terraza se veía el paraíso sin límite de las ciénagas cubiertas de anémonas moradas”; allí, el viudo de Siux había sido dichoso con su Yolanda. Este es el edén de la novela.

Bayardo San Román compra la quinta del viudo de Siux de la misma manera como adquirió todos los puestos de la rifa de la ortofónica. El reto de la adquisición consistía en ser la casa más bella de todas las del lugar, y Bayardo San Román era antes que nada un triunfador; por algo “andaba de pueblo en pueblo buscando una mujer con quien casarse”.

La casa quinta era un lugar limpio. En ella sólo había habido felicidad por más de 30 años. Cada uno de los muebles, que luego del incidente fueron desapareciendo paulatinamente, representaban para el viudo Siux una parte de dicha compartida con su esposa. El coronel Lázaro Aponte en una de sus sesiones de espiritismo logró comprobar que Yolanda de Siux “estaba recuperando para su casa de la muerte los cachivaches de la felicidad”. Bayardo San Román compra la casa precisamente por eso, porque deseaba la felicidad.

Sólo a través de la casa de los Siux Bayardo San Román consigue la cualidad de “víctima”. Cualidad que le permitiría ser considerado como “un pobre hombre”, llorado por las plañideras de sus hermanas como en un antiguo cortejo romano y, finalmente, amado por la misma mujer a quien rechazó.

Después del suceso de la entrega “el pobre Bayardo” entra en un estado de intoxicación etílica mayúscula. Abandona el pueblo “dejando un rastro de tierra desde la cornisa del precipicio hasta la plataforma del buque”. Desde este instante, la casa de los Siux empieza a desmoronarse. La felicidad se rompe. El encanto representado en la quinta se derrumba. Hasta el mismo alcalde percibe que “todas las cosas parecían debajo del agua”. Por eso, muchos años después, cuando Ángela Vicario “nació de nuevo” y la locura por Bayardo San Román se tradujo en las 20.000 cartas vírgenes, el lugar de la felicidad es otro. Junto a la sal del Caribe, en medio de la máquina de bordar, la mujer del “secreto que nunca se había de aclarar” esperó al hombre que años atrás la despreció.

Disuelto el paraíso edénico, Ángela Vicario se sintió “dueña por primera vez de su destino”; descubrió que “el odio y el amor son pasiones recíprocas” y recordó la frase de Purísima del Carmen, aquella de que “también el amor se aprende”. La quinta de los Siux ya no representa nada, ahora “ella era dueña de su albedrío” y “volvió a ser virgen sólo para Bayardo San Román y no reconoció otra autoridad que la suya ni más servidumbre que la de su obsesión”. Ángela Vicario ya no necesitaba de “la maletita de mano” para engañar al esposo.

LA SANGRE MULTIFORME

Las amigas coberteras de Ángela Vicario cuando supieron que ella no era virgen, optaron por decirle que los hombres “lo único que creen es lo que ven en la sábana”; y lo que verdaderamente contaba era enseñar al otro día “la sábana de hilo con la mancha del honor”. Hasta lograron darle algunos consejos para evitar que el hombre se diera cuenta de su perdida virginidad. Este requisito de la sangre es otro de los grandes simbolismos en Crónica de una muerte anunciada.

La sangre que no se pudo exhibir se transforma en venganza, en sed de sangre. Pedro y Pablo Vicario reciben este “horrible compromiso” como “cagada de pájaros” y deben llevarlo a cabo porque, al menos desde la visión de Prudencia Cotes, se “trababa de cumplir como hombres”. Esta dependencia de honores se fundamenta en la sangre. Esa misma sangre que en forma de “témpanos, junto al lodazal del contenido gástrico y materias fecales sirvió de cuna a la medalla de oro que Santiago Nasar se había tragado a la edad de cuatro años”.

La sangre se convierte luego en olor. Una esencia imborrable. Pablo Vicario, cuando le asestó la cuchillada en el lomo a Santiago, vio cómo su camisa se empapaba de ese líquido “que olía como él”. Es el mismo olor que percibió María Alejandrina Cervantes cuando, queriendo hacer el amor con el autor, se detuvo porque también Gabriel García Márquez olía a Santiago Nasar. Es la misma fragancia que persiguió a los hermanos Vicario hasta el calabozo; ese aroma que Pedro Vicario, aun restregándose con jabón y estropajo, no podía quitarse.

El juez instructor escribe con la tinta roja del boticario, otra metamorfosis de la sangre. La vida de Santiago Nasar se extiende hasta los folios del sumario, en forma de notas marginales: “dadme un prejuicio y moveré el mundo”, o en dibujos de corazones atravesados por una flecha. Esta tinta sangre, como rechazando la injusticia cometida, se trastrueca en “distracciones líricas, contrarias al rigor del oficio”.

La sangre derramada por Santiago Nasar es el símbolo más perfecto del sacrificio. El refrán de los árabes: “La sangre ha corrido, el peligro ha pasado”, expresa análogamente la idea central de la novela.

LA “ALTANERÍA” DE LAS FLORES

La frase inicial de Gil Vicente: “La caza de amor es de altanería”, no es gratuita. Uno imagina el raudo vuelo del halcón que, luego de clavar sus afiladas garras en la presa, la devora con su cortante pico; hasta puede pensarse que esa manera de cazar, tan típica de la época feudal, no se diferencia en nada a la llevada a cabo por Pedro y Pablo Vicario, quienes clavaron sus garras en la piel de Santiago Nasar “que era tan delicada que no soportaba el ruido del almidón”.

Pero los hermanos Vicario son únicamente los instrumentos de la fatalidad, ellos son los intermediarios del destino, las Parcas que ejecutan las órdenes de Moros. Los verdaderos culpables nacieron en un jardín. Santiago Nasar lo presentía: “el olor de flores encerradas tiene relación directa con la muerte”. Fueron otras personas las que adiestraron a los “halcones Vicario”, fueron otros seres los que quitaron las caperuzas a estas aves de presa.

Aunque Santiago Nasar “no quería flores en su entierro”, hubo varias de ellas en su vida: Divina Flor, Flora Miguel, y otros personajes que enloquecieron o no soportaron la conmoción, como fue el caso de Hortensia Baute y Rogelio de la Flor. Este marco floral debían conocerlo cabalmente los hermanos Vicario que, para no desentonar con el ambiente narrativo, habían puesto a sus cerdos nombres de flores.

Las flores mataron a Santiago Nasar. Ángela Vicario, la otra flor que mimetiza su nombre porque en la realidad fue aborrecida, es quien dicta la decisión irrevocable: “buscó en las tinieblas, lo encontró a primera vista entre los tantos nombres confundibles de este mundo y del otro, y lo dejó clavado en la pared con su dardo certero, como una mariposa sin albedrío cuya sentencia estaba escrita desde siempre”.