Ilustración de Antonio Caparo.

Ilustración de Antonio Caparo.

La esperanza es un ave
que se posa en el alma
y canta una melodía sin palabras,
y nunca acaba su canción.
 
Emily Dickinson

Además de su fuerza y de su tenacidad, más allá de su inteligencia, su imaginación y su potencial creativo, el hombre cuenta con otra potencia igualmente valiosa: la esperanza. En el centro de su espíritu, como si fuera otro corazón, los seres humanos están dotados de esta facultad para el consuelo o la seguridad existencial. Por medio de la esperanza, cada persona puede reconciliarse con lo inevitable, mantener en vilo un sueño o conservar una reserva de optimismo frente a la desgracia o la mala fortuna.

Esperanzarse es, antes que nada, una actitud de confianza. Una forma de asumir la vida en la cual cuenta más el optimismo que la derrota, más lo posible que lo inalcanzable. Quien se esperanza es porque cree sinceramente en la favorabilidad del mundo o de las personas. Alguien que puede superar la siempre falsa y proclive condición humana para apreciar a los seres más en lo que tienen de conversión, de enmienda, de reforma o rectificación. Quien se esperanza es porque, después de poner a los hombres en la balanza, ha descubierto un peso mayor en las virtudes de la corrección que en las ya sabidas manías del vicio o la maledicencia. Además, esperanzarse es partir de otra premisa: hay que creer en fuerzas o energías gratuitas, confiar en presencias invisibles que intervienen o colaboran en muchos de nuestros proyectos, tener fe en ciertos azares o ciertas coincidencias en las cuales participa todo el cosmos. En este caso, la esperanza es la consecuencia de mirarnos como integrantes del universo y no sólo como individuos alejados del amplísimo sistema de la vida.

Bien vale la pena, por lo mismo, no desechar este brío que nos añade la esperanza. Con esa fortaleza nos será más fácil emprender muchos caminos y enfrentar nuestros problemas. Viéndolo bien, la esperanza puede convertirse en un regenerador o vivificador de nuestra existencia. Con su energía podemos de nuevo “recargarnos” para seguir adelante. La esperanza es lo contrario al derrotismo, al pesimismo más chato. La esperanza más que mirar hacia atrás, más que detenerse en lo que ya fue, pone su mira en lo que aún no ha sido, en lo que podría llegar a ser o suceder. No actúa como la esposa de Lot –esa mujer a la que se le dio la posibilidad de salvarse a cambio de no voltear su vista–, ni como Orfeo –ese dios al que se le permitió recuperar su gran amor a cambio de no mirar hacia atrás–, sino que pone todo su empeño en un horizonte donde nada todavía está escrito, en donde cabe todo el juego de fuerzas de la vida misma. La esperanza nos insufla nueva sangre, nos aprovisiona de aire más limpio; nos reanima con un “maná” capaz de darnos las fuerzas suficientes para atravesar los muchos desiertos con que nos encontramos a diario.

Y aunque muchas veces el demasiado esperanzarnos puede ponernos a las puertas de la desilusión, bien vale la pena conservar ese tono interior, esa confianza en la bondad de lo humano, en la realización de nuestros sueños, en la mejoría de los seres y sus obras. La esperanza le da a los seres humanos cierta resistencia espiritual para no doblegarse, para no renunciar, para mantener arriba el ánimo. Hay esperanza en el enfermo por curarse y la hay también en el preso o el condenado que aspira a la libertad; hay esperanza de justicia en el pobre y necesitado, y hay esperanza en los pueblos en guerra que no dejan de soñar en una convivencia pacífica. Tiene esperanza de compañía el más solo de los hombres, de amor, el más incomprendido, y de ayuda, todos esos que deambulan por las calles mendigando un pedazo de pan o unas pocas monedas. Tanto hombres como mujeres actuamos o nos comportamos así porque a todos nos está permitida una “segunda oportunidad”, porque no todo está perdido, porque mientras tengamos vida aún nos queda la posibilidad de la esperanza.

Hay que permitirle a la esperanza que cante silenciosamente sus melodías en nuestra alma. Debemos consentir, de vez en vez, a esta ave de buen agüero. No espantarla para siempre de los alares de nuestro pecho. Debemos oírla con cuidado y tratar de aprender su música. Pues nunca sabremos con certeza cuándo necesitaremos de esos cantos para aliviar nuestro corazón, para serenar los pregones de nuestras dolencias o para no perder el entusiasmo frente al asedio de las propias derrotas.

(De mi libro Custodiar la vida. Reflexiones sobre el cuidado de la cotidianidad, Kimpres, Bogotá, 2009, pp. 213-216).