Ilustración de Ed Wheeler.

Ilustración de Ed Wheeler.

Me gusta pensar que las fiestas navideñas son un bonito pretexto para agradecer. Un tiempo para recapitular, hacer memoria y no pasar por alto a las personas que contribuyeron o nos ayudaron con nuestros más queridos sueños. Esta debería ser una consigna fundamental para estos días de jolgorio y luces multicolores. Un propósito inaplazable.

El agradecimiento nace, en principio, de sabernos necesitados. No somos autosuficientes. Son otros los que pueden apoyarnos a conquistar lo que es apenas proyecto. El amigo, el familiar, el vecino, son cómplices de tareas o asuntos vitales para nuestra convivencia o nuestro plan vital. Entonces, el agradecer a esas personas su colaboración o su denodado cuidado se convierte en una obligación moral. Sólo los soberbios pueden ser tan desatendidos como para negarse a ofrecer unas palabras de sincera gratitud o algún detalle mínimo que simbolice un gesto de fecundo reconocimiento. El agradecer, por lo mismo, pone el acento en la humildad y en la antiquísima hermandad entre los seres humanos.

Desde luego, no se puede agradecer a otro si se cuenta con la desmemoria. Asunto fácil hoy cuando lo rápido y fugaz parece ser la moneda corriente. El que agradece no cae en la trampa de considerar el mundo como fruto del instante. Se sabe hijo de un pasado. Hay otros que nos precedieron o que sirvieron de soporte a nuestro ser o a nuestras ideas. La gratitud hacia tales individuos manifiesta una memoria vigorosa, una comunicación fluida con la tradición y una vigilante sospecha hacia las sociedades de lo desechable y del consumo pasajero. Las personas agradecidas celebran y dignifican el rememorar. Por eso creen en los rituales y la reverberación de los símbolos.

He hablado de reconocimiento. Eso también forma parte del sentido de la gratitud. Sacamos un tiempo para visitar al familiar porque deseamos reiterarle complacidos lo que él es; escribimos un mensaje o hacemos una llamada al amigo para rubricar cierta cualidad o determinada bondad que consideramos elogiosa de su carácter o su manera de ser; compramos un regalo para el colega o compañero de trabajo para exaltarle un valor o un talento del cual nos hemos beneficiado. Es como si al agradecer no pasáramos por alto o diéramos por hecho lo propio de otra persona. Por el contrario, la gratitud elogia, resalta una virtud, una característica, un rasgo que no debe pasar inadvertido. Los actos de agradecimiento pertenecen a una axiología de lo íntimo que aspiran a convertirse en un acto público.

El agradecer es, de igual modo, un rito de retribución. Un trueque entre espíritus. Los que saben agradecer sienten que en algo deben compensar o devolver lo que ha sido puesto entre sus manos, así haya sido de manera desinteresada. El agradecido no es un avaro. Anhela que los beneficios de su cosecha sean compartidos también por aquellos que sirvieron de avales o fiadores de su confianza.  El que agradece hace efectiva en la tierra la “ley de la compensación”, propaga la magia de  la “cadena de “favores”, cree devotamente en la sabiduría de la reciprocidad. Las personas gratas son las que se sienten felizmente impelidas a pagar las deudas del corazón.

A partir de lo expuesto en esta consideración, bien podemos preguntarnos ahora a cuántas personas deberíamos agradecerles y a cuántas más nos es urgente comunicarles una palabra, darles un obsequio, manifestarles una expresión de cariño. No posterguemos dicha misión. Hagamos de estas fiestas navideñas un tiempo para que en nuestros labios y en nuestras manos abunde el agradecimiento.