Mal haríamos en estas fiestas si nos entregáramos desaforadamente al despilfarro enloquecido. Necesitamos de cierta mesura para disfrutar sin entrar en la disipación y del buen juicio para no estar en el futuro ahogados por las deudas y la angustia de no saber cómo pagarlas. Dediquemos, entonces, algunos minutos a reflexionar sobre el sentido de la mesura y sus beneficios.
Sabemos que las fiestas son un tiempo propicio para el derroche y la sobreabundancia. Quién no se anima a llenar su mesa de manjares en tiempo de navidad; quién no siente que puede darse unas merecidas vacaciones; quién no ve posible adquirir determinado objeto o regalarlo a sus seres más queridos. Eso acontece especialmente en navidad. Sin embargo, podemos mantener y participar de ese espíritu festivo sin enloquecernos, sin gastar lo que no tenemos, siendo cautos a la hora de firmar un crédito o disponer de nuestras reservas económicas. Ese tacto propio de la mesura a la hora de asumir débitos es el que debería orientar nuestro proceder en estos días.
No podemos caer en las trampas de lo innecesario; debemos ser realistas de cara a los espejismos del “lleve ahora y pague después”. Es definitivo que aprendamos a descubrir los miles de trucos con que cuenta hoy la sociedad de consumo. Hay infinidad de bienes, que si los analizamos concienzudamente, no necesitamos; y hay mercancías que acechan al incauto como la serpiente ponzoñosa al desprevenido transeúnte. Si somos sensatos al momento de elegir un regalo, si tenemos la cautela necesaria para buscar precios más razonables, si tenemos templanza al impulso irrazonable de “comprar por comprar”, seguramente seremos menos dilapidadores y enseñaremos a nuestros hijos a no malbaratar lo que nos ha costado tanto.
Quizá esta falta de mesura radique en el deseo de aparentar. A veces no aceptamos nuestras condiciones económicas o simulamos tener un nivel de vida muy lejano al que podemos acceder. Eso crea una profunda fisura en nuestro psiquismo. Es probable que el exceso de frivolidad, al que nos tiene acostumbrado la cultura farandulera, haya contribuido también al disimulo y al fingimiento. Habitamos en lugares que sobrepasan nuestras posibilidades, nos hacemos a bienes inalcanzables para al rango de ingresos que tenemos, llevamos un estilo de vida muy lejano al que nos corresponde. Nos hace falta mesura para aceptar sin vergüenza nuestra condición social.
Pero, además, la mesura está relacionada con la moderación en otros campos. Se puede estar feliz y en un ambiente caluroso de fraternidad con familiares y amigos sin necesidad de exagerar en el insumo de licor; para conquistar la suprema alegría no hay que emborracharse hasta la dejación. Podemos ser moderados también en las comidas para evitar una merma en nuestra salud o acelerar dolencias sobre las cuales no podemos abandonar el propio cuidado. No se piense, por ello, que deberíamos comportarnos como abstemios o espíritus frugales, eso sería desconocer el ambiente propio de las festividades decembrinas. Lo que digo es que la mesura debería resguardarnos cuando los excesos toquen a nuestra puerta.
Me gusta pensar que la mesura debería ser una de las virtudes que podemos legar a las nuevas generaciones. Tener mesura para no exagerar y ser sencillos; adquirir mesura para saber comportarse y no llegar a la disipación; actuar mesuradamente para, si es el caso en tiempos adversos, ser austeros sin terminar en la depresión o la desesperanza. En muchos aspectos la virtud de la mesura se asemeja a la sensatez y, en otros tantos, es una manifestación de la prudencia al momento de enfrentar los límites.