“Lecciones de tinieblas” de Dino Valls.

“Lecciones de tinieblas” de Dino Valls.

A veces la valentía no es sino la forma intempestiva como alguien decide huir del miedo.

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Hay miedos que manejamos y, otros, que nos gobiernan de manera implacable. A los primeros ya los domesticamos; los segundos, aún conservan su descomunal fuerza salvaje.

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El peso de algunos miedos es impulso o lastre para el alma. De nosotros depende, entonces, volvernos honda o pozo para esas piedras.

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Los hombres han representado sus miedos con figuras de monstruos. O son bestias extrañas, criaturas fantásticas, difusos organismos o seres híbridos y multiformes. En todo caso, los monstruos son símbolo de una animalidad escondida que, amenazante, se niega a desaparecer.

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El miedo a fracasar está íntimamente relacionado con el afán de perfección. La aceptación del error es un antídoto contra muchos de nuestros temores.

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Los miedos cambian con la edad. Evolucionan a la par de nuestras limitaciones físicas o intelectuales.

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Buena parte de nuestros miedos son heredados. De la crianza provienen fortalezas o debilidades. Pero lo más contradictorio es que, esta herencia, ha sido cultivada por nuestros progenitores con la mejor voluntad y las buenas intenciones.

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Cada vez que la libertad exhibe el cuerpo el miedo antepone su sombra. Lo mejor, en consecuencia, es mantener en el cenit la luz de la decisión.

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El mayor poder del miedo es su carácter inesperado. Los temores nos asaltan como forajidos escondidos en la maleza.

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Los miedos guardan el resplandor emponzoñado de los ojos de Medusa. Por eso nos paralizan.

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Algunos miedos están asociados a la oscuridad porque las sombras son guardianas de lo indeterminado.

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Los miedos permanecen durante las diversas etapas de nuestra vida. Cambian de máscara pero mantienen su semblante originario. El temor a los peludos monstruos de la infancia es semejante al provocado por la vieja Parca esperada en la vejez.

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Los miedos se vencen poco a poco. Son rivales tan enormes que nuestra única posibilidad es, con insistencia, ir tomando sus flancos más lejanos.

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Hay personas que encadenan su libertad por el miedo que les produce ejercitarla.

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La razón por la cual nos sentimos menos temerosos cuando estamos o vamos acompañados es porque la complicidad rompe el secreto guardado celosamente por el miedo.  Entre más se comparten los temores más se merma su efecto intimidante.

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El que anda de noche por los caminos o calles solitarias usa el silbido o el canto para aplacar sus miedos. La explicación es poco conocida: los espantos son muy sensibles a los efectos armoniosos de la melodía: o se quedan extasiados o huyen aturdidos.

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He aquí la paradoja del miedo: es un mecanismo de la especie para conservarnos vivos; es una agobiante emoción que no nos deja vivir.