La casa de La Laguna: el contexto de los primeros cuentos.

La casa de La Laguna: el contexto de las leyendas.

Desde muy pequeño escuché a mis mayores referirme historias y cuentos. Eran relatos sobre apariciones y espantos, como los de “La Patasola”, “El Pollo de viento” o “La Candileja”. Esas historias las escuchaba de niño, después de que los trabajadores terminaban de cenar y, sentados en el andén del piso de cemento, se dedicaban a tomarse un café, fumarse un cigarrillo y dar rienda suelta a sus recuerdos y fabulaciones.

Me parece que allí, en ese contexto nocturno, un tanto majestuoso por el sonido de los grillos y la densidad de la noche, es que nace mi disposición y mi gusto por los cuentos. En esa edad, tal vez tendría cuatro o cinco años, vivíamos en una amplia casa en la vereda de “La Laguna”. Era una casa de techos altos, tejas de zinc y una alberca gigantesca. Alrededor de esa casa había naranjos y mandarinos y un árbol de anón en el  que por las tardes me subía yo a esperar a que mi padre llegara de su trabajo. En esa casa, embriagado por el olor del café y tendido en el piso de cemento, mi imaginación recibía aquellas historias como si fueran relatos fantásticos. Me quedaba extasiado oyéndolas hasta que el sueño era superior a mis fuerzas y me dormía. Supongo que mi viejo me cargaba hasta el dormitorio y en mi sueño seguía escuchando el relato de la mujer con una sola pierna que perseguía a los hombres enamoradizos para devorarlos y que se acerba a ellos cuanto más respondían a sus gritos seductores, o la historia de las tres bolas de candela que se alejaban de uno tan sólo si las maldecía con las groserías más vulgares y desaforadas.

Pero además, al lado de los relatos de mis padres y esos trabajadores, los cuentos tenían una caja de resonancia cuando hablaba con mis tíos y mis tías o con mi abuela Ñoa. Ellos también, y especialmente, los jornaleros de la vereda, reforzaban aquellos relatos o los amplificaban hasta bordear lo fantástico. Mi tío Ulises, que había sido un gran viajero, no sólo le añadía a los relatos colores y texturas de otras ciudades sino que era capaz de interpretar y meter las voces de los personajes de la región: Don Urbano, Arnulfo, Marcelino, La señora Dioselina, Zambrano… cada uno de ellos personificaba los cuentos que, ahora después de tantos años, sé que formaban parte del mundo narrativo de mi querida Capira. O para decirlo de otra manera, esos relatos eran otros habitantes de esta vereda anclada entre las montañas, las palmeras y el sinuoso Magdalena. Entonces, hablara con quien hablara, siempre había un punto de confluencia, un tronco común para referirse “al que sabemos” o para advertirme de una manera juguetona sobre los riesgos de no obedecer a los mayores o de perder el tiempo o de transgredir ciertas prohibiciones.

Misael: cuento y cacería.

Misael: los cuentos de la cacería.

Capítulo aparte merece Misael, el compañero de los últimos años de mi abuela. Él, además de agricultor, era un apasionado por la cacería. Y cuando, tiempo después, yo iba de vacaciones, lo acompañaba a esas odiseas. Al ir de camino hacia “La peña” o hacia “Caracolí”, en busca de una siembra de maíz o de yuca donde estaba cebado el animal, Misael ambientaba el viaje con historias de aparecidos o de “entierros” que alumbraban sólo hacia las doce de la noche en determinados días de semana santa. O hablaba del “Cazador errante”, de su grito distante y el ladrido lastimero del perro que lo acompañaba. Lo hacía en voz queda, como para exacerbar mi temor o para darle al viaje una sazón misteriosa. Después, cuando llegábamos a la siembra o el cultivo, él seleccionaba un árbol de mango o un guásimo de ramaje frondoso. Allí, nos trepábamos y comenzaba la larga tarea de la espera. Ya la tarde rendía sus últimas horas y la noche que venía de abajo, desde el plan del Tolima, cubriéndolo todo, nos circundaba como si fuera un cobertor gigantesco. Los mosquitos hacían su banquete en mis brazos de niño. Misael apenas musitaba algunas palabras. La escopeta que llevaba era una de fisto, esas escopetas que había que cargarlas con pólvora y munición. Un arma rudimentaria pero efectiva. Lo que esperábamos era el “ñeque” o guatín. Aunque en esa oscuridad yo no sé cómo Misael podía saber por dónde aparecía ese animal de monte. De pronto, yo sentía que Misael cambiaba de posición. Se erguía lentamente y levantando el arma, observando con sumo cuidado por la mira de la escopeta, manteniendo con la mano izquierda una linterna, de manera rápida, al tiempo que encendía el foco de luz, disparaba. Algunas veces vi brillar entre la oscuridad un par de ojos; otras, apenas olía el humo del fulminante. “Ahí cayó”. Esa frase de Misael me advertía que había dado en el blanco. Como un mico él se bajaba del árbol y alumbrándose caminaba hacia donde había hecho el disparo. Y mientras yo con torpeza llegaba al pie del árbol, él ya venía con el animal muerto entre sus manos. “Para que le lleve una presa a Marujita”.

A  veces la espera no rendía ningún beneficio. Dos horas perdidas esperando al escurridizo “guatín”. Pero Misael se las arreglaba para inocularme la esperanza y entonces me contaba de la vez que había cazado un venado en las montañas de “Lomalarga” y de cómo le había pegado un tiro en el codillo pero, a pesar de ello, el venado había cogido quebrada abajo, por “Aguas Claras”, y él siguiéndole el rastro, con una perrita llamada Canela, y que hacia el final de la tarde por fin dio con el animal y que en cuantas se había visto para echárselo a la espalda y llegar con él hasta la casa. “El cuero es el que tiene su abuela al pie de la cama”, decía para rematar su historia, poniendo esa piel seca como una evidencia de su cacería. O se deleitaba en contarme cómo había capturado un armadillo o una boruga. Lo cierto es que entre historia e historia el camino se hacía más corto y la noche parecía menos oscura. O tal vez parecía iluminada por la costumbre de Misael de echarme adelante e irme alumbrando con su linterna de forma intermitente, a la manera de un cocuyo gigantesco.

Beatriz, la esposa de mi tío Ulises, era otra gran narradora. De pronto mis horas con ella, mientras me preparaba las avecillas que mataba con mi cauchera, fueron determinantes en mi gusto por los relatos. “Triz”, como yo la llamaba, era mi cómplice. Recuerdo que ella le metía a los relatos y a los cuentos que circulaban en Capira, un toque religioso tanto más fuerte cuanto que para ella, como para otras mujeres de la región, las leyendas de las Cien lecciones de Historia Sagrada formaban parte de este escenario rural. A veces ella mezclaba los cuentos con las historias sagradas y se producía un efecto capaz de amedrentarme o al menos atormentar mi fantasía por las noches. Sin embargo, Saúl, un primo mayor que yo, hijo de Ulises, era el que me ayudaba a salir de tales miedos. Y no porque contara historias sino porque con él se vivían. Gracias a ese primo mi infancia estuvo repleta de aventuras maravillosas. Era, según decían mis tíos, alguien desobediente y terco como una mula. Y no sirvió que mi tío lo castigara muchas veces. Saúl era un personaje de la travesura, de la transgresión permanente. Digo que no era un gran contador de historias. Su manera de engatusarme era invitándome a emprender tareas para mí inéditas o insospechadas. Por ejemplo, irnos a sacar vino de palma. Resulta que cuando las palmas caen, si se hace una herida amplia en su tallo, y se deja reposar, la misma palma bota un líquido que tiene sabor de vino agreste, pero vino al fin de cuentas. Y nos fuimos con Saúl a ese plan, porque la noche anterior había habido una borrasca y una de las palmas “reales”, la que quedaba en uno de los potreros de mi tío Ulises, se había ido al piso. Saúl cogió el hacha y nos fuimos con dos botellas en la mano. Pero antes de empezar la tarea, después de unos dos golpes en la palma caída, cuando en uno de los intentos mi primo levantó el hacha, me golpeó la cara, me rompió una ceja, y no fue vino lo que conseguimos sino mi sangre. Y volvimos corriendo asustados a la casa. Y mi abuela me echó panela rallada y se paró la sangre y esa noche todos los familiares velaron mi accidente. Al otro día Saúl se había olvidado del hecho y ya me estaba invitando para que fuéramos a jugar al tejo en el “Cerro colorado” o que nos escapáramos a bañarnos desnudos en “Aguas Claras”, o que lo acompañara a jugar tute con los otros jornaleros que por esa época se quedaban en la casa de los Rodríguez mientras pasaba la cosecha de piña. Saúl no era un buen contador de historias, porque él mismo era una permanente aventura. Quizá por no saber contar relatos es que tomó la decisión de matarse, o de pronto no supo cómo engatusar o persuadir con palabras a la incansable y desvelada muerte.

Custodio: el narrador mayor.

Custodio: el narrador mayor.

Pero, sin lugar a dudas, el narrador mayor fue mi padre. Mi viejo había pasado su niñez en el plan del Tolima. Fue caporal y ayudante a las órdenes de un viejo curtido por la guerra de los mil días, Don Bonifacio Guerra. Mi padre trabajó muchos años con él, y durante ese tiempo no sólo se hizo hombre sino que aprendió muchos oficios, fue boga, recogedor de algodón, sembrador de millo, pescador de atarraya… Creo que todo ese mundo fantástico del plan del Tolima se le metió en la sangre y lo acompañó durante toda su vida.

Y digo que era un relator maravilloso porque además de la anécdota propia del cuento, mi papá tenía el don de generar intriga. Cualquier historia contada por él adquiría el brillo de la curiosidad. El lugar donde siempre lo escuché contar sus historias fue en el comedor, bien de la fábrica de jabones López donde fue almacenista y celador, bien en las otras casas por donde pasamos como gitanos desplazados por la violencia. En ese espacio lo oí rememorar cuentos y relatos que aún hoy, después de doce años de haberlo perdido, siguen resonando en mi memoria como si fueran vívidas aventuras personales. Afortunadamente tengo dos cuadernos autobiográficos que él me escribió y en los que recogió algunas de sus peripecias. Pero la que más me pareció escucharle repetir fue la de uno de los hijos de Don Bonifacio. Mi papá contaba que este hijo, llamado Capitolino, era un muchacho peleador, tomador de trago y muy busca pleitos. Hacía una y otra maldad, y el viejo acababa por ayudarle a salir de sus problemas. Pero una vez, por andar de borracho, en que con una barbera Capitolino en una pelea hirió gravemente a otro trabajador y por tal motivo estuvo preso en Facatativá, el viejo Bonifacio, después de hablar y pedirle ayuda al alcalde de Cambao y lograr que el hijo saliera de la cárcel, después de eso, hizo una gran fiesta y en medio de los invitados, llamó a su hijo y le dijo: “Pongo por testigo a toda esta gente que si usted, Capitolino, vuelve a meterse en un problema, se podrá podrir en la cárcel, pero no haré nada por ayudarlo”. Y que desde ese día, el tal Capitolino, no volvió a tomarse un trago y definitivamente se ajuició. Por supuesto, mi padre caracterizaba a los personajes: Don Bonifacio era un hombre bajito, de piel muy morena, casi morada, que usaba franela y unos pantalones cortos y que casi nunca se ponía zapatos. Don Bonifacio era de voz pausada, por momentos silencioso. Y al igual que muchos de los habitantes de Capira, mi padre imitaba su voz y sus gestos; les pintaba un temperamento y los dotaba de un carácter.

Creo que todas esas voces contribuyeron a que mi espíritu se tornara  afectable y mi mente dispuesta a recoger relatos. Tengo cierta disposición para escuchar atentamente lo que las personas me cuentan o para detectar en medio de una conversación casual, aspectos, circunstancias o personas que con cierta dosis de imaginación podrían convertirse en materia prima para un cuento. Digamos que esa herencia de oralidad, de relatos y voces que andan sueltos como el viento libre de Capira, se me contagió o se convirtió en una habilidad. Y por eso también cargo siempre una libreta de notas, con el fin de no dejar pasar determinados giros de expresión o un nombre o un argumento dicho de pronto por algún desconocido. Es probable que los primeros narradores procedieran de esa misma manera, oyendo aquí y allá historias, acumulando esos cuentos, y luego al llegar a nuevas tierras convertían tales historias en relatos extraordinarios. Porque estoy seguro de que cada uno de ellos algo agregaba a los relatos oídos, o le imprimía sus propias marcas de entonación o su particular forma de manejar los silencios. Así, como mi tío político Manuelito Cáceres, el que según me relata mi madre, acostumbraba también relatarles a los obreros sus historias, pero exigía un silencio absoluto. Si alguno se atrevía a interrumpir o enredarse en charlar con el vecino, don Manuelito, así estuviera para finalizar el cuento, se levantaba de su butaca y de manera categórica les decía a los asistentes que ya estaba dando sueño y lo mejor era ir a acostarse.

Ahora que menciono a mi madre, pienso que de igual manera ella es otra fuente inspiradora de este gusto por la narrativa. O, para ser más precisos, es de mi madre que aprendí la curiosidad por los seres humanos, por la variada y compleja condición de hombres y mujeres. Mi mamá es una gran cronista oral. Hace sus investigaciones sobre las personas que viven cerca de donde habitamos; conoce las historias del señor que acaba de vender su casa dos cuadras más debajo de la nuestra; sabe cómo murió el dueño del granero donde compramos regularmente el maíz “peto”; se conoce la suerte y las peripecias de familiares tanto propios como ajenos. “¿Sabe quién murió ayer? Don Carlos. El dueño de víveres ‘El rápido’. Estaba viendo televisión y de pronto, tal vez por el estrés de ese señor, quedó tieso de un infarto que le dio”. He notado que le preocupan los pequeños detalles o esas cosas que por, insignificantes, la mayoría de los que la rodeamos las pasamos inadvertidas. Y cuando habla con familiares o conocidos les pide detalles o les saca minucias que luego, a la hora de compartir la cena o en diálogos casuales, los organiza de una manera que siempre empieza con esta muletilla: “Le tengo una chiva”. Por eso creo, igualmente, que no se pierde ningún noticiero de la radio o de la televisión. Las noticias, cercanas o distantes, le fascinan. Mas no para guardárselas, sino para convertirlas en motivo de su conversación. Con esas noticias mi madre teje sus relatos cotidianos. Y ahora que lo pienso mejor, esto se debe a que por sus años y su salud, como ya ni puede salir o caminar demasiado, la única forma de apropiar el mundo lejano que la rodea es mediante la radio o la televisión. Es a partir de esos medios de comunicación como sacia esa sed ancestral de historias, y continúa participando activamente de la agitada realidad.

Luego no fueron los libros o los textos de consagrados cuentistas los que me persuadieron inicialmente de esta pasión por escribir relatos. Más bien fueron personas de carne y hueso o todo un ambiente rural los que determinaron este gusto por hilar sucesos. Tampoco ha habido antes escritores de ficción en mi familia. Deduzco, entonces, que dadas las particularidades de mi espíritu y las condiciones en que me crié, esas narraciones de cuentos y espantos, ese continuo reciclar de anécdotas de propios y extraños, esa perspicacia para saber deletrear lo particular de las personas en medio de lo común de sus vidas, todo ello, contribuyó a ir creando las condiciones para descubrir una vocación y una afición por ahondar en la construcción de relatos. Y por eso mismo, en mis primeros años, cuando ya vivíamos en Bogotá, hallaba una gran fascinación en escuchar las radionovelas, especialmente “Arandú” y “Kalimán”. Allí, al lado de un pequeño radio de pilas, volvía a reencontrarme con las voces de mis mayores, y las selvas magníficas de las radionovelas se confundían con las montañas de mi niñez, y las odiseas de los personajes se aunaban con las de rostros conocidos. Tal vez detrás de todo ese escenario urbano seguía –y sigue vivo– el niño criado en Capira. El niño fascinado por la riqueza y el misterio del mundo, y curioso por escuchar las mil anécdotas de que está hecha toda vida humana.