Caricatura de Tommy Thomdean.

Caricatura de Tommy Thomdean.

El humor es la inteligencia vuelta sobre sí misma. El gusto del alacrán por picarse con su propio aguijón.

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Los mecanismos con que se elabora el humor son semejantes a los de la poesía. Lo que cambia es el ropaje y el efecto producido.

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A pesar del sufrimiento o de la enfermedad, no obstante los  desengaños y la desilusión, más allá de los fracasos o el infortunio, al hombre le queda la posibilidad de reír. El humor, en este sentido, es la genuina resiliencia.

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Si se mira con cuidado lo que hacemos o dejamos de hacer muy seguramente descubriremos en tales actuaciones algún intersticio de ridículo o de torpeza. El nacimiento del humor proviene de nuestra innata condición para el error.

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No hay que dejarse engañar por la carcajada estridente o por el gesto burlón del humorista. Detrás de ese regocijo está la amarga cara de la incredulidad o la pérdida de la inocencia.

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El humorista se aleja, mediante su razón, del acaecer del mundo y de la vida. Por eso prefiere no comprometer demasiado sus emociones o sus sentimientos. El humorismo es el arte de la toma de distancia.

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El humorista anda al acecho. ¿De qué? De eso que los seres humanos temen en sociedad: mostrar sus imperfecciones, caer en lapsus al hablar, perder la compostura o el equilibrio. Los apuntes del humorista son como “comparendos” a las infracciones esencialmente humanas.

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El mejor terreno para laborar el humorista es la perfección y el poder. En el primer caso, porque la suma excelencia es ya de por sí imposible; y, en el segundo, porque la obcecación por el mando lleva a los hombres a convertirse en bestias.

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Cuando el humor toma el camino del cuerpo se convierte en comedia; cuando acude a la palabra se torna en chiste. De allí por qué ni todos los cómicos sean chistosos; ni todos los que echan chistes necesiten disfraces y maquillaje.

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Las personas que demoran un tiempo en comprender un ingenioso apunte o percatarse del doble sentido de un chiste es porque tienen muy bajo sus niveles de pensamiento relacional. Es decir, escuchan el mundo en una sola frecuencia, perciben la vida en una misma tonalidad, andan presos de la inmediatez y lo repetitivo.

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La risa que proviene después de sortear un accidente fatal o haber salido ileso de un peligro mayúsculo demuestra que el humor es el antídoto contra el miedo. Aunque también la risa nerviosa es un preludio del temor.

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Nos reímos de los apuntes del humorista porque él, con ingenio, nos reconcilia con nuestras fragilidades y nuestros defectos. El aplauso es, en el fondo, el agradecimiento por habernos quitado de encima –así sea por un momento– el lastre de siempre parecer firmes, irrompibles y virtuosos.

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La pérdida de lo espontáneo y lo auténtico conduce irremediablemente a la graciosa condición de los autómatas. La risa, por lo mismo, es una vigía que nos previene de la repetición inconsciente.

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Los buenos humoristas son los infieles de la diosa Isis. Más que ir a los templos a ocultar los misterios lo que hacen es quitar, una y otra vez, los velos y los artificios. La desnudez del humor ha reñido siempre con la pompa y el ornato de lo sagrado.

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El humor es una transgresión a lo celosamente establecido. Y entre más reglas, prohibiciones y censuras haya más hilarantes resultarán sus irreverencias. No hay como los regímenes autoritarios para aumentar la tasa de crecimientos de los humoristas.

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El humorista tiene vena de filósofo. De filósofo pragmático. Le gusta llevar los principios de la lógica formal hasta sus límites: el ser es y no es al mismo tiempo, siempre hay un término medio, no todo tiene que estar fundado.

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El bufón se disfraza por dos razones: la primera, porque el disfraz le permite diluir su identidad y, la segunda, porque las verdades más crudas se asimilan mejor cuando son pronunciadas por una máscara festiva.

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Los juegos de lenguaje son una muestra del ingenio, pero también una manifestación del recreo de la inteligencia. El humor es el tiempo lúdico de nuestro pensamiento.

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La predilección por los chistes de contenido sexual evidencian una cosa: celebramos que alguien vuelva público lo que a toda costa queremos guardar como privado. Los chistes “verdes” son una especie de voyerismo a nuestra propia alcoba.

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El humor fino exige a la inteligencia tener las manos excesivamente ágiles para atrapar el fugaz movimiento de la sutileza.

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Los payasos construyen sus rutinas bajo el amparo de la simulación: parece que se golpean, parece que se caen, parece que no logran un propósito. Tal fingimiento provoca en la audiencia, especialmente infantil, el asombro festivo de ver cómo, ante sus ojos, la mentira oculta la verdad.

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La comedia no es muy querida por las instituciones religiosas. Eso es comprensible: lo sagrado necesita de rostros hieráticos y silentes. La risa, por el contrario, trae consigo la descompostura y el escándalo. El misterio es adusto y cerrado; la alegría, simpática y flexible.

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Podemos engañarnos con la alegría pero jamás con el dolor. En consecuencia, las tragedias están hechas para producir catarsis; las comedias, para provocar diversión.

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Las burlas tienen como plaza el cuerpo; la ironía, el campo moral de las personas.

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El humor es la sal que necesita el alimento de la vida. La pimienta que da sabor a la existencia.

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Las bromas de los amigos son la prueba fehaciente de que ellos son dueños de nuestra confianza. Las chanzas resultan una ofensa para los desconocidos.

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El humor es el “coco” con que espantamos nuestros miedos.

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Los caricaturistas sacan provecho de los defectos ajenos. Su materia prima está en las debilidades y desperfectos de los hombres. Desde luego, el efecto de sus obras será mayor si las personas se obstinan en parecer impecables, puras y perfectas. Los caricaturistas, como Don Quijote, también tienen su origen en la mancha.

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El humorismo es la secreción de nuestras glándulas más ocultas.

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¿Qué hace un mimo dramático cuando nos imita? Transforma lo espontáneo en un acto artificioso. Bergson tenía razón: lo natural convertido en mecánico produce risa.

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El miedo al ridículo es un regulador social: nadie puede ser o actuar de manera distinta al parecer de la mayoría. El ridículo es el control social ante el diferente.

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La risa es la exteriorización del optimismo. El regocijo con que se manifiesta la esperanza.

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La seriedad discrimina y pone distancias; el humor iguala y genera cercanías. Por eso la aristocracia se divierte yendo a la ópera y el pueblo se desternilla a lo grande en un carnaval.

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Sin el carburante de la razón el humor no contaría con un vehículo potente; sin una chispa de locura no habría el detonante para ponerlo en marcha.

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Los humoristas son fieles devotos de Tertuliano, uno de los padres de la iglesia: “creen, porque es absurdo”.

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Los “chistes bobos” son los primeros pasos del humorismo; los de “doble sentido”, una carrera de velocidad.

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Los aforistas emplean el humor porque a la agudeza le viene bien usar la ironía y el sarcasmo. Pero, también, porque nada es más irritante que la pequeña picadura de los aguijones.

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El mimo dramático convierte el tiempo real en un tiempo en diferido. Su forma de hacer humor es cambiar la rápida percepción de la película por una exposición cuadro a cuadro.

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Pirandello afirmaba que en la percepción de los contrarios estaba el germen del humorismo. Percatarnos de que la verdad tiene un reverso en la mentira, de que la desilusión es la antípoda del ideal, de que no hay virtud sin algún vicio opuesto. La mirada del humorista es bifocal: ve la cara y el envés de las personas o sus actuaciones al mismo tiempo.

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Los chistes escuchados o vistos de manera repetida le quitan al humor su poder de asombro. Lo previsto devela la magia de lo inesperado.

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La ironía y el sarcasmo, la caricatura y la parodia son algunos de los recursos empleados por el humor para alcanzar sus fines. Aunque el más efectivo, por supuesto, sigue siendo el arte de evidenciar y poner en ridículo.

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Lo que Pierre Reverdy pedía para lograr un impacto mayor en la poesía opera igual para el humor: “entre más lejanas estén la realidades que se asemejan más impactante e inesperado será el efecto producido”.

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Las risas pregrabadas que se ponen como cortinillas en los programas de humor importados son las emisarias del contexto de ese territorio. El chiste es celosamente local.

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Las cosquillas son la risa involuntaria del cuerpo.

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Mofarse de alguien es una manera de detectar en otra persona sus zonas de ridículo. Un tanteo soberbio y desdeñoso sobre la fragilidad moral de un semejante.

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El lenguaje vulgar recupera con el humor su insurgencia comunicativa. Las malas palabras –por unos segundos– dejan su celda proscrita y miserable para salir a la calle a denunciar la dictadura del eufemismo y la reticencia.

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El bufón es aceptado y rechazado; acogido y criticado. El bufón puede decir la verdad, pero no toda; puede burlarse de todos, pero no de todo. El bufón refleja lo que el poder no quiere ver y, al mismo tiempo, refracta lo que el dominado necesita decir. Por eso, su oficio está siempre en el filo de la espada.

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La secuencia del humor gráfico dispone –viñeta por viñeta– un escenario para el suspenso. El último recuadro es el dibujo perfecto de lo inesperado.